No permite la extensión prevista para esta columna, ni seguramente permitiría la totalidad de las páginas de la edición de hoy de esta publicación, glosar en profundidad la suma de las torpezas, cobardías e insensateces cometidas por José Luis Rodríguez Zapatero a lo largo de esta su segunda legislatura presidencial, conquistada en las urnas en […]
No permite la extensión prevista para esta columna, ni seguramente permitiría la totalidad de las páginas de la edición de hoy de esta publicación, glosar en profundidad la suma de las torpezas, cobardías e insensateces cometidas por José Luis Rodríguez Zapatero a lo largo de esta su segunda legislatura presidencial, conquistada en las urnas en marzo de 2008 y que dentro de pocos días alcanzará su ecuador en medio de una situación económica, social y política profunda y dolorosamente catastrófica.
Por supuesto, es falsa y ridícula hasta lo miserable la caricatura en trazo grueso dibujada por la oposición conservadora de la gestión gubernamental, que descarga sobre Rodríguez Zapatero culpas que en justicia corresponden a los grandes especuladores globales o a las autoridades de vigilancia financiera de todos los países desarrollados. Después de la nauseabunda manipulación propagandística que el PP ha hecho de la guerra de Iraq («creanme, en Iraq hay armas de destrucción masiva»), los atentados del 11 de marzo (primero «la principal linea de investigación sigue apuntando a ETA» y después «los agujeros negros del 11-M»), el proceso de paz en Euskadi («la rendición del Estado ante los terroristas»), la extensión de derechos civiles («la destrucción de la familia tradicional»), la afirmación de la laicidad de las instituciones («la persecución del cristianismo») y casi cualquier otro tema, principal o secundario, del debate político, sería de una ingenuidad imperdonable esperar que esta derecha nuestra, irremediablemente escorada hacia el extremismo político por José María Aznar y hacia el trapicheo delincuencial por Francisco Correa, El Bigotes y algún otro de entre los ilustres invitados a la fastuosa boda de su primogénita en El Escorial, hiciese una excepción en esta cuestión de la crisis económica y antepusiese, por una vez, el bien colectivo a sus intereses electorales.
Pero, por desgracia para Rodríguez Zapatero, las miserias de esta oposición ultramontana, ruin y mendaz ni ocultan ni excusan sus propias miserias, cuya mera enumeración hiela la sangre y el entendimiento, y cuyo común denominador es una persistente incapacidad para tomar precisamente aquel tipo de decisiones que sus electores esperábamos de él cuando le votamos: decisiones de izquierdas. Las mismas que en materia de derechos civiles, reorganización territorial del Estado o política exterior hicieron de su primer y brillante mandato el mejor tiempo de nuestra historia política desde la II República, pero que, ante el embate de la crisis, no ha sabido extender al plano de la economía, el empleo y los derechos sociales. Así, tras del sonsonete promocional, cada vez más vacuo e increíble, de que «los trabajadores no pagarán el coste de la crisis», no hay sino una lista interminable de concesiones a la banca, a la patronal, a los especuladores… Sólo así pueden entenderse el rescate de entidades bancarias con fondos públicos, la supresión del impuesto sobre los grandes patrimonios, la pasividad ante el fraude fiscal y la economía sumergida… El anuncio de un posible retraso en la edad de jubilación es, de momento, la última, y una de las más escandalosas y vergonzantes, de estas concesiones deshonrosas de quien, habiendo recibido de las urnas el mandato de conquistar una salida progresista a la crisis económica, parece haberse rendido sin matices ante la fuerza ciega y bruta de los mismos poderes de mercado que nos empujaron a ella. Trascendiendo la mera anécdota circunstancial, el humillante consejo de guerra sumarísimo al que el propio Rodríguez Zapatero se dejó someter en el conciliábulo capitalista de Davos, o la no menos humillante gira penitencial de Elena Salgado ante especuladores y propagandistas de la City londinense, demuestran qué poco puede llegar a valer y cuán bajo puede llegar a arrastrarse la soberanía popular e institucional de un Estado de 45 millones de habitantes, novena o décima potencia económica mundial, miembro de la OTAN y la UE, ante los verdaderos amos del negocio y grandes arquitectos y beneficiarios de su crisis.
Casi nada pinta bien en este paisaje de desastre. Impulsado por la rabia, el hastío y la manipulación, el electorado parece escorarse inexorablemente hacia una derecha que hace constante alharacas populistas de compromiso con el bienestar y el empleo, a la vez que oculta cuidadosamente su verdadera agenda económica (que coincide, por si a alguien pudiera quedarle alguna duda, con el programa de máximos de la CEOE de Díaz Ferrán, los mandarines del IBEX-35 y demás poseedores de fondos SICAV y cuentas numeradas en Islas Caimán, Jersey o Bahamas). Buena parte del aparato directivo del Partido Socialista, atado en corto por los poderosos intereses empresariales y mediáticos incrustados en su estructura, parece preferir una derrota electoral a un decidido giro a la izquierda, que le reconciliaría con sus votantes pero le enfrentaría con el gran capital que financia sus campañas (y que, en demasiados casos para un partido que se pretende de izquierdas, garantiza su privilegiado estatus profesional y económico personal antes, durante y después de su carrera política). El propio Rodríguez Zapatero es muy culpable de este escoramiento a la derecha de su partido, tras haber roto con el ala izquierda de su electorado (esa llamada «izquierda volátil», más vinculada al programa que al partido, que confió masivamente en él en marzo de 2004 y ahora, con toda justicia, le abandona en desbandada) y haber desterrado a las tinieblas exteriores a sus mejores colaboradores dentro del ala más decididamente progresista dentro del PSOE (excelentes gestores y socialdemócratas de una pieza como Cristina Narbona, Jesús Caldera, José Borrell o Ramón Jáuregui), en favor de neoliberales de manual (como Miguel Sebastián o Elena Salgado), figurantes sin sustancia (como Bibiana Aído o Carme Chacón) o mohosos jerarcas del felipismo (como Manuel Chaves o José Bono). Ni los grandes sindicatos UGT y CCOO (completamente entregados a su dimensión de grandes empresas de formación profesional y asesoría jurídica), ni Izquierda Unida, Izquierda Anticapitalista y otros partidos a la izquierda del PSOE (irremediablemente perdidos en sus laberintos identitarios y enfrentamientos fratricidas), ni los movimientos sociales fraguados en las luchas ecologistas, estudiantiles o antiglobalización (persistentemente incapaces para evolucionar de la protesta a la propuesta, y de la amable virtualidad de los grupos de Facebook a la ruda realidad de las calles, las fábricas y las instituciones) parecen capaces de tomar cuerpo como alternativa creíble y consistente por la izquierda para dar expresión política a los crecientes malestares sociales de la crisis, que, de momento, a falta de alternativas más racionales y constructivas, se anestesian con migajas de asistencialismo y sobredosis de fútbol, botellón y prensa rosa, pero que, conforme se vayan agravando las circunstancias y agotando los analgésicos, perfectamente podrían despeñarse por la pendiente del cinismo, la xenofobia y el autoritarismo generalizados. La pendiente, en suma, del desfondamiento estructural de la democracia, a imagen y semejanza de lo que ocurre desde hace dos décadas en la Italia de Berlusconi y ya se anticipa entre nosotros en la Valencia de Francisco Camps y el Madrid de Esperanza Aguirre.
Ni armada con todo el optimismo del mundo es capaz la mirada de detectar en el horizonte (ni de puertas afuera, ni mucho menos de puertas adentro del PSOE) signos de una reacción progresista a la altura del desafío histórico de esta crisis económica, social, cultural y política, que la sociedad española atraviesa como una mansa y cabizbaja manada de corderos en disciplinada marcha hacia el matadero. La calle sigue perpleja y muda mientras el desempleo acumula ceros y el gran capital hace caja a costa del desastre en la base de la pirámide social. La escasa y desvertebrada izquierda que mantiene vivos su enojo y sus principios se hunde en la impotencia y la melancolía. Una vez que, en la primavera de 2012, Mariano Rajoy (o, aún peor, Esperanza Aguirre) tome posesión del gobierno de España, la documentada vocación reaccionaria y liberticida de la derecha española nos llevará muy pronto a echar de menos las medias tintas y los errores por defecto de Rodríguez Zapatero. Una sensación que se mezclará con aquella otra, en apariencia contradictoria, pero igualmente cierta y justa, de que fueron el propio Rodríguez Zapatero y el propio PSOE quienes, con su falta de coherencia, de constancia y de coraje, nos arrojaron de bruces a tan profundo, viscoso y maloliente cenagal, después de haber entreabierto primero, y desmentido después, la expectativa de una transformación progresista, moderada en sus formas y sus tiempos, pero profunda e irreversible en su sustancia, de la sociedad española. Si después de esta oportunidad desperdiciada nuestro país sigue, como el sentido de las corrientes históricas más caudalosas parece señalar, el rumbo degradante y autodestructivo de la antaño conocida como República Italiana, hoy Berlusconistán, paraíso en la Tierra de mafiosos, fascistas y velinas, nos sobrarán los años, y nos faltarán las palabras y las lágrimas, para lamentarlo.
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