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Entrevista a Enrique Falcón

Ocho preguntas sobre el anarquismo (V)

Fuentes: Archipiélago resistencia

1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales -tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios? Si quieres […]

1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales -tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Si quieres que te diga la verdad, yo no percibo un especial «regreso del anarquismo», ni siquiera queriéndolo observar a través de la experiencia colectiva con que entendemos el 15-M. Me imagino que desde esta apreciación habría que hablar entonces de la crisis del keynesianismo en occidente, de la caída del régimen soviético, de la rendición de los estados nacionales a las familias más ricas y a los mercados, o de la incompatibilidad acuciante que existe entre expansión capitalista y naturaleza.

Es cierto que el «No nos representan» del 15-M podría hacernos pensar en esa supuesta vuelta del anarquismo. Sin embargo, hay dos hechos que podrían llevarnos a repensar esto con otros matices. El primero es que ese mismo movimiento también se alimenta de elementos propiamente socialdemócratas que no estarían del todo dentro de sus supuestas filiaciones libertarias. En segundo lugar, sería quizá deshonesto pensar en un «regreso del anarquismo» cuando las prácticas sociales del movimiento libertario vienen de bien largo, desde hace décadas, expresándose históricamente en diferentes circunstancias concretas.

Existe además un tercer hecho sobre el que creo no podemos pasar de puntillas una vez entrados en este nuevo ciclo histórico. El aparente desmantelamiento actual del estado en manos de la voracidad de los mercados pareciera correr paralelo a un regreso del anarquismo, cuando estoy más que convencido que no es más que un espejismo cuidadosamente tramado: el estado, en fin, sigue siendo hoy una de las mejores instituciones con las que poder canalizar los intereses de clase de los más poderosos. El parlamentarismo con el que se pretende legitimar ese estado «recortado» no hace más que actualizar la necesidad de prácticas sociales reivindicadas desde hace tiempo por el mundo libertario. Y ese mundo no podrá recibir apoyos sociales más amplios mientras se siga creyendo que, ante las llamadas «fuerzas del mercado», es imprescindible apuntalar la arquitectura de lo estatal.

Es decir, en el actual estado de cosas la pregunta que cabría hacerse es: ¿hasta cuándo seguiremos creyendo que la «la fuerza de nuestros votos» cambiará de veras la actual alianza entre estado y mercado? ¿Cuántas catástrofes seremos capaces de acumular para desvelar por fin el rostro actual que se enmascara en ese espejismo de pactos?

2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Tenemos un pánico tremendo a ser auténticamente libres y, al mismo tiempo, somos más que conscientes de que ese miedo existe, tanto en nosotros como en nuestra propia biografía de educación y formación. Lo realmente complicado es desear empoderarnos de nuestra historia, y hacerlo en común. Precisamente la experiencia acumulada del anarquismo nos muestra cómo se ha podido vencer esa lógica de encierro y de dejación de nuestra propia libertad: un hombre o una mujer diciendo «No» es un hombre y una mujer «posibles», claro que sí. Si no nos creemos eso, deberíamos entregarnos ya a la resignación que se nos predica, a la destrucción mutua, o al fascismo.

Las prácticas compartidas de liberación (bien reales en nuestra historia y lejos del misticismo de la conversión individual) alimentan esa posibilidad común de resistencias y desobediencia, allí donde se ejercen, y son precisamente esas prácticas sociales (el anarquismo, creo, es más una práctica social viva que una teoría meticulosamente preestablecida) las que nos pueden demostrar que no es un absurdo «educarnos» desde otras lógicas posibles. Sé que aquí deberíamos sacar algo de artillería de los manuales de antropología, pero reconozco que yo me manejo muy mal con la teoría; con la palabra poética en la mano (quizá me desenvuelva algo mejor ahí) quise expresar esto mismo, no hace mucho tiempo, con este poema, por si sirve de algo:

CANCIÓN DEL LEVANTADO

No adoptes nunca el nombre que te dé la policía No acerques tu caricia a la piel del invasor No comas de su trigo, no bebas más su leche No dejes que tu alberca la vuelvan lodazal

No esperes casi nada de su magistratura No reces en su lengua, no bailes con sus ropas No pierdas nunca el agua que duerme a los guardianes Ni alojes en su boca la sal de tu sabor

No guardes en el sótano más bombas incendiarias No firmes con tu letra los presagios del poder No tiendas más cadáveres en la comisaría No esperes nunca nada de la voz del ataúd

No entregues tu camisa a ninguno de sus bancos Ni viertas en tu vientre el pozal de una bandera No lleves a tu amigo a los pies del impostor

No dejes que su lengua fructifique tras tu casa

No dejes a tus hijos,

no permitas a tus hijos correr por su jardín.

Valdría entonces el poemita de marras. O, mejor aún, aquello que solía repetir nuestro Fermín Salvochea: » Los pobres son los más y tienen la razón y la fuerza de su parte. ¿Qué necesitan para vencer? Solamente quererla » .

3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?

Las fronteras entre esos dos mundos -el «marxista» y el «libertario»- son más nítidas y cerradas en la teoría que lo que en realidad ocurre en las calles, donde el transvase de intuiciones y prácticas es más fluido de lo que cabría imaginar. Dicho esto, y reconocida la transfusión recíproca entre esos dos discursos (¿realmente son solamente dos?), la pregunta a lo mejor no sería tanto cuáles podrían ser las mejores aportaciones del marxismo al anarquismo (o a la inversa), sino qué aportan ambos, y cada uno, en el frente de las resistencias comunes al sistema de poder actual, cómo cuestionarlo de manera más eficaz y visible.

En todo caso, se me ocurre que de un marxista un buen anarquista podría aprender algunas cosas acerca de la gestión de la fuerza; y que, de un modo inverso, de un anarquista un buen marxista podría aprender también alguna cosa acerca de la gestión de las decisiones verdaderamente colectivas.

4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles -sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?

Sería muy ingenuo dar una respuesta sencilla a esa pregunta cuando ni siquiera está del todo claro que aún estemos manejándonos en las coordenadas de los estados-nación. Lo cierto es que asistimos a un despliegue asombroso del capitalismo en el que este necesita tanto del «político clientelista» (que se siente cómodo en los entresijos de las administraciones nacionales) como del «tecnócrata» (especialmente hábil cuando se maneja en las redes más globalizadas de los mercados financieros).

En cualquiera de los dos casos, ambos se han estado apoyando sobre un acto general de dejación por parte de las poblaciones gobernadas, y ese acto les confiere a ambos un enorme poder de continuidad y legitimidad. No es otra cosa que una especie de pacto delegacionista por el que transvasamos sobre el político nuestras propias capacidades de decisión (acerca de qué prioridades políticas hay que tomar en cada momento) y, en caso de fracasar aquel, nuestra propia capacidad de movilizar ideas (acerca de cómo se vuelven efectivas sus formas concretas de organización social).

Lo que todavía me parece aún más preocupante es si deberemos esperar la emergencia (hablo de Europa) de una tercera «figura delegada», la del político caudillista, a la que el capital no dudará en recurrir en caso de que incluso el tecnócrata también resulte insuficiente. ¿También entonces la gente delegará en él su propia capacidad de fuerza, en un nada improbable escenario de sociedades administradas según corte fascista?

Creo que es precisamente sobre esa continua acta de delegaciones sobre la que deberíamos actuar, dinamitando nuestro miedo a la libertad y deslegitimando toda práctica con que la gente renuncia a su empoderamiento en tanto ciudadanos. Es decir, dejar de delegar en los extraños (el político clientelista de siempre, el tecnócrata de ahora, el caudillo de pasado mañana) nuestra decisión, nuestra creatividad y hasta nuestra propia fuerza. De otra manera seguiremos asistiendo a cómo el capital moviliza sus propios intereses (que no son, ni de lejos, los de la ciudadanía) a partir de esa triple dejación.

En fin: a ese «No nos representan» debería seguir la recuperación de espacios comunes -lo más autogobernados posibles- de decisión colectiva, los presupuestos participativos, la banca ciudadana, los tribunales populares para los conflictos del ámbito común, el control sobre el armamento nacional, la territorialización sostenible de nuestros recursos, la socialización de todo medio de producción, la mesura sobre la productividad y el consumo, la emergencia de las asambleas locales, y todas cuantas prácticas de empoderamiento horizontal sea capaz la gente de movilizar libremente. Pese a ello, mucho me temo que tras el «No nos representan» nos podamos llegar a contentar con la conquista de alguna que otra reforma electoral, con Sarkozy celebrando ahora una Tasa Tobin, o con una ciberdemocracia tipo Facebook (esas «plataformas simpáticas para seducir a millones de usuarios a los que colocar publicidad personalizada», ha escrito Isaac Rosa en su última novela), … y que ahí se quede todo.

5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?

Seguramente que muchas, como también ocurrió desde otros lados de ese frente de lucha común. Rastrear esas fracturas -sobre todo las que se produjeron en esos momentos de nuestra historia en que la rebelión fue realmente decisiva- es un campo minado del que deberíamos aprender muchísimo. Pero no es fácil decir esto y quedarse tan pancho cuando se recuerda a los rebeldes de Kronstadt o a los anarquistas españoles durante la guerra civil.

6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

No creo que sean articulables de modo alguno «representación parlamentaria» y «democracia directa», sinceramente. Es lo que no acabamos de asumir. El pasado año 2011 se saldó con un hecho devastador (entre los muchos que cabe contabilizar en la memoria del capitalismo): la inconveniencia de que el pueblo griego hablara a través de una cosa tan sencilla como es un referendo. Lo que no interesaba a los mercados se ratificó mediante un acto de decisión por parte de los representantes estatales del pueblo griego. ¿Habría sido una alternativa una lucha en las instituciones del estado para intentar abrir allí una salida «a la islandesa»? Probablemente, pero sabemos en qué suele acabar todo eso.

Para que un partido pueda realmente utilizar con fuerza y eficacia las instituciones del estado, con el deseo de pararles los pies a las fuerzas del mercado, es preciso dotar a ese partido de unas dimensiones tales y de unas dinámicas organizativas tales que acabarán inhabilitándolo como vehículo de democracia directa, aunque fuera precisamente esa su vocación inicial. Nuestra historia está jalonada de dinámicas como esta (ahora estoy recordando el registro que sobre algo parecido hizo Belén Gopegui en su última novela). Basta asomarse a los entresijos de poder que maneja cualquier partido medianamente capacitado para obtener una destacada fuerza en los parlamentos, para comprobar -no sin cierta dosis de desolación- sus traiciones de clase y sus alianzas con los sectores estratégicos de poder en las sociedades que pretenden administrar. Creo sinceramente que las estructuras de partido actúan de manera impermeable ante cualquier posibilidad medianamente seria de democracia directa; las estructuras de partido ni son asambleas ni generan asamblea a su alrededor.

7) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

No, los anarquistas no negativizan el poder. De modo alguno. Ni siquiera creo que sea admisible que los neoliberales hayan renunciado al ejercicio de poder, vaya que no. Lo que ocurre es que estos desean ejercerlo (y repito: vaya que lo ejercen) minimizando las dimensiones del estado y arrodillándolo ante las fuerzas del mercado, cuyos intereses -sería bueno que no lo olvidáramos- no suelen ser nunca los de la mayoría de la gente.

Los anarquistas desean minimizar el dominio del estado a través de procesos participativos de empoderamiento popular: la gente ejerciendo su capacidad de decisión (y no seamos ingenuos: esto es poder) en todo lo que afecta a las cosas comunes, sin mediación de representantes ni de agentes externos del orden. Las prácticas sociales libertarias no desisten, pues, de poder decidir juntos acerca de la vida en común. La asamblea, de hecho, no se constituye nunca como una fuente de antipoder (aunque este término sea desde luego útil a la hora de juzgar las posiciones en conflicto): es, de facto, una fuente de poder.

La segunda parte de tu pregunta introduce en todo esto una cuestión ya clásica dentro del pensamiento anarquista, el «problema de las escalas»: ¿cómo escalar el poder de las dinámicas asamblearias a dimensiones globales sobre territorios cada vez más complejos? Es esta, de hecho, la misma cuestión que estarían planteándose hoy los ideólogos que confían en la fuerza de los estados, acerca de los posibles modos de construcción de un estado global capaz de hacer frente a la internacionalización de los mercados financieros y de la ya intensísima comunicabilidad de los espacios tradicionalmente regionales. Desde luego, no es nada fácil manejarse en esas escalas -al menos a mí me resulta más que dificultoso- y es aquí donde se suele acusar al anarquismo de acabar siendo no más que una buena idea «para pasado mañana».

En cualquier caso, a pesar de la tradicional dificultad que el anarquismo muestra para las arquitecturas sociales a gran escala, hay que reconocer -quizá hasta con urgencia- que los primeros frentes de lucha y contestación han de partir de lo local, en el ámbito de territorios de alcance seguramente más pequeño. Si las personas somos incapaces de romper jerarquías y delegaciones en nuestra vida social más cotidiana, ¿cómo plantearnos hacerlo sobre escalas todavía más gigantescas?

8) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

Si te soy sincero, cuando pienso en el futuro de Europa, soy cada vez más pesimista: puede que a la postre el fin del capitalismo arrase, efectivamente, con todo. No deberíamos menospreciar la posibilidad de estar llegando a ese punto de no-retorno absoluto.

La dinámica autodevoradora del capital es a todas luces imparable y ella misma parece precipitarse al colapso, independientemente de si se reactivan o no fuerzas antagonistas de resistencia. La gran pregunta de nuestro tiempo es si ese colapso dejará -justamente antes o justamente después- algún espacio verdaderamente respirable en términos humanos, o si habremos de asistir en Europa a la emergencia de comunidades humanas refeudalizadas de corte fascista. La figura del caudillo no es, a mi modo de ver, una reliquia del pasado.

Es en ese momento donde será deseable comprobar el grado de sentido común acumulado en la memoria histórica de la gente: la experiencia acumulada de prácticas sociales saludables, contenidas, esperanzadoras y autogestionadas podrá ser más que útil para hacer creíble, entonces, la supervivencia de los pueblos. Y el anarquismo -junto con otras fuerzas emancipatorias de resistencia y liberación- tendrá entonces mucho que decir.

Fuente: http://archipielagoenresistencia.blogspot.com/2012/01/ocho-preguntas-sobre-el-anarquismo-una.html