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Nuestro futuro urbano

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En palabras de Italo Calvino, «las ciudades, como los sueños, están hechas de deseos y pesadillas». Este año, por primera vez en la historia, la mitad de la población mundial vivirá en ciudades (aunque siempre es difícil establecer una clara división estadística entre población urbana y rural), pero en un país industrializado y con un […]

En palabras de Italo Calvino, «las ciudades, como los sueños, están hechas de deseos y pesadillas». Este año, por primera vez en la historia, la mitad de la población mundial vivirá en ciudades (aunque siempre es difícil establecer una clara división estadística entre población urbana y rural), pero en un país industrializado y con un alto nivel de renta, como España, no es difícil comprender la realidad de que un tercio de los más de tres mil millones de personas que habitan en ciudades viven (es un decir) en chabolas, ranchitos, tugurios, favelas o barrios miseria, soportando unas condiciones indignas, sin acceso al agua potable, a letrinas, sin recogida de residuos, con un alto desempleo, con necesidades básicas insatisfechas, padeciendo niveles de violencia dignos de situaciones bélicas como Irak, como en las favelas de Río, además de los problemas de transporte o de morar en las zonas más frágiles, las que sufren más las inundaciones (por estar en lo que aquí llamaríamos dominio público hidráulico), los deslizamientos y todo tipo de catástrofes que, más que naturales, son fruto de la corrupción y la ineptitud.

Ese tercio de la población urbana mundial, como recuerda el informe del Worldwatch Institute, sufre lo peor de los dos mundos, el pobre, con la carencia de electricidad, agua potable y letrinas, sufriendo la contaminación que ocasiona la leña o el carbón, y el industrializado, con sus residuos tóxicos y su contaminación, realizando el trabajo sucio y mal pagado para los privilegiados de la ciudad formal.

¿Qué es sosteniblidad? Es, o debería ser, en primer lugar, justicia ambiental y social, y erradicación de la pobreza urbana, tan olvidada y mal tratada, por especialistas sectoriales (de agua, residuos, transporte, vivienda o empleo), sin una visión global e integradora, y sin la voz de los que la sufren. Algo se hace, porque la tarta aumenta, pero cada vez se reparte peor, que es una de las consecuencias de la globalización: más riqueza, pero cada vez peor repartida y sin el contrapeso de políticas redistributivas enérgicas. ¿Soluciones? Políticas fiscales de redistribución de la renta, nueva fiscalidad ecológica, gasto público encaminado a erradicar la pobreza, presupuestos municipales participativos y transparentes que eviten la corrupción, cooperativas, prioridad a los productos y a los comercios locales frente a los hipermercados y, sobre todo, creación de los puestos de empleo que garanticen no sólo cubrir las necesidades básicas, sino la autoestima necesaria para salir del círculo infernal de la pobreza y la marginación, que alienta los nuevos guetos que proliferan por doquier. El informe enumera multitud de alternativas y difícilmente diríamos algo sensato en tan poco espacio.

Pero además del diagnóstico, siempre importante, es ver lo que funciona y lo que falla, y apuntar las alternativas. La sostenibilidad urbana pasa por ir hacia ciudades que imiten la naturaleza, con un metabolismo circular y no linear, hacia ciudades densas y compactas (la ciudad mediterránea frente a la ciudad dispersa), con mezcla de actividades, que reducen la segregación social y espacial, que dan prioridad al transporte público y no motorizado frente al automóvil privado, que minimizan, separan y reciclan sus residuos, que hacen planeamiento y diseño urbano para minimizar el consumo de energía y materiales, que emplean las energías renovables, que hacen gestión de la demanda del agua y tratan sus aguas residuales, y que profundizan la democracia con nuevas formas de participación como los presupuestos participativos.

Ciudades donde se invierte menos en grandes y costosas infraestructuras de transporte, que no solucionan nada, y más en las necesidades reales de quienes moran en ellas. Las grandes infraestructuras, además, son proyectos que se prestan más a la corrupción, frente a inversiones más necesarias, modestas y transparentes en educación, cultura y sanidad, pero menos fotogénicas para cortar la cinta o poner la primera piedra antes de las elecciones. Vivo en Madrid, y recuerdo cuando hicieron la segunda ronda (la primera es el eje Castellana-Paseo del Prado) para solucionar los atascos de tráfico. Luego en tráfico empeoró aún más e hicieron la M-30, enterrada por Gallardón y pagada por las generaciones futuras (en el sentido más literal), la M-40, la M-45 (financiada con el llamado peaje en la sombra, que cuesta cuatro veces más a los contribuyentes que la fórmula tradicional) y la M-50, y ya preparan la M-60 y la M-70. Todo para empeorar el tráfico y los atascos, pues como recuerda el informe del Worldwatch una autopista lleva a 2.500 personas por hora, una línea de autobuses de 5.000 a 8.000, una de tranvía o de autobuses con carril propio de 10.000 a 20.000, y el metro y el ferrocarril de cercanías transportan a 50.000 personas por hora, 20 veces más que una autopista.

Para buen alcalde, el de Londres, Ken Livingstone, que implantó un impuesto sobre la congestión, que ha logrado reducir el número de automóviles privados que circulan por Londres en un 15% y mejorar el transporte público, y es sólo uno de los múltiples ejemplos de que, si hay voluntad política, se puede hacer política urbana sostenible. En 1970 había en todo el mundo 200 millones de automóviles, pero en 2006 teníamos ya 850 millones y habrá 1.700 millones en 2030, creando nuevos e irresolubles problemas, aún en el caso de que funcionasen con hidrógeno y no emitiesen gases de invernadero. Otras políticas son posibles, y Bogotá y Curitiba en Brasil muestran los buenos resultados de dar prioridad al transporte público urbano por superficie.

*José Santamarta Flórez es director de la edición española de la revista World Watch.