Cuando hace seis o siete años la Organización Mundial del Comercio se reunió en Seattle para una de esas cumbres a las que asiste la flor y nata de la especulación y el agiotismo mundial, aprovechando las circunstancias se dieron también cita, en la misma ciudad y día, decenas de miles de manifestantes, jóvenes en […]
Cuando hace seis o siete años la Organización Mundial del Comercio se reunió en Seattle para una de esas cumbres a las que asiste la flor y nata de la especulación y el agiotismo mundial, aprovechando las circunstancias se dieron también cita, en la misma ciudad y día, decenas de miles de manifestantes, jóvenes en su mayoría, decididos a dejarse oír en la cumbre o, si acaso la Policía tenía inconvenientes, en sus inmediaciones.
Francamente, no recuerdo si la cumbre terminó en la fecha prevista y si alguno de sus oficiales incumbentes, antes o después de los aplausos, confirmó la validez de aquel principio elemental del comercio, que ni siquiera exige un doctorado en la materia, de que siempre recogemos lo que sembramos, aunque ocasión tuvieron de comprobar la diferencia entre clonar una oveja y clonar una sociedad. Y es que, desde la víspera de que se inaugurase la feria, ya la policía estadounidense no bastaba para contener tanta cosechada ira dispersa por toda la ciudad.
Todos los fantasmas de los mercachifles congregados, incluso los que ya habían dado por muertos, estaban allá, delante de ellos, tras las lujosas cristaleras del lobby del V-Estrellas, al otro lado de la piscina del hotel, en las calles, durante el trayecto al salón de conferencias, más reales, más vivos que nunca, reclamando derechos, agitando memorias, reivindicando la vida.
Los desórdenes callejeros que acompañaron la Cumbre del Desorden se saldaron con decenas de detenidos, ninguno entre los invitados oficiales a la cumbre, y la Policía de Seattle, días después, mientras depuraba a los detenidos, hizo pública una especie de ficha policial sobre los pretendidos alborotadores que no tenía desperdicio: «jóvenes anarquistas que visten de negro, usan pasamontañas del mismo color y proceden de familias blancas de clase media aunque se llevan mal con sus padres».
Al margen de ese «aunque» final, que es textual, y que pareciera sorprenderse de que haya problemas entre padres e hijos de familias blancas de clase media, la ficha policial trajo a mi memoria un plan contrainsurgencia de la policía española, conocido como Plan ZEN (Zona Especial Norte) que, filtrado a la prensa, reveló en uno de sus puntos que eran susceptibles de colaboración o pertenencia a ETA, todos los jóvenes que «llevaran pelo largo, usaran camisas de cuadros, jens y zapatillas deportivas». Aproximadamente, el 90 por ciento de la juventud vasca de entonces respondía a esas señas y el 10 por ciento restante, desde que se enteró de la premisa, aunque sólo fuera por joder, se incorporó a la mayoría.
Pero porque los tiempos cambian y las nuevas tecnologías aplicadas a la investigación policial lo permiten, además de las referencias al vestuario, tan útiles para detectar insurgentes como el formulario verde de inmigración estadounidense en los que se te pregunta, por ejemplo, si te dispones a matar a su presidente, desde los sucesos de Seattle ya es posible, aunque no se sepa en base a qué procedimientos, descubrir lo mal que se llevan con sus padres los intolerantes.
Curiosamente, en el País Vasco, esa ruptura familiar que propicie la anarquía y el caos no sólo no existe sino que, además, se da al revés, hasta el punto de que la prensa española ha acuñado el término «cachorros» para referirse a los tantos jóvenes nacionalistas vascos, hijos de viejos nacionalistas vascos.
Hace unos días, durante el juicio 18/98 que esa entelequia llamada Audiencia Nacional sigue contra un grupo de ciudadanos vascos por los graves delitos de pensar y decir, la presidenta del bochornoso tribunal, Angela Murillo, reprochó a Jone Goirizelaia, abogada de Iñigo Elkoro, uno de los acusados, el empeño en que su defendido estuviera presente en la sala (acaba de ser operado de una grave dolencia intestinal) cuando en su anterior declaración, insistía la jueza, no quiso la abogada formularle siquiera una pregunta.
Entonces, la abogada Goirizelaia, paciente y generosa, dio a explicar a la magistrada que Iñigo Elkoro es una persona y que José Luis Elkoro es otra persona, como podría deducir por la diferencia de los nombres cualquier párvulo analfabeto; que uno es el hijo y el otro es el padre y que, posiblemente, me estoy temiendo yo, si esa y otros jueces no se ajustan mejor la venda sobre los ojos y equilibran el fiel de la balanza, pronto van a tener delante al nieto… y la confusión entonces va a ser peor.
De cualquier modo, y ante el caso de Seattle en que se destaca la ruptura familiar para explicar el proceder de los hijos, y el caso del País Vasco en el que se resalta lo contarrio para entender lo mismo, a uno le queda la duda de qué es lo que habrá que hacer. Y es que, tan peligroso puede ser llevarse de los padres, de sus sabios consejos, como desconocer sus opiniones y hacer lo que nos venga en gana.
Y lo peor es que, posiblemente, antes de que usted termine de leer esta opinión, ya haya aparecido algún sociólogo idiota por televisión dispuesto a explicarnos la diferencia.