Euskal Herria está modificando radicalmente los parámetros de su relación con España. La mayor parte de las veces, la sucesiva o simultánea combinación de palo y zanahoria por parte española se ha encontrado con la correlativa división interna entre idealistas y pragmáticos, entre los que optaron por la defensa del último castillo pirenaico, las partidas […]
Euskal Herria está modificando radicalmente los parámetros de su relación con España. La mayor parte de las veces, la sucesiva o simultánea combinación de palo y zanahoria por parte española se ha encontrado con la correlativa división interna entre idealistas y pragmáticos, entre los que optaron por la defensa del último castillo pirenaico, las partidas rurales, la guerrilla o los comandos armados, según la época, y los foralistas o autonomistas que defendieron la gestión minorista de lo existente. Ha sido, en parte, una combinación inteligente. Si los catalanes han jugado históricamente con el seny, -la cordura-, y la rauxa o el arrebato, aquí, en terminología más reciente y pedestre, se han conjugado músculo y michelín. Éste amortigua el golpe, aquél, resiste y responde.
Ese paradigma ha sido funcional en la medida en que la debilidad subordinada de las naciones peninsulares sin estado se enfrentaba a la incapacidad autoritaria de un Estado sin nación. No en vano, esa doble impotencia relativa se ha producido en un contexto generalmente no-democrático, en el que los mínimos en el respeto de la pluralidad no estaban garantizados en España. La bifurcación estratégica de los defensores de la diferencialidad vasca era de un virtuosismo perverso: por un lado, beneficiaba a un Estado interesado en la división de las fuerzas periféricas, pero, por otro, permitía la supervivencia de esa misma periferia en el peor de los escenarios políticos. En la medida en que se ha ido asentando el sistema del 78, ese reparto de tareas tácito se ha ido revelando ineficaz. Y es que el modelo de acción política anterior siempre se planteaba en función de la relación con España, nunca desde un punto de vista autocentrado. En este tiempo de mudanza multilateral la pregunta es obligada: ¿Sigue siendo válido aquel paradigma o hay que reordenarlo?
Al parecer, del lado pragmático, un nacionalismo jeltzale desconcertado ha retomado el viejo análisis y acaba de lanzar la enésima propuesta de integración amable en España, una miscelánea de sus inveteradas peticiones, desde el discurso de Larrazabal al plan Ibarretxe. Supone el PNV que la España que vuelve es la de la FAES y de las JONS, y en vez del celofán de la plurinacionalidad confederal de brillos izquierdistas, echa mano del viejo papel de estraza de la reintegración foral y los derechos históricos, confiando en que alguien rescate de entre la naftalina del Consejo de Estado a Herrero de Miñón, uno de esos escasos españolistas inteligentes. Vana ilusión.
El esquema reivindicativo basado en el sempiterno eufemismo semántico -ahora toca «el derecho a decidir»-, y la posterior e inane plasmación normativa está ya periclitado. La tipología del fino jurista vasco, florón en la corte española, desde Idiaquez a Erkoreka, ha sido arrumbada por la historia. El cutre pero revelador espectáculo que el sistema político español ofreció con el Estatuto catalán -un par de jueces de talante pre-constitucional deciden por encima de dos mayorías absolutas transversales y un referéndum popular- debería ser suficiente escarmiento para los que, como Urkullu, insisten en «elevar» los acuerdos vascos al altar del reconocimiento constitucional español. Término éste, «elevar», muy característico del pensamiento jeltzale en su versión subordinada.
La necesidad de cambiar el paradigma no es un mero desiderátum. Está basada en la aparición de nuevas oportunidades y el agravamiento de antiguas amenazas. En cuanto al agravamiento de la amenaza no yerran los analistas jeltzales. Un nuevo giro de tuerca en la involución española es inminente, y no se limitará a la restricción en «el café para todos», algo que, por otra parte, los neoforalistas no verían con malos ojos. La evolución a medio plazo pinta peor. Evidentemente no confundimos España con Angelita Murillo o las tertulias de Intereconomía. Son meros ejemplos del exceso populista que, como nos recuerda Zizek, debe alimentarse para que el descrédito surgido por el desvelamiento de lo real de la política española -el acuerdo fundacional del estado posfranquista que perpetua a las antiguas oligarquías y que, como entonces, hace que «la crisis la paguen los trabajadores»- no desmovilice absolutamente o movilice (a la contra) en exceso a la ciudadanía.
El problema es que los estados que dejan de ser soberanos en lo principal -la economía- exacerbarán otras dimensiones de la soberanía, las político-simbólicas -lengua, religión, nación-, para mantener a su ciudadanía en el suficiente pero no excesivo nivel de compromiso político que garantice la gobernabilidad sin aumentar el gasto en policía. Así, los enemigos nunca son ni serán los mercados, sino los inmigrantes y el «nacionalismo exacerbado» de vascos y catalanes. Una recentralización con la excusa económica del déficit y con el objetivo real de reforzar el potencial legitimador de la unidad nacional no por sí misma considerada, sino porque es la mejor garantía para el mantenimiento de las relaciones de poder establecidas. Sin embargo, en relación a las oportunidades, parece evidente que la potencia democrática de la demanda nacional vasca hoy puede ser desarrollada ya de forma inatacable.
Sin la excusa antiterrorista, cualquier intervención violenta en procesos de independencia formal fracturaría las bases ideológicas que sustentan el proyecto europeo. En el mismo sentido, en un contexto internacional mucho más favorable, con la normalización de los arreglos fronterizos entre actores supuestamente civilizados, no cabe cerrar el paso a la densificación social, política y normativa de naciones con una proyección territorial indiscutible.
La posibilidad de una progresiva independencia material, la virtualidad subversiva de la praxis democrática radical no está asumida todavía en su profundidad. Y no estamos hablando simplemente de votos en las actuales instituciones. Rancière define la democracia como un modo de subjetivación mediante el cual se constituyen los sujetos políticos, un modo que abre el monopolio que de la vida pública tienen los gobiernos oligárquicos y quiebra la dominación que la riqueza impone a las vidas individuales. Esa es la reivindicación de la política, es decir, de la democracia, que puede encontrar un terreno abonado entre nosotros.
Por aquella amenaza palpable y estas oportunidades, el cambio de paradigma debería basarse en un fundamento a priori, el que defiende Pako Aristi en un artículo reciente: un proceso político vasco autocentrado, que mira hacia la construcción autorreferencial de un país, no hacia el reconocimiento externo. No en primera instancia, al menos.
Esa autoreferencialidad se puede manifestar en la vertiente interna y en la externa. Hacia dentro, manteniendo una relativa competencia entre modelos de sociedad, las dos grandes tradiciones de nacionalismo vasco deberían aprovechar la debilidad estratégica de los proyectos españolistas en Euskal Herria. La clásica «mesa de cuatro patas» es un recuerdo constante de la subordinación. El escenario al que probablemente nos iremos acercando al compás del avance en el proceso de construcción democrática de la nación vasca será el de un «bipartidismo en un solo país» nucleado en torno a una opción vasca de izquierdas y otra de derechas que engordarán en los caladeros que actualmente son propios del PP y del PSE. Quedaría una referencia partidista españolista residual de tipo integrista y/o jacobino. Obviamente, en Nafarroa y, sobre todo, en Iparralde los tiempos de maduración son muy otros.
En el ámbito externo, sin necesidad de listas electorales comunes, que no hacen sino desvelar cálculos, miserias y miedos recíprocos, ambas tradiciones abertzales deberían sustentar un planteamiento común que defina un nuevo estatus político en el que no haya límites para el ejercicio efectivo de la voluntad democrática vasca. Un nuevo acuerdo interno que no se elabora con la mirada puesta en el exterior, en la vana intención de encontrar perchas constitucionales inexistentes. Por eso, aunque siempre es mejor que autodenominarse «nacionalista», no nos hacen falta partidos que se llamen «nacionales» o «identitarios», aunque sean socialistas. Los que efectivamente lo son nunca tienen necesidad de definirse de ese modo. Basta con ser normales: de izquierdas o de derechas. Ni mejores, ni peores, simplemente normales. Eso sí, no siempre ni necesariamente dentro del orden, aunque sea el de kutxa-bank.
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20110923/292469/es/Nuevo-orden-desconcierto