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Nuevo Mundo Antiguo. Notas sobre capitalismo, cultura y democracia

Fuentes: Rebelión

Un doble y paradójico desplazamiento caracteriza nuestro tiempo histórico: por un lado, un constante avance científico-tecnológico y una constante expansión y sofisticación de los mecanismos de creación de riqueza material; por otro, un constante retroceso cultural, moral y político, un implacable empobrecimiento y brutalización de las relaciones sociales y las instituciones. «La Edad Media ha […]

Un doble y paradójico desplazamiento caracteriza nuestro tiempo histórico: por un lado, un constante avance científico-tecnológico y una constante expansión y sofisticación de los mecanismos de creación de riqueza material; por otro, un constante retroceso cultural, moral y político, un implacable empobrecimiento y brutalización de las relaciones sociales y las instituciones. «La Edad Media ha comenzado ya«, escribía en los años 70 el semiólogo italiano Umberto Eco, valorando el impacto socio-cultural de unos medios de comunicación que en aquel momento consumaban su transformación en gigantesca y fabulosa maquinaria de entretenimiento de masas a escala mundial. Treinta años después, sobran indicios para afirmar que, en nuestro vertiginoso descenso, hemos dejado ya atrás la Edad Media para adentrarnos en un nuevo Mundo Antiguo en el que alta tecnología y superstición primitiva han consumado su abrazo perfecto para componer un implacable mecanismo de sojuzgamiento social, cultural y político. Media Modernidad (la modernidad instrumental y productiva, la modernidad de los medios), ha devorado sin compasión a la otra media (la modernidad ética y política, la modernidad de los fines). La sociedad y los individuos contemporáneos innovan y producen fabulosamente, pero han perdido completamente cualquier noción racional de por y para qué lo hacen. Y en el lugar de las razones, proliferan las supersticiones, las paranoias, las mitomanías…

La llamada «guerra contra el terror» (más precisamente deberíamos denominarla «guerra entre terroristas»), que salpica el planeta entero con sangre y con fuego desde hace una década, es un buen ejemplo de ello. De un lado, la red terrorista Al-Qaeda y toda esa siniestra y compleja maraña de movimientos islamo-apocalípticos inspirada por ella, combatientes adoctrinados en una versión primitiva y aberrante del Islam, pero que en la comisión de sus atentados manipulan teléfonos celulares, misiles tierra-aire o aviones de pasajeros, y difunden sus enloquecidas visiones de martirio y paraíso a través de sofisticadas páginas web, listas de correo o montajes audiovisuales… Del otro, la compacta alianza protestante-sionista entre los neoconservadores de Washington y Tel-Aviv, atizados por la ideología de Cruzada racista del «choque de civilizaciones» y el «eje del mal», y que a golpe de misil teledirigido y bombardero invisible imponen el mantenimiento de la fábula del polvoriento Gran Israel de inspiración bíblica a costa del inacabable tormento presente de todos sus vécinos árabes… Osama Bin Laden reclamando el Al-Andalus musulmán de hace quinientos años y consagrando ideológicamente el martirio terrorista, George W. Bush defendiendo el Israel de hace dos mil e institucionalizando la tortura… ¿Cuál de los dos resulta más terroríficamente arcaico e irracional? Resulta difícil decidirse.

Pero ni Bin Laden ni Bush han inventado nada; al contrario, son una culminación, extremada pero natural, de décadas de progresiva irracionalización de las formas culturales y los hábitos sociales. El capitalismo neoliberal, hegemónico desde hace treinta años, está profundamente empapado de este espíritu neo-arcaico. El neoliberalismo ha sido definido, con acertada ironía, como una «economía-vudú», y sólo una inquebrantable fe rayana en la superstición puede justificar la confianza que siguen recibiendo las lucecitas de colores de los mercados de valores, los análisis de la prensa especializada y las declaraciones de ministros y banqueros… El capitalismo moderno es una cábala fantasiosa en la que cada euro de la economía real genera diez veces su valor en los intercambios fantasmáticos de la esfera especulativa, donde se compran y venden incesantemente bienes y servicios que no han existido ni existirán jamás, un gigantesco casino en que valores, monedas y naciones se alzan o se hunden a golpe de negligencias, maniobras mafiosas, pánicos y euforias colectivas… ¿Qué racionalidad puede haber detrás de todo eso? ¿Acaso la de esa correctora «mano invisible del mercado» que, efectivamente, nadie vivo ni muerto vio jamás? El capitalismo contemporáneo es una completa ficción, una interminable sucesión de «signos trazados en el aire«, en expresión del orientalista Agustín López Tobajas. Semejante superchería no puede tener más sostén que una fe malsanamente supersticiosa, que se ha expandido a costa de vampirizar y reducir a escombros todos y cada uno de los proyectos de ética y convivencia racionales herederos de la Ilustración. Al final era verdad que el capitalismo era necesario para la democracia. Necesario para aniquilarla, queremos decir.

Este nuevo Mundo Antiguo en que vivimos, que en tiempo de conflicto convoca a las grandes masas humanas en forma de belicoso adoctrinamiento, en tiempo de paz (al menos, de paz aparente) se expresa en forma de melífluo entretenimiento en tonos pastel. El torso desnudo de Cristiano Ronaldo, la gramática cochambrosa de Belén Esteban, el lujo insultante de la Duquesa de Alba y sus herederos, cada nueva hornada de concursantes de Gran Hermano u Operación Triunfo, entre otros muchos iconos recurrentes, inundan la esfera comunicativa, asaltan la mente social a través de todos los medios disponibles (satélites, televisores, terminales de móvil, videoconsolas, revistas…) y se imponen como tema de conversación, modelo ético y estético, pauta de conducta… Una idolatría obsesiva e infantil hacia los ricos y famosos que garantiza la pacífica continuidad de todas las flagrantes injusticias y desigualdades económicas, culturales y políticas existentes, y que en casos tan avanzados de descomposición social como el de Italia, se ha convertido en sí misma en una fuerza y forma de gobierno. Si Bin Laden y Bush son, de un modo trágico, figuras características del neo-arcaísmo en sus formas más encarnizadas, también lo es, a su manera bufonesca, el videócrata Silvio Berlusconi: un anciano y tramposo reyezuelo etrusco agasajado por cortesanas y embalsamado en vida, un forajido sin cultura ni escrúpulos encumbrado al poder gracias a su capacidad de amasar dinero y encandilar a los televidentes con sus disparates y bravuconadas: he ahí el destino de la nación con la clase obrera más concienzada y organizada del Occidente de posguerra. Todo un trayecto. En la paz aparente de la Europa blanca, rica y democrática, a la vez terriblemente satisfecha de si misma y terriblemente atemorizada por todo lo demás, tecno-económicamente hípermoderna pero cultural y psíquicamente retrotraída a su infancia pre-medieval, el sátiro de Villa Certosa es el hombre del momento. El hechicero que mejor ha sabido interpretar y satisfacer el espíritu de los tiempos de esta paradójica era neo-arcaica nuestra, de este extraño nuevo Mundo Antiguo en que habitamos.

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