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Octubre 1917 no fue una revolución (solo) bolchevique

Fuentes: La Tizza

Equipo Post_Soviet_Cuba del Capitulo Cubano del Grupo de Trabajo Anti-Capitalismos y Sociabilidades Emergentes afiliado al Consejo Latino-Americano de Ciencias Sociales (AC&SE CLACSO), & University College London (UCL Anthropology)

Fernando Martínez Heredia, Desiderio Navarro, Dolores O’Riodan y Ursula Le Guin in memoriam


Introducción. 1917: ¿revolución de quién, por quién, para quién?

De nuevo, vivimos en tiempos duros para quienes concebimos como posible e imprescindible un planeta Tierra no-capitalista. Para colmo, es quizás más visible ahora que nunca la tendencia y plena capacidad de la mega-máquina de dominación múltiple extractivista-militarista-estatista-capitalista-consumista-patriarcal, a movilizar un masivo deslizamiento hacia el abismo. Estamos frente a una configuración del sistema-mundo no favorable para la contestación cuando, por desgracia, la inmensa mayoría de quienes analizan este tipo de fenómenos no esperaban el advenimiento de tales contextos. Pero el escenario no es robusto. Frente a una realidad así, compleja y controvertida en sí misma, se plantean alianzas políticas, antes impensables, y ello me hace pensar que cada vez adquieren más filo, de nuevo, algunas polémicas, hoy visibles a plenitud bajo la luz del crepúsculo, pues hay en ellas suficiente calor acumulado: más que cenizas, son brasas, como las que de manea cuidadosa se guardaban -incandescentes- siglos atrás para hacer fuego cuando surgiera la urgencia de la luz. En esos diálogos fragmentados depositada está en la actualidad la luz del ideal que también nosotros osamos defender.

La Revolución de octubre [1] de 1917 en Rusia ha sido repetida y -en mi criterio- como un error «bolchevique». ¿Cuál fue el lugar del partido bolchevique en el movimiento revolucionario de las clases obreras y campesinas de Rusia, el cual en aquel momento clave comenzó a producir un nuevo y singular sistema socio-político? La respuesta a la pregunta parece evidente. «Todo el mundo sabe»; [2] los [3] bolcheviques protagonizaron la revolución, o al menos fueron el partido que la organizó y lideró.

Sin embargo, la realidad histórica es más compleja que las narrativas ideológicas acostumbradas. Resulta que tal complejidad del fenómeno 1917 en Rusia es susceptible de ser testimoniada en términos más adecuados a la diversidad de los hechos, si partimos de que las narrativas históricas son de modo usual contadas desde los proyectos políticos más exitosos. Y aun las propias narrativas de los vencedores de turno suelen variar con el tiempo, hasta llegar a seleccionar lo que antes era obvio. Tal gesto epistemológico no siempre es logrado por el exterminio físico de portadores de culturas políticas y de pensamiento, y de narradores de la alternatividad, como sucedió en la Unión Soviética bajo Stalin; en la propia Cuba, por ejemplo, en medios revolucionarios de finales de los cincuenta se pasó de la valoración de los sucesos húngaros de 1956 como insurrección popular antimperialista a la de conspiración contrarrevolucionaria y antisoviética -mutación discursiva debida al cambio en la afiliación geoestratégica de Cuba-. Por ello, sería adecuado asumir que una revolución como la de 1917 fue un acontecimiento donde se ancla el foco de múltiples genealogías posibles, concomitantes, cuyas legitimidades respectivas fueron afectadas por los procesos posteriores, en que algunas de ellas fueron borradas de los registros, y otras modificadas -re-contadas, re-escritas- en lo que a su sentido contextual se refiere.

La Revolución soviética (octubre/noviembre de 1917) articuló un grupo no uniforme de fuerzas políticas, aun cuando la iniciativa de la acción en las zonas centrales de Rusia perteneció al Partido Bolchevique [4], pero hoy resulta claro una cuestión: sin un complejo sistema de alianzas, y, sobre todo, sin invocar ideas y métodos elaboradas en ámbitos políticos no-marxistas, el proceso -de ser monopolizado por el POSDR(b)- habría sido abortivo desde sus inicios. Por tanto, la revolución de octubre-noviembre del 1917 en Rusia no fue solo «bolchevique».

Bastara ahora con decir que los bolcheviques eran solo una de las fuerzas políticas partidistas que tomaron el poder en nombre de las clases trabajadoras a finales de 1917; al ser el campesinado la clase entonces mayoritaria del antiguo Imperio de Rusia, correspondía al partido campesino de los llamados socialistas-revolucionarios -S-R: partido cuya genealogía revolucionaria será expuesta más adelante- el peso determinante en las decisiones del primer gobierno de los soviets, hasta que, a raíz de la firma de la paz con Alemania y Austria-Hungría, surgiera la escisión en el bloque revolucionario soviético.

El propio Partido Bolchevique articuló -en un período muy breve de tiempo (meses) y a partir de elaboraciones por Lenin y Trotski de un conjunto de presupuestos ideológicos y experiencias prácticas de las «masas»- un proyecto combinatorio de largo alcance -el cual incluía, por ejemplo, los soviets, la socialización de la tierra, el control obrero, y la consigna de la revolución mundial y la construcción del comunismo en un futuro cercano, por mencionar solo ejemplos claves de muy diversa procedencia-, dotado de complejidad; proyecto sobreseído por el «agenciamiento» derivado de la guerra civil, la cual se desató en solo algunos meses, y arrasó con estepas y ciudades del antiguo imperio. Y es que las guerras, en tanto confrontaciones antagónicas entre dos bandos o fuerzas polarizadas, imponen una lógica política de fidelidad binaria a lo Carl Scmitt: amigo contra enemigo. En los términos del sociólogo sistemático Niklas Luhmann, es una reducción de la complejidad: todo el conjunto enrevesado y complejísimo de manifestaciones de lo político en la praxis y el pensamiento, se reduce a un lugar en un sistema de lealtades donde solo hay dos posibilidades a escoger. De ese sobreseimiento del debate politizado en torno al proyecto, emerge el poder de la Nomenklatura [5] burocrática de la Unión Soviética: el aparato jerarquizado de los cuadros partidistas -completado mediante la cooptación -es decir, un mecanismo «de caucus», en lo esencial vertical, antidemocrático y nada participativo, a no ser para la aprobación masiva de políticas ya elaboradas- y regido por el sistema de «ordeno-y-mando» -o sea, las decisiones eran tomadas por «decisores», y mediante orientaciones de niveles superiores a los inferiores «bajadas» a la ciudadanía, por lo que no eran el resultado de la deliberación pública dentro de aquella- cuyo representante más consistente en la historia soviética fue I.V. Stalin. Ya en 1921, casi finalizada la guerra civil en la parte europea de lo que sería la Unión Soviética, es tomada por los bolcheviques la inusitada decisión de prohibir las fracciones organizadas dentro del partido -esas estructuras para el debate de políticas partidistas y estatales en el marco del «centralismo democrático» existieron durante todo el proceso de la revolución y la contienda bélica: ¿por qué, sin embargo, eran abolidas ahora, que el país pasaba a una etapa de paz social y mayor apertura al mercado, con la Nueva Política Económica propuesta por Lenin?-.

ABC del comunismo: sus genealogías en el siglo xx son más complejas de lo que parecen

Si volvemos a 1917, el partido en cuestión ¡para complicar la cosa! ni siquiera se autodenominaba «comunista» en octubre/noviembre de ese año. (La narración acostumbrada -construida a posteriori– haría bien borroso ese hecho, mientras presuponía que la ideología del partido ya era «comunista», a pesar de su denominación oficial, por el simple hecho de ser marxista y leninista [fuese esto último lo que fuese en aquel momento], pero incluso los historiadores más inteligentes de la Unión Soviética en sus últimas décadas muestran claridad en el punto, al plantear que Lenin [Trotski no podía ser mencionado, por razones obvias] se adelantó al resto de la militancia y la tuvo que «convencer»)

Justo, la palabra «comunista», como se verá a continuación, es un rescate que realizó el fundador del bolchevismo, V. I. Lenin, junto con el exmenchevique internacionalista L. Trotski, de una noción en lo esencial premarxiana, utilizada por los jóvenes Marx y Engels para nombrar el famoso Manifiesto, de 1848 y tipificar su ideología de aquel momento, pero que a la postre quedó al margen de las narrativas de los partidos marxistas. El Manifiesto Comunista -promovido en la antigua Unión Soviética de modo usual bajo su primer título: Manifiesto del Partido Comunista-, texto inaugural de la Liga de los Comunistas, siempre ha sido considerado pieza clave y seminal de la ideología marxista, y parte esencial en el acervo intelectual de la primera Asociación Internacional de los Trabajadores. La derrota de la Comuna de París (en 1871), sin embargo, dio al traste con la esperanza de una pronta revolución proletaria en Europa, y abrió paso a la era imperialista. El reforzamiento y la estabilización de los grandes Estados burgueses conllevaron a la serie de decisiones de quienes -en grados diversos- seguían las enseñanzas marxistas, de constituirse en partidos políticos legales, para entrar en la lucha electoral y establecer políticas públicas en favor de quienes trabajan. En esa deriva se incorporaron también elementos provenientes del sindicalismo negociador tradicional. La fuerza política resultante fue, con amplitud, conocida bajo el nombre de democracia social, o socialdemocracia. Con ese criterio fue que se constituyó la II Internacional, que era en esencia una alianza de partidos políticos socialdemócratas y laboristas. Para el movimiento obrero y revolucionario en su conjunto, el coste de esa opción fue la escisión. El segmento más radical se organizó alrededor de anarquistas y del sindicalismo revolucionario, bajo la consigna de Revolución Social, o socialismo revolucionario. Ese fue también el nombre genérico con que en Rusia se conocía la tendencia de quienes, en vez del trabajo de masas característico del POSDR, optaban por el terror individual o lo que era llamado «propaganda por el hecho». Justo dentro de ese segmento, no solo en Rusia, sino también en otros países, se conservaban corrientes que se autodenominaban comunistas. Lo hacían por oposición a quienes se autodenominaban socialdemócratas -y entre quienes estaba la mayoría aplastante de los marxistas-, al tiempo que optaban por la lucha política clásica. Hacerse llamar comunista era sinónimo de subversivo, muchas veces de terrorista. Era declararse inconforme con la paz social del sistema. Cuando alguien era llamado comunista antes de 1918, lo más consistente era pensar que se trataba de un anarquista, nunca de un marxista -o socialista autoritario, como también se les llamaba desde la izquierda libertaria-. [6]

En Rusia, la tendencia comunista existía en lo fundamental dentro del anarquismo, y fue popularizada por Piotr Kropotkin (1842-1921), prestigioso geógrafo, biólogo, etnógrafo y preso político fugitivo, de origen aristocrático, quien tuvo que refugiarse en Europa occidental a causa de la persecución zarista. Al caer la monarquía de los Romanov en febrero de 1917, Kropotkin volvía a Rusia. Este antiestatista radical -quien popularizara a través de múltiples libros, artículos y folletos el principio comunista «de cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades» frente a ideales socialistas de menor radicalidad- fue un científico social muy apreciado por Lenin en la época del entresiglo, cuando el académico libertario refugiado en Londres escribía su tratado sobre el apoyo mutuo. Tal disertación era muy útil también a los bolcheviques, en función de probar desde la evidencia empírica la factibilidad de una sociedad sin explotación. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Kropotkin asumió posturas social-patrióticas, a favor de la «Entente» y contra las «Potencias Centrales», que en realidad lo alejaron de los revolucionarios rusos más radicales, quienes condenaron la contienda por imperialista. No obstante, los efectos de su promoción del comunismo seguían presentes entre los socialistas libertarios de tendencia anarco-comunistas, y pronto se arraigarían, por osmosis, también en el partido encabezado por Lenin. Hay un particular residuo de este aprecio del líder bolchevique por el prestigioso anarquista, en el palimpsesto urbanístico de la Moscú de hoy: existe una calle e incluso una estación de metro con el nombre de Kropotkin. Aún mas, cuando en los años treinta el régimen de Stalin comenzó la construcción en el centro moscovita del enorme Palacio de los Soviets -edificio de cerca de 500 m de altura, jamás terminado; se situaba donde estuvo el Templo de Cristo Salvador, volado para dar espacio al Palacio, pero la Gran Guerra Patria impidió continuar las labores; con posterioridad estuvo ahí la Piscina Moscú, y hoy, de nuevo, el templo, reconstruido-, la estación Kropotkinskaya debía ser su vínculo con el Metro -por una rara justicia poética, se re-creaba el vínculo anarquismo-apoyo mutuo-soviets… pero marcado esta vez por la técnica y la arquitectura del estalinismo-. Hoy, como una paradoja, es la estación que sirve de acceso al reconstruido Templo de Cristo Salvador, símbolo de la Rusia posterior a la Perestroika y de cierto clericalismo emergente. El entierro de Kropotkin en 1921 fue la última gran manifestación legal de las fuerzas anarquistas en Moscú. Hay una leyenda de que Lenin liberó a un grupo de anarcos presos, bajo palabra de honor, para que asistieran a las honras fúnebres de su maestro. Narra la leyenda que todos regresaron a sus celdas.

Es posible concluir, entonces, que el rebranding -posterior a octubre de 1917- que renombraba el Partido Bolchevique como Comunista, fue una inteligente acción de relaciones públicas que se apropiaba de una denominación proveniente de otra corriente política (i.e. anarco-comunismo).

El anarco-comunismo era una de las tendencias dentro del socialismo libertario, es decir, el pensamiento y la praxis que aspiran a una sociedad postcapitalista sin Estado. Como vimos, en la época posterior a la derrota de la Comuna de Paris (1871), el movimiento obrero occidental sufrió una profunda crisis, que provocó la escisión de la Primera Internacional. La línea, conocida en aquel entonces como social-democracia, donde el pensamiento marxista estaba más presente, se consolido organizativamente en 1889 en la Segunda Internacional. Esta Internacional, que incluía las vertientes bolchevique y menchevique del Partido Obrero Social-Demócrata de Rusia, dejo de existir en la práctica en 1914, cuando los partidos más fuertes que la integraban votaron en los respectivos parlamentos de sus Estados a favor de la guerra, con lo cual quedaron separados por la línea de frente. Los bolcheviques, los mencheviques-internacionalistas, los espartaquistas alemanes, los tesniakos búlgaros y grupos minoritarios de otros países se opusieron a la confrontación imperialista. Pero más allá de las corrientes socialdemócratas, que terminaron optando por intentar salir del capitalismo mediante la toma pacífica del poder bajo el esquema electoral de los propios Estados capitalistas -lo cual después se llegaría a consolidar en los llamados Estados de bienestar-, estaba el universo de las corrientes socialistas que se autodenominaban revolucionarias -o sea, que optaban por la lucha insurreccional-; dentro de ellas, para el caso de Rusia, hay que ubicar al Partido Socialista-Revolucionario, de raíz campesina, y las múltiples organizaciones socialistas-libertarias o anarquistas.

El anarquismo, además del anarco-comunismo, ya incluía en esa época otras líneas de pensamiento, destacándose entre las mismas -y también de gran peso entre los socialistas-libertarios rusos- el anarco-sindicalismo. Esta tendencia -también llamada sindicalismo revolucionario, a contrapelo del sindicalismo reformista, influido por los socialdemócratas y otros partidos políticos- desestimaba la lucha electoral partidista en pro de la adopción de reformas laborales por vía legislativa, así como la utilidad a largo plazo de las negociaciones colectivas con las patronales a pequeña escala, pretendiendo -en vez de ello- derribar el sistema capitalista, junto con el Estado, en su totalidad. Los anarcosindicalistas están a favor de que los propios sindicatos, formados con el objetivo de la lucha obrera en terreno económico, se conviertan en órganos por excelencia del ejercicio de la capacidad política de las clases trabajadoras, mediante la autogestión coordinada de la economía en su conjunto. Eso, según el pensamiento anarcosindicalista, haría ya innecesario el aparato estatal desde los primeros momentos de la revolución proletaria. Para llegar a tal situación, se necesitaba, por un lado, una etapa organizativa, de educación y aprendizaje, en la cual se iría reforzando la autonomía obrera a partir de la creación, el fortalecimiento y la expansión de los sindicatos y sus organizaciones afines (federaciones, clubes, cooperativas); y, por el otro, llevar a cabo el propio acto revolucionario. Como principal método de lucha en aras del derribo final del capitalismo y el Estado, los anarcosindicalistas de finales del siglo xix y principios del xx invocaban la huelga general, y la instalación inmediata del control obrero sobre la actividad económica, para garantizar su continuidad en medio de la ruptura.

El anarcosindicalismo fue una de las tendencias más populares, sobre todo entre la clase obrera industrial, dentro del movimiento socialista de orientación libertaria en los territorios que componían el Imperio de Rusia en los años anteriores a 1917.

El anarcosindicalismo mundial tuvo como principal intelectual orgánico una hoy casi olvidada figura mítica: Georges Sorel [7] (1847- 1922), el ingeniero francés devenido a sus 45 años pensador radical, y uno de los primeros en señalar, de modo preciso, la importancia social del mito. Para Sorel, la huelga general era justo un mito; pero, como los antropólogos posteriores, el mito no es visto acá como algo falso en términos cognitivos, sino como algo eficaz en términos culturales: la posibilidad de convertir la imaginación en realidad práctica. Además de esta adelantada doctrina, Sorel reflexionó sobre la crisis de la racionalidad moderna, al intentar, desde la izquierda revolucionaria, hacer lo que Max Weber hizo desde la derecha conservadora -y se volvió uno de los pilares referenciales de la Teoría Social Contemporánea, la cual, por su parte, muestra hoy una significativa amnesia respecto a Sorel-: sintetizar los cuestionamientos de dos maestros de la sospecha: Karl Marx y Friedrich… Nietzsche. El subversivo ingeniero tuvo una influencia atestiguada en figuras como Pareto, Croce, Gramsci, Mariátegui, Benjamin, Kazantzakis y Mussolini (!). Lenin conocía y valoraba el pensamiento de Sorel, aunque también lo criticaba con dureza por sus tendencias pequeñoburguesas -tópico universal de la crítica marxista del anarquismo, que de manera usual emerge con independencia de la tendencia clasista real de los exponentes criticados del mundo libertario-.

Lo que acá importa es la opinión de Sorel -que es justo el núcleo de su condición de intelectual orgánico del anarco-sindicalismo- de que como mismo la forma parlamentaria de representación ha sido central para los Estados del capitalismo moderno -su matriz mítica, podríamos decir, de forma algo anacrónica-, así, los sindicatos serían la forma central organizativa de la gestión obrera no-estatal en el socialismo… postmoderno -mucho del pensamiento soreliano se lee hoy como si hubiese sido escrito cien años después, al calor de la crítica bombástica de la modernidad, por otros franceses también subversivos… pero sobre el papel-. Lo serían en tanto organización de clase, constituida desde abajo hacia arriba, por las propias colectividades de quienes trabajan en las industrias y otros sectores económicos, sin que hiciera falta un parlamento.

Pero, al regresar a Rusia, 1917 fue, casi de inmediato después del mes de febrero, -cuando la insurrección popular, luego de provocada la abdicación del zar Nicolás II, dio al traste con la monarquía en Rusia, al menos hasta el momento-, el año del reemerger de los soviets, consejos de diputados de obreros y soldados. En muchos de ellos, las tendencias anarcosindicalista y anarcocomunista se hacían presentes.

Este tipo de órgano de poder popular y de clase, con mandato imperativo de los electores sobre sus diputados -y el consiguiente derecho de revocación-, que combinaba elementos de democracia representativo con democracia directa y era reconocido incluso por los anarquistas como un tipo de organización sociopolítica apta para devenir en base de un proyecto de autogestión general de la sociedad libertaria, fue producto de la iniciativa «desde abajo». Los soviets ya habían existido en 1905, durante la primera revolución rusa: para entonces, el propio Lenin se sorprendió con semejante «innovación social». Su primera reacción fue de escepticismo,[8] pero abril de 1917 fue el punto en que Lenin lograba convencer al POSDR(b) de la necesidad de renunciar a la república parlamentaria como proyecto político-estatal inmediato, y reformular el plan en términos de la constitución de un Estado soviético con la consigna bolchevique de «Todo el Poder a los Soviets».[9]

Las referencias a la similitud del nuevo modelo propuesto con la Comuna de París (1871) no se hicieron esperar, y aun hoy son típicas entre quienes defienden un proyecto soviético [10] auténtico frente a posteriores degeneraciones.

POSDR(b) y/vs PSR-I: El fallido intento de un bipartidismo soviético

Los organismos soviéticos en los cuales la participación de los diversos partidos de izquierda variaron según coyunturas y tuvieron una historia también compleja en 1917. La tendencia general fue que los congresos -de toda Rusia y de alcance territorial más estrecho- eran representaciones multipartidistas; el Primer Congreso de los Soviets Obreros y de Soldados de Toda Rusia -junio-julio de 1917- estuvo dominado en términos cuantitativos por los partidos favorables al Gobierno Provisional -socialrevolucionarios de tendencia derechista, mencheviques, entre otros- y confirmó su supremacía. Los socialistas moderados, en efecto, representaban cinco sextos de todos los delegados, mientras que los de extrema izquierda apenas contaban con unos ciento veinte representantes. La insurrección revolucionaria de octubre/noviembre se hizo coincidir con el Segundo Congreso de los Soviets, al cual acudieron unos 670 delegados electos, ​de los cuales 300​ eran bolcheviques y cerca de 100 eran socialrevolucionarios de izquierda -el partido S-R estaba justamente en esos momentos en pleno proceso de separación entre sus segmentos de derecha, y el de izquierda, favorable este a la instauración del poder soviético-,​ que también apoyaron el derrocamiento del Gobierno Provisional encabezado por el premier Kérenski (socialista de derecha). El apoyo a los bolcheviques había crecido de modo espectacular en los últimos meses antes del congreso, aunque no contaban con mayoría absoluta​ entre los delegados. La salida del congreso de las delegaciones de partidos opuestos a la insurrección garantizó la aprobación de los resultados de la misma y con ello el derrocamiento del Gobierno Provisional, el rápido voto favorable a los dos primeros decretos del poder soviético -el de la Paz y el de la Tierra-, y el comienzo de las complejísimas negociaciones en aras de la formación del primer Gobierno Obrero-Campesino -el cual a sugerencia de Trotski fue llamado Consejo de los Comisarios del Pueblo, para evitar la palabra «ministerio», considerada un término «burgués»-.

Tales circunstancias no habrían sido posibles, si el Partido Bolchevique no hubiese hecho suyo el segmento del programa del Partido Socialista-Revolucionario que se refería a la socialización de la tierra: justo, se convirtió en el núcleo del contenido del nuevo Decreto sobre la Tierra. Este hecho fue reconocido tanto por los socialrevolucionarios -algunos de los cuales acusaron a los bolcheviques de «plagio»- como por los propios bolcheviques, cuyos intelectuales con posterioridad acreditaban que se obró de acuerdo con una necesidad táctica en función de lograr el máximo apoyo de las masas trabajadoras en condiciones de la toma de poder en curso, incluso cuando consideraran que la terminología socialista-revolucionaria debía mucho al pueblismo [11] ruso, de tendencias ácratas, y no expresaba la noción «científica-marxista» de la nacionalización de la tierra y no de su socialización.

En general, casi todas las fuerzas socialistas del momento estaban de acuerdo con la necesidad de arribar en el debido curso a las medidas que tomaban los órganos de la naciente República Soviética -término que no se usó de manera ofical hasta dentro de algunos meses, pues, en teoría, se trataba solo de un nuevo ordenamiento dentro de la ya existente República de Rusia-,[12] pero ese debido curso incorporaba para la derecha socialista la necesidad de esperar la Asamblea Constituyente.

Hay que reconocer también que los soviets de obreros y soldados, así como su congreso y el primer gobierno soviético derivado de él, en tanto órganos de poder de clase, expresaban solo la voluntad del proletariado y de quienes estaban movilizados en el Ejército. Rusia era un país agrario y los campesinos eran mayoría poblacional. Para lograr la representación de todas las clases trabajadores, había que incluir el elemento agrario, y el mismo estaba expresado en los soviets de campesinos, órganos en aquel entonces independientes de los de obreros y soldados. El II Congreso de los Soviets campesinos, representante de la mayoría absoluta del pueblo de Rusia, tuvo lugar en diciembre del 1917, y la mayoría absoluta de sus delegados eran integrantes del Partido Socialista Revolucionario.

Cuando se decide con posterioridad, en el III Congreso, unificar la convocatoria a los soviets de ambos tipos -obreros-soldados, y campesinos-, los bolcheviques en ejecución del principio de la «dictadura del proletariado» promovieron una proporción de un sistema de cuotas por clase social, donde los electores obreros elegían un número en proporción mayor de delegados per caput que los campesinos. El Partido Socialista-Revolucionario de Izquierda, en aquel entonces, aceptó ese tipo de arreglo en aras de la unidad revolucionaria. Lo que la narrativa tradicional establecería, mucho más tarde, a partir de un claro desequilibrio, de la asimetría generada por el ejercicio explícito del poder-saber, es un esquema donde de los revolucionarios «en bruto» se van desgajando de modo paulatino grupos de revolucionarios falsos, incompletos, renegados, de modo que la pureza del ideal y de la política de vanguardia bolchevique -codificada en la palabra rusa pravda, verdad y justicia al mismo tiempo, y nombre del órgano oficial del CC de ese Partido- va quedando incólume…mientras lo falso desaparece en la nada abisal, o los campos de concentración de Stalin. Singular ejercicio de ingeniería de la memoria.

No eran los bolcheviques, por tanto, mayoría dentro de gran parte de los organismos soviéticos, en las semanas inmediatas antes y después de octubre/noviembre. El gobierno resultante del triunfo insurreccional del 7 de noviembre de 1917 y del Congreso de los Soviets de Toda Rusia, que ocurría de manera simultánea con el levantamiento armado en Petrogrado -ahí sí era un movimiento organizado, coordinado y dirigido en lo fundamental por cuadros del POSDR (b) o leales a ese Partido, a través del Comité Militar-Revolucionario, órgano de poder temporal creado por el Soviet urbano de la capital norteña del antiguo Imperio-, tenía un explícito estatuto de provisionalidad, con posterioridad «escamoteado». Se trataba, como se veían las cosas en aquel momento, de cambiar un gobierno provisional que había perdido legitimidad -derivada, en última instancia de la Antigua Duma estatal zarista y de los sucesos revolucionarios de febrero del mismo año, que dieron al traste con la monarquía de los Romanov-, por otro, provisional por igual, pero más legítimo y declarado de carácter obrero-campesino, o, en algunos documentos, campesino-obrero -puesto que, para unos, se apoyaría en los soviets, entidades democráticas, revolucionarias y de clase, y para otros, en una amplia coalición que aglutinaría «toda la democracia», es decir, los partidos defensores de las libertades republicanas y de políticas en interés de las amplias masas de la población; en cuales habrían de ser tales políticas, no había consenso en ese sector de la opinión-. La situación de provisionalidad debería permanecer vigente hasta el momento de la Asamblea Constituyente, acontecimiento anhelado por generaciones de revolucionarios y revolucionarias de la vieja Rusia, que era vista en aquel entonces -el verano-otoño de 1917- por quienes eran llamados «partidarios de la democracia» -incluyendo, con probabilidad, a la mayoría de los bolcheviques- como fuente definitiva de legitimidad.[13]

En aras de poner en marcha el proceso de toma del poder y de su reconocimiento como legítimo y revolucionario por las clases trabajadoras y otros actores políticos relevantes, el CC del POSDR(b) tuvo que desplegar una complicada política de alianzas, donde el criterio de inclusión de cada partner en una coalición sin dudas respaldada por la fuerza armada de la guarnición y el proletariado de Petrogrado -la Guardia Roja-, y por la polifonía de una mayoría inestable de la extrema izquierda -incluyente tanto de los bolcheviques como de otras fuerzas políticas radicalizadas, sin las cuales estos no habrían logrado ninguna victoria real- en el Segundo Congreso de los Soviets Obreros y de Soldados sería el reconocimiento explícito del programa radical maximalista [14] de Lenin y Trotski -más que del propio partido en su conjunto: como demostró la votación en que se decidió la propia insurrección de octubre/noviembre, incluso en el liderazgo bolchevique había un número sensible de militantes que seguían más bien la línea política de la social-democracia tradicional en lo que a la táctica y al radicalismo político inmediato se refería).

Los primeros gobiernos soviéticos obrero-campesinos eran de coalición. Los socialistas-revolucionarios llegaron a ejercer las carteras de Agricultura, Correos y Telégrafos, Propiedad Estatal, Gobierno Local, Palacios, y Justicia -este último comisariado popular le tocó a Isaac Steinberg, notable intelectual del Partido S-R de Izquierda, quien, con posterioridad, ya en el exilio, escribiría su excelente crónica En el Taller de la Revolución, de necesaria lectura junto con el siempre mencionado reportaje de John Reed-. Los socialrevolucionarios formaban parte del Colegio de la Cheka, órgano creado para la implementación del Terror Rojo. Junto con esas fuerzas políticas, en los organismos soviéticos participaban, durante los primeros meses posteriores a octubre/noviembre de 1917, algunos anarquistas, e integrantes de otros partidos socialistas. John Reed explica en su Diez días que estremecieron el mundo, las complejidades de las negociaciones de esos primeros meses.

En el taller de la Revolución fue publicado en Cuba en una edición de 1960. Steinberg ofrece ahí su testimonio de cómo fue su trabajo con sus colegas bolcheviques, sobre todo desde una perspectiva de confrontación ética. Confronta la ética de los socialistas-revolucionarios, herederos de los pueblistas rusos del siglo XIX, con la ética marxista socialista-científica, de los bolcheviques. Alega que la ética bolchevique al invocar la ciencia como saber fundamental siembra la semilla de un gran peligro para la revolución -ese punto ya había sido avanzado por Bakunin con casi media centuria de antelación-. Al resumir un pasaje bien extenso, Steinberg contrapone la sacrificialidad del socialismo ético de los socialrevolucionarios a la enceguecedora subordinación a una verdad proclamada científica del socialismo bolchevique. Décadas antes, el anarquismo ruso conoció al célebre Majaiski, crítico del cientificismo socialista… estas críticas son un locus clásico del pensamiento ruso hasta hoy, sin dudas -incluyendo pensadores religiosos como Tolstoi y Berdiaev-.

En mayo de 1918, a raíz de la en extremo controversial Paz de Brest con los Imperios Centrales, movida que dentro del mismo Partido Bolchevique -incluyendo un número importante de sus dirigentes de mayor peso político- gozaba de una popularidad menos que precaria, se produce la salida de los Socialistas-Revolucionarios del gobierno soviético, a partir de la acción terrorista consistente en el asesinato del embajador alemán Mirbach. La llamada «insurrección» de los S-R, momento clave de la «purificación» bolchevique de la revolución rusa, según muchos autores fue un acto muy hipertrofiado en lo mediático en comparación con su escala real. Aunque el Partido Socialista-Revolucionario no fue prohibido de manera inmediata, su marginación fue cada vez mayor, teniendo sobre todo en cuenta la creciente implementación de medidas de contingentación económica que implicaron un enorme peso represivo sobre sus bases sociales: las clases campesinas de Rusia. El raso fantasma de la guerra civil daba al traste con el espectro político y sus complicaciones existenciales. En 1923, fue organizado un «congreso de los antiguos S-R», que dio fe de la no-existencia ulterior de ese partido, y sugirió a sus exmilitantes incorporarse al bolchevismo.

El partido mayoritario en el momento de la revolución era liderado por una mujer, veterana de las luchas terroristas contra el régimen zarista: María Spiridonova.

Décadas después de la desaparición de su organización, ya durante las purgas de Stalin, fue arrestada junto con otros doce miembros del Partido Socialista Revolucionario de Izquierda en Ufá, donde vivían en la deportación el 8 de febrero de 1937. Acusados de planear un levantamiento campesino entre otros cargos, ella fue condenada a veinticinco años de prisión por el Colegio Militar de la Corte Suprema de la URSS el 25 de diciembre de 1937. Después de una huelga de hambre, fue mantenida en aislamiento en la prisión de Oriol. Junto con otros 150 prisioneros políticos, fue ejecutada en las afueras de esa ciudad el 11 de septiembre de 1941, en una de tantas de las masacres de prisioneros del NKVD, cometidas en 1941 poco despúes de desencadenada la invasión nazi el 22 de junio con la Operación Barbarroja. Spiridónova no dejó confesión alguna.

Dispositivo sincretismo-sinécdoque-sustitución

Estas tres nociones serán las variables principales de la discusión que sigue:

Como vimos, la expresión «revolución bolchevique» como término no exento de mitología, vino a sustituir el reconocimiento histórico-político de un proceso plural; hoy, luchar por la revolución posible implica también, en rigor, luchar contra el olvido de los orígenes múltiples de la doctrina bolchevique-leninista-trotskista en 1917, anunciada en las Tesis de Abril de Lenin y codificada con una interpretación en su inconclusa pieza El Estado y la Revolución, que como vimos, contiende genealogías de ideas y prácticas que han sido objeto de des-conocimiento (sic!). Muchas de ella provenían de segmentos no-marxistas del espectro político de izquierda, o habían sido marginadas dentro de la propia línea marxista de análisis social.

El Estado y la Revolución se escribe y se inscribe en un diálogo del marxismo con tendencias anarquistas (y otras), en aras de lograr el máximo apoyo en «las masas» y en quienes reflexionan la sociedad desde plataformas ideológicamente afines. La idea del control obrero que fue parte de las consignas bolcheviques en octubre-noviembre de 1917 viene de la tradición anarcosindicalista en Rusia y en otros países (Italia, España), donde esa tendencia había logrado un gran nivel de desarrollo. El programa agrario bajo el cual la revolución vence y logra aglutinar a las masas campesinas a finales de 1917, era en esencia el programa de la socialización de la tierra, planteado en un inicio por el PSR, y Lenin incorpora este concepto dentro de lo que después fue codificado como «alianza obrero-campesina»: la idea de que los campesinos podían contribuir a una revolución proletaria, que diverge en toda la línea con la noción marxiana de que los campesinos se organizan como las papas en un saco de papas. En «Chapaev», clásica película soviética, aparece, con carácter de chiste, una escena donde a ese héroe popular de la Guerra Civil un hombre le pregunta: -«tú, Vasili Ivánovich, ¿estás a favor de los bolcheviques o los comunistas?». Eso era visto como un chiste en toda la época soviética desde la salida del filme; los espectadores se reían a carcajadas -la pragmática del chiste era señalar el carácter popular de Chapaev, su poca instrucción ideológica, al tiempo que era capaz de responder: «estoy por la Internacional»-. Pero resulta que el diálogo no es tan de chiste. ¿Por qué? Como ya vimos, en 1917 la identificación como comunista era signo indexical de los anarquistas. No había una tradición de que un marxista se identificara como comunista. Eso era nuevo; fue un acto de fuerza del Partido Bolchevique de autotitularse Comunista, en retorno -por supuesto- al Manifiesto de 1848, pero que no estaba planteado en los documentos anteriores del partido ni tampoco en los de otros partidos marxistas -identificados como socialdemócratas-. Lo cual creó la interesante situación de que entre 1917 y 1919 -cuando nació y se definió como «comunista» la III Internacional-, y algunos años después, cuando una persona en Rusia soviética se identificaba como comunista, había que preguntarle si era bolchevique o no, porque podría sin problema alguno ser anarquista. Esto también forma parte de toda la cuestión de la amnesia, del des-conocimiento activo, pues hoy lo que fue una práctica discursiva, inmersa en un contexto histórico, parece más bien un chiste político de mal gusto.

Así, el proyecto bolchevique-leninista-trotskista -pongo los nombres propios porque no todo el partido estaba de acuerdo con él, sobre todo al inicio del período analizado, al tiempo que había, además, fuertes estructuras fraccionarias- incorporó:

1. La doctrina del control obrero sobre la economía, proveniente de círculos anarco-sindicalistas, muy afín también a:

El famoso cosmismo ruso de Fiódorov y Tsiolkovski (lejana raíz del vuelo orbital de Gagarin), el feminismo de Kollontái y la paidología, la literatura moralizante clásica y el arte rupturista (el primer uniforme propio del Ejército Rojo fue diseñado por artistas de vanguardia), el esperanto de Zamenhof y el idioma Zaum’ de Khlébnikov, la poesía visual futurista de Mayakovski y la arquitectura del francés Le Corbusier, el arrojo científico-positivista del conductismo de Pávlov y de la reflexología de Bekhterev, la controversial «teoría jafética» del lingüista georgiano Marr y las primeras propuestas geopolíticas de los eurasistas, la teosofía marxizante de los Roerich e incluso la praxis «no violenta» del control mental para la doma de animales en el circo de los Dúrov, se convertían en rasgos de los que con posterioridad la propaganda denominara «realidad actual soviética». Durante un tiempo (cuando la NEP), las fronteras entre lo oficial, lo permitido y lo transgresor fueron porosas. Después, mucho de esto fue censurado y reprimido, pero Boris Groys tiene un punto interesante sobre como el arte oficialista del «realismo socialista» no fue en sus inicios más que una de las vanguardias intelectuales contendientes.[15] La monopolización que había sucedido en la política, años más tarde emergía en el ámbito de la creación intelectual.

Más que verdadero ejercicio de síntesis, estamos en presencia de un sincretismo, pues los segmentos de records, visiones, narrativas y poéticas que convergieron en el bloque discursivo oficial posrevolucionario seguirían, es cierto, en muchos casos entrando en conflicto entre sí… pero su mera existencia previa fuera de dicho bloque era objeto de des-conocimiento (no desconocimiento como hecho, sino des-conocimiento como proceso de extinción de un conocimiento previo). Se trata por sobre todo de la construcción de un mito social a lo Sorel, integrador y unificador, el mito del bolchevismo en estado puro, libre de cuerpos extraños, de impurezas genealógicas, fracciones políticas organizadas permisivamente dentro del corpus del Partido y de acompañamientos sospechosos de gente rara (queer) en su viaje, bolchevismo que siempre estaría a la mano, guardado por la cuasi-papal infalibilidad del «Comité Central Leninista» [16] del Partido, y no por gusto, a diferencia de los complejos orígenes del propio marxismo, en el caso del leninismo nunca se planteó la cuestión de las «fuentes» cuyos aportes eran incorporados a la doctrina desde fuera y por vía de su superación -cf. «Las tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo»-, como tampoco se hablaba de rupturas entre pensamiento del joven Lenin y el Lenin maduro -solo la ruptura del último Lenin, proponedor de la NEP, resulto muy popular cuando la perestroika-.[17] Es la creación de una noción de tradición bolchevique, «marxista-leninista»,[18] que se construye mediante la des-historizacion, la des-genealogización, la des-sincretización, el des-conocimiento de una realidad socio-histórica de flujos, de rizomas, de anastomosis, que comienza a ser leída como pureza inmaculada en tiempo inverso, nacida por la observación social subversiva y fundante qua estadista, desde una mente privilegiadamente genial. Tradición ubicada en plenitud en el dominio de la metafísica, donde los poetas fueron los escritores del mito.[19]

En 1917, ideólogos y políticos de la II Internacional acusaban a los bolcheviques rusos de anarquizantes. Y, en rigor, si tomamos en cuenta de la pluralidad de las fuentes del bolchevismo, razón no les faltaba. De hecho, muchos intelectuales de la órbita comunista posterior reconocieron el influjo de Sorel sobre ellos mismos… y sobre Lenin. Pensemos en Mariátegui y Gramsci, solo por mencionar un par de ejemplos bien poderosos. Lo que, de modo paradójico, esa inclusión del pensamiento anárquico en la ideología del partido con posterioridad único,[20] no impidió que en la URSS emergiera uno de los paradigmas de los estados totalitarios más opresivos, represivos y genocidas del siglo xx.

Pero en los intersticios de la matriz hegemónica de significaciones, quedaban trozos de memorias difíciles de borrar. En los años treinta y cuarenta, viejos anarquistas y socialistas revolucionarios sobrevivientes fueron con frecuencia destinatarios de sinceros sentimientos de honor por parte de generaciones que no habían vivido la época insurreccional. Un diccionario de 1979 a pesar de calificar a Makhno de contrarrevolucionario pequeñoburgués, daba excelentes referencias de la calidad combativa de sus tropas. Jóvenes que no querían afiliarse al sistema opresivo y estancado de los setenta, buscaban prototipos en esos personajes apenas visibles en la penumbra del crepúsculo. Los libros de ficción histórica y algunas películas transgredían los estereotipos, los residuos de culturas contestatarias no hegemónicas interpelaban la cultura política de la burocracia en el poder; eran fragmentos que en un futuro no lejano estimularían rutas críticas para escapes tangenciales.

En su conocido ensayo In media res publica, Desiderio Navarro introdujo el termino sinécdoque en el análisis de la cultura en los procesos revolucionarios; la «gran sinécdoque» es una denominación adecuada para interpretar la «bolchevización» a posteriori de los eventos revolucionarios de finales de 1917. La sinécdoque es forma de la metonimia: tomar la parte por el todo, como cuando se llama «Revolución bolchevique» al proceso iniciado en octubre de 1917, dejando fuera un conjunto significativo de fuerzas políticas populares e intelectuales que no compartían la ideología, principios organizativos o programa del POSDR(b). Su presencia queda borrada, o relegada a lo queer, al fringe. Un gesto de reivindicación queer, entonces, es interpelar esa sinécdoque. Desde la perspectiva política inmediata, la construcción de la sinécdoque bolchevizada fue un recurso necesario en la apoyatura discursiva al sustituismo.

Rosa Luxemburgo -tan temprano como en 1918- con (doloroso) acierto diagnosticó y pronosticó en su texto «La Revolución Rusa» el sustituismo dentro del régimen soviético: es la famosa idea, que resultó en plenitud adecuada a la realidad histórica, de que el poder soviético como poder del proletariado iba a ser sustituido por el poder del Partido en nombre del proletariado, por el poder del Comité Central en nombre del Partido, y por el poder de un liderazgo de corto número por sobre el Comité Central. Rosa no vivió lo suficiente, al ser asesinada por la reacción teutona, como para ver como un único y mesiánico líder se apropiaba de la práctica totalidad del poder en la URSS, en nombre de los soviets de trabajadores y el Partido bolchevique -en lo que con algo de cinismo se llamó desde el 1937 «Bloque electoral de los comunistas y los sin partido»-.

Este tema fue confrontado también con mucha fuerza por Kropotkin en su carta a Lenin -publicada en Cuba en fecha reciente, dentro del proyecto de los Cuadernos de Pensamiento Crítico- donde este gran teórico del anarco-comunismo en esa época habla de modo enfático de que sin una participación de fuerzas locales y de la autorganización de los campesinos y demás trabajadores -incluida como es obvio la clase obrera- es imposible construir una nueva vida. Esta carta está fechada el 4 de marzo de 1920.

A las concienzudas críticas por intelectuales orgánicos desde dentro del campo revolucionario (Luxemburg, Kropotkin, Steinberg) hay que sumar los masivos movimientos abortados, protagonizados por obreros, campesinos, soldados y marineros, entre los cuales brillan con legendaria luz y amargor de derrotas y masacres la insurrección campesina ucraniana (1918-1921) de los Soviets Libres, liderada por el anarquista Nestor Makhno -que confrontó enormes fuerzas militares de la contrarrevolución de Denikin y Vranguel, y sufrió los percances de alianzas concedidas y subsecuentemente rotas por el gobierno bolcheviques-, y la rebelión de Kronstadt, también exigiendo soviets independientes del control por aparatos partidistas. Estos agenciamientos revolucionarios alternativos mostraron claras tendencias anticapitalistas y antiautoritarias. Como es posible ver, desde muy temprano existían advertencias relevantes y fundamentadas frente a la degeneración totalitaria del proceso de cambio social radical iniciado en 1917.

El dispositivo sincretismo-sinécdoque-sustituismo conformó el diagrama político (es decir, la manera de decidir que queda «dentro» y que queda «fuera» de la visión «oficial» del proceso revolucionario) del proceso por el cual el proyecto liberador de 1917 en Rusia fue reconvertido de modo paulatino en nuevas estructuras de dominación social (de clase, de género, de creencia, de etnicidad…). Los procesos de este tipo se denominan transdominación (creación de nuevos sistemas de dominación después de que una revolución emancipadora derriba el antiguo), y son cualitativamente distintos a la situación cuando una dominación es cambiada por otro producto de una invasión, un golpe de Estado, una contrarrevolución o reformas político-económicas, por cuanto en la transdominación se presume la existencia de un verdadero esfuerzo liberador, un proyecto de emancipación y una revolución producto del agenciamiento propio, exitosa al menos en parte. En general, la nueva dominación no logra eliminar de manera total los frutos del proyecto liberador, por lo cual determinadas cuotas de emancipación, ya sea como propuestas, ideas, entre otras, o como verdaderas situaciones de libertad parcial en determinados contextos, permanecen dentro de los intersticios del nuevo gran esquema opresivo.

En el caso soviético, el diagrama político conformado por el dispositivo sincretismo-sinécdoque-sustituismo significó un dentro y un fuera demarcados con sangre, confinamiento y muerte. La lógica binaria excluyente de la contienda [21] civil fue trasvasada al aparato ideológico del partido único y al sistema NKVD-GULAG, y permaneció activada durante décadas; quienes quedaban «fuera» eran asimilados a animales, pudiendo ser torturados y muertos, en una estructura de normatividad parecida a la «vida desnuda» descrita por Giorgio Agamben (también heredero intelectual de Sorel, por cierto). Stalin consolidaría un imperio totalitario en nombre de la libertad de las clases trabajadoras, cuya mera existencia devino garantía geoestratégica para el éxito de las luchas laboralistas en otras partes del mundo, las cuales generaron avances envidiables en materia de servicios públicos favorables a la equidad, que hoy -sin referir, como norma, esta peculiar genealogía- invocan tantos defensores del llamado «socialismo/capitalismo escandinavo» y otras variantes de diseños económicos con Estado de bienestar. Si en algo tuvo razón Putin al denotar la desintegración de la URSS en 1991 como la «mayor catástrofe geopolítica del siglo xx», no fue tanto respecto a la desastrosa situación de desapoderamiento en que quedó el heartland eurasiático, sino más bien en relación con el hecho de que junto con la URSS desaparecía el campo de fuerzas a escala planetaria que había hecho posibles innumerables victorias (tácticas y parciales) de actores políticos justicieros y defensores de la emancipación humana, en países económicamente desarrollados y no tanto.

En el epílogo de su genial novela póstuma El Maestro y Margarita, Mikhail Bulgakov narra cómo en una Moscú donde la presencia de lo demoníaco se había hecho explícita -no solo en la desaparición de personas, la deslealtad cotidiana, la doble moneda, la corrupción y el espectáculo del individualismo «solidario», sino también a través de una visita especial del Maligno en persona junto con sus acompañantes infernales a la capital «socialista»- continúan las trayectorias temporales de los personajes; entre la muerte y la locura; de modo singular se salva el expoeta antirreligioso Iván Desamparado, que se convierte en sagaz estudiante universitario del IFLI e investigador serio de temas culturales. Esto es señal de la continuidad de cierta tradición emancipadora: Bulgakov traza una línea que une el pasado con una futuridad donde sería posible la liberación de lo bueno que habitaba esa sociedad de su elemento demoníaco, y es Iván quien construiría ese puente. En las décadas que siguieron el deshielo de 1956, lo que aparece en el punto 7 de mi lista de componentes del sincretismo bolchevique serían partidas de sendas múltiples para nuevas búsquedas de libertad y espiritualidad. El proceso de transdominacion dejaba con vida cierta intención liberadora, y aun era posible conectarla con el pasado mediante un lazo de tradición (casi) ininterrumpida. Sin embargo, el optimismo soviético de los sesenta pronto cedió ante el viscoso estancamiento de los setenta, no sin mediar nuevas represalias, dentro y fuera del país eurasiático, orquestadas «desde arriba».

A propósito de la tradición bolchevique: ¿existen tradiciones iniciáticas revolucionarias?

Es aún típico de cierta militancia el ir en busca de tradiciones de combate (social o espiritual); quizás, es una tendencia buena -cuando el seguimiento tradicionalista no castra al librepensamiento-. En el llamado marxismo-leninismo, hay muchas de ellas: el maoísmo, el trotskismo, el guevarismo. Sucede que los maoístas no se relacionan con los trotskistas porque aquellos suelen ser estalinistas; está la tradición soviética (del PCUS) que se extinguió por 1985-91; está el nacional-bolchevismo. Como vimos, el referente central del leninismo es el sincretismo bolchevique de 1917, genealogía sustentada por una sinécdoque construida, que en realidad interpela la legitimidad de lo que pretende ser una tradición ininterrumpida.

La actitud tradicionalista en el marxismo-leninismo tiene mucho de iniciático. Aún recuerdo mi emoción cuando me hicieron pionero, y también la aun mayor cuando entré a aquel grupillo cuyo Manifiesto decía «¡Vivan los trabajadores! ¡Abajo la dictadura!». Según el filósofo conservador-tradicionalista René Guénon, «en el fondo, no existe conversión realmente legítima, sino aquella que consiste en la adhesión a una tradición, cualquiera sea, por parte de una persona que anteriormente estaba desprovista de toda relación tradicional». El paradigma emancipatorio que quiere convertirse en tradición, de manera voluntaria o no, se coloca en el lugar de lo que los tradicionalistas llaman «tradición primordial» o «filosofía perenne», vinculada en términos semióticos con lo mitológico (recordemos acá a Sorel). No pretendo agotar acá el tema «Tradición y Revolución», al que el gran místico pragmático del siglo xx, Jiddu Krishnamurti dedicó un libro de coloquios, donde sugiere actitudes bien distintas a las avanzadas por Guenon. Solo deseo sugerir algunas perspectivas críticas sobre la problemática de ¿qué hay con la tradición bolchevique y octubre de 1917? Porque, cuando en 1919 se definió la III Internacional, los requerimientos leninistas para que partidos foráneos pudieran entrar a la misma fueron bien rigurosos, lindando en lo iniciático. La cultura en el iniciarse como revolucionario, en la acción y en el trabajo revolucionario interior (íntimo, consigo mismo: tema del cual hay muy poco escrito, hay que reconocerlo), para muchos se ha convertido en sinónimo de afiliarse a un partido y así pasar a tomar parte de una tradición. En Cuba tenemos una muestra clarísima de ello. El partido se convierte en la imagen del ángel guardián de la revolución y en ícono de la revolución misma, y esa idea -expresada por George Orwell en su categórica frase: «El Partido es inmortal»-[22] nos viene del Partido bolchevique, que sin embargo era solo una de las fuerzas revolucionarias que en bloque tomaron el poder en octubre-noviembre de 1917.

Cuando uno se inicia en una «tradición revolucionaria», pueden suceder dos cosas. Uno, o se adhiere de modo acrítico a la tradición, y la asume como expresión pura, inmaculada, de lo emancipatorio-primordial, casi como un summum total de la cultura terrestre de la liberación -y ya vimos cómo tales nociones resultaron construidas desde la política-; o bien se adhiere de manera abierta, deconstructiva, como Iván el de la novela -el gran filósofo-político, psicoanalista y economista Cornelius Castoriadis levantó el problema de la tradición autocuestionadora que heredamos de los griegos, y planteó la necesidad de definir los términos de una nueva relación con la tradición desde la cultura autónoma, entrando desde su perspectiva a la misma cuestión de Krishnamurti-. En el primer caso, cuando la iniciación es sincera, puede ocurrir al seno de un partido de raíz bolchevique «clásica», o a algún movimiento de los que ya mencioné como excluidos de la sinécdoque. Pero, al plantearse la iniciación con carácter de adhesión a lo perenne inmaculado, se entra en zona de riesgo de lo que el propio Guenon denominó «contra-iniciación», es decir, «una cosa que se presenta como iniciación y que puede dar la ilusión de ello, pero que va al revés de la iniciación verdadera».[23] Guenon vincula la contra-iniciación al sincretismo: «Los representantes de la contra-iniciación son finalmente engañados por su propio papel y su ilusión es incluso verdaderamente la peor de todas, puesto que en la única por la cual uno puede, no ser simplemente extraviado más o menos gravemente, sino ser realmente perdido sin retorno».[24] En nuestro caso, se trata de una dinámica que juega dentro del campo de la transdominación.

La noción iniciática de la tradición revolucionaria -y en específico de la bolchevique-comunista- y de distintas líneas dentro de esa tradición no se puede reducir, como vimos, a la mera traditio, porque existe también la invención de la tradición, como ya lo plantearon Eric Hobsbawm y Terence Ranger, donde la tradición se elabora a posteriori, como algo parecido a una memoria (post-memoria) que remite discursivamente a eventos que no estaban ahí así por las fechas a que se atribuyen -en la actualidad se usa cada vez más la noción afín de post-verdad-. Sinécdoque, sincretismo y sustituismo interpelan a la tradición bolchevique qua constructo: invention of tradition. Este punto conduce al re-planteo de la posible existencia o no de tradiciones iniciáticas revolucionarias, cuestión crítica para la confrontación socialista-libertaria contra la llamada «4ta teoría política».[25] Lo que hemos hecho para detectar una invención de la tradición es escarbar más profundo, y ver cómo podemos narrar los eventos incorporando más hechos. En ese escarbar es fundamental la otredad: tenemos que incorporar la mirada del otro. La mirada de los preteridos, la mirada de quienes no se habla, como las fuerzas y actores políticas de 1917 en Rusia que ya se mencionaron. No se trata de una auto-invención en un marco político-partidista cerrado, del partido bolchevique, sino de todo un panorámico campo de producción de prácticas donde había unos y había otros. No fue esta revolución un acto de autocreación dentro de un partido, sino fue un proceso masivo, pero también plural; con praxis e ideologías políticas dirigistas, pero porosas: permeables y no intransitablemente sólidas: no bloques de ferrocemento, sino concepciones y dinámicas de proyectos en movimiento. Frente a ello, se erige la ingeniería de la amnesia histórica, movimiento real y agenciado generador del des-conocimiento, con los costos justificantes del estalinismo -el mundo de realidad ilusoria mentado por Pasternak en El doctor Zhivago, solo purgado, según ese autor, por la vivencia iluminadora y a la vez sacrificial de la Gran Guerra Patria- y formación de la nueva clase gobernante y económicamente dominante -la nomenklatura, origen de la posterior oligarquía capitalista de la Rusia actual y otras repúblicas postsoviéticas-: la transdominación.

Esta mirada pluralizante al proceso de emergencia ideológica como una construcción estratégica emergida en el tablero del juego de agenciamientos políticos entre bolcheviques y otros actores se contrapone con la idea de la tradición como traditio -traslación, paso inter-generacional de un determinado cuerpo de saberes, ideas, compromisos, valores, etc.; de hecho, tradición y traición tienen una etimología muy similar- a partir de la noción mítica basada en lo esencial en asumir de modo dogmático una ideología fundacional, la de un Lenin iluminado, autor de una ideología, trasvasada a consignas inscritas en banderas rojas, como «todo el poder a los soviets», con las que «los bolcheviques toman el poder en octubre de 1917». Existe sin dudas el paso de determinados valores, saberes, compromisos, entre otras, pero lo que sucede es que no tiene carácter lineal: la tradición es ramificada y se anastomosa: tiene rizomas o dinámicas rizomáticas incorporadas. Tal complejidad puede incorporar varios momentos ontológicos:

· Tradición como concepto de partida (traditio)

El resultante, entonces, es reconocer la existencia de una ingeniería del des-conocimiento -al combinar los términos anteriores, bajo una «agencia» post-revolucionaria centralizada y despluralizada-. Podemos establecer, entonces, una especie de ruta crítica para analizar el tema de la tradición en el contexto post-1917, que parte primero que todo de oponer la noción de dato a la noción de constructo. Ejemplos de esos constructos devenidos «datos» (factoides) clonados n veces son el propio término «Revolución bolchevique» o la idea de que Lenin, en tanto protagonista ideológico de esa revolución, la proveyó de un corpus teórico que movilizó a las masas, corpus aun hoy citado y estudiado contenido en El Estado y la Revolución, texto escrito en diálogo con los anarquistas y buscando el bloque histórico para el golpe revolucionario, texto que, además de inconcluso, no deja de ser hipótesis a nivel de proyecto y no una descripción o narración de hechos; la segunda parte del libro nunca fue escrita por un Lenin ya jefe de gobierno, un gobierno que en la primera parte se explicaba cómo debía extinguirse pero que no se extinguió. Para mí, ese libro lo terminó Rosa Luxemburgo en su conocido artículo titulado «La Revolución rusa», que a la vez -por ser no solo insight en extremo lúcido en la realidad de la Rusia post-octubre sino también un genial pronóstico: carácter del que el texto de Lenin de modo significativo careció del todo- media con la lúgubre realidad novelada por Pasternak en Zhivago.[26] Esto, a nivel de texto. A nivel de praxis no-discursiva, lo que media entre 1917 y la era Stalin es la simplificación binaria y los rituales propiciatorios de sacrificios sangrientos de la guerra civil. La ruta crítica utilizada acá la podemos desglosar de la siguiente manera:

1. Constructo vs dato

El problema planteado en el subtítulo sobre un nombre correcto para la revolución de Octubre [27] -por el partido político victorioso, por el sistema estatal de los Soviets, o por su efecto final real a mediano plazo: el establecimiento del poder de la Nomenklatura burocrática- incluye una dimensión estratégica importante: la victoria de una revolución no basta [28] para conseguir la emancipación. Juan Bosch señalaba la Gran Revolución Haitiana de 1804 consiguió la victoria total sobre sus enemigos; y, sin embargo, no logró la emancipación de la sociedad más allá de la abolición (a veces formal) de la esclavitud, como muchos autores explican. La revolución soviética tuvo el mismo problema (de hecho, Bosch y Cesaire llegaron a comparar Haití con Rusia, tanto respecto al radicalismo de sus procesos revolucionarios como en cuanto a las problemáticas posteriores a sus victorias): es la experiencia de la transdominación.

En su ya mencionado artículo, Rosa Luxemburgo -ella misma, marxista, comunista y defensora de los bolcheviques- previó esa tendencia. El post-marxista Cornelius Castoriadis retoma y radicaliza el análisis en sus textos sobre la rebelión de Kronstadt, el papel de la ideología bolchevique en el nacimiento de la burocracia y la entrevista titulada «¿Tiene sentido todavía la palabra revolución?». Para él:

La revolución consiste exactamente en la auto-organización del pueblo… La auto-organización es tanto el auto-organizar, como la conciencia, el devenir-consciente; y en ambos casos se trata de un proceso, no de un estado. No es que el pueblo haya descubierto al fin «la» forma apropiada de organización social, sino que se dé cuenta de que dicha «forma» es su actividad de auto-organización, de acuerdo a su comprensión de la situación y a los objetivos que se marca a sí mismo. En este sentido, la revolución no puede sino ser «espontánea» tanto en su nacimiento como en su desarrollo. Pues la revolución es auto-institución explícita de la sociedad. La «espontaneidad» no designa más que la actividad creadora histórico-social en su expresión más elevada, la que tiene por objeto la institución de la sociedad misma. Todas las explosiones revolucionarias de los tiempos modernos ofrecen ejemplos indiscutibles de ello. (Cornelius Castoriadis 2009:260, cotejado con 1993:257).

Lamentablemente, en esos textos (no así en otros, como en sus estudios sobre cultura y autonomía, por ejemplo) Castoriadis deja fuera de consideración el tema de la tradición, que intentamos abordar acá y que me parece muy importante hoy; demasiado importante hoy, quizás.

Muchos de los temas acá tratados nos parecen hoy muy frescos -algunos incluso se discutieron en Cuba en el marco del debate de los Lineamientos de Política Económica y Social del Partido y la Revolución, así como antes, en 1991, con el debate previo al 4to Congreso del PCC-, y, si miramos la historia, eran temas que los Socialistas Revolucionarios, algunos anarquistas como Kropotkin (gobierno local) y otros representantes de la oposición de izquierda no-bolchevique ponía en la mesa del Jefe del Gobierno Soviético en aquel entonces. También -después de superar nuestra versión vernácula de des-conocimiento histórico- algunas problemáticas cubanas recién comenzadas a abordar en nuestros espacios públicos, y también en libros, acerca de la historia del proceso iniciado en 1959 [29], resultan afines a lo que intento sugerir aquí sobre la revolución soviética de 1917. Me refiero a libros publicados hace muy poco, sobre/de Raúl Roa, Guillermo Cabrera Infante, Virgilio Piñera, Jorge Mañach, la revista Lunes de Revolución, así como los ya conocidos desde bastante tiempo escritos de los hermanos Saíz. Salta a la vista por primera vez en mucho tiempo la diversidad de fuerzas, visiones, ideologías, referentes de quienes estuvieron montados en Cuba en el tren de la revolución en 1959, así como su crítica al sistema «soviético» ya degenerado, y el deseo de que ese no sea el destino de la revolución cubana. Por supuesto, sabemos que muchas de esas personas después no estuvieron más comprometidas con el proceso, como mismo sucedió en el caso de los ejemplos que mencioné a propósito de la revolución soviética de 1917. También Cuba vivió desde muy temprano en el 1959, simplificación bipolar del proceso a lo Carl Scmitt. Para Luis y Sergio Saíz y Montes de Oca -quienes llegaron a diseñar en sus textos un sistema de socialismo municipal, parecido al que inspiraba Kropotkin-, una postura verdaderamente revolucionaria implicaba renegar en la misma medida de alianzas con EE.UU. y la URSS, que ellos -en medio de la etapa más tenebrosa de la bipolaridad de la Guerra Fría- fundamentaban en las noticias recientes de Guatemala y Hungría invadidas por los ejércitos de «sus» patrones geopolíticos. En 1962, Cuba practicaba una alianza nuclear con la URSS, y el haber participado con dignidad en la crisis era y es motivo de honor para la generación de nuestros padres.

La URSS que vino a Cuba más que un país desangrado por la guerra, era territorio de optimismo y esperanza. Solo unas horas antes de la proclamación del carácter socialista de la revolución cubana, Gagarin aterrizaba después de completar una misión mucho más riesgosa de lo que se esperaba. Koroliov, Ingeniero Principal y autor intelectual de la proeza, había perdido todos sus dientes en el GULAG durante el régimen de Stalin. La necesidad de dar un salto tecnológico en medio del esfuerzo bélico hizo que Stalin revocara muchas condenas, pero gran número de excelentes físicos e ingenieros soviéticos laboraban dentro de las Sharashki: prisiones especialmente acondicionadas para el trabajo intelectual intenso. Algunos, como el gran Landau, futuro Premio Nobel y autor de textos mundialmente conocidos (y aun usados) de física teórica, no fueron presos inocentes, sino verdaderos prisioneros políticos: en 1938, Landau fundó un «Partido obrero antifascista» para derribar la dictadura de Stalin, a quien comparaba con Hitler y Mussolini; los volantes del «Partido» fueron distribuidos en el IFLI -donde cuando aquello presuntamente estudiaba Iván, el personaje de Bulgakov-. No hay que olvidar que -digan lo que digan los estalinistas y sus aliados- el Ejército Rojo fue desangrado por las represalias antes de la guerra, en cada nivel de mando fueron arrestados o ejecutados cerca de la mitad de los oficiales; de los cinco mariscales soviéticos fueron asesinados tres, y esos eran justo los partidarios de un rápido desarrollo tecnológico-militar. Stalin había prohibido de modo explícito en junio de 1941 cualquier acción de preparación inmediata para la guerra, y solo líderes militares intrépidos como el Almirante Kuznetsov, Comandante en Jefe de la Armada Roja, al recibir irrefutables informes de inteligencia sobre el inminente ataque nazi, cumplieron con su deber arriesgando la vida ante posibles cargos de alta traición: a las 00.00 horas del 22 de junio de 1941, todas las unidades de la Armada Roja pasaron a la fase de alarma de combate. Cuatro horas después, al verificarse la invasión, los barcos soviéticos iniciaban operaciones de ofensiva (!) contra los puertos de Alemania y sus aliados. No fue eso lo que sucedió en el resto del frente: durante los primeros meses la URSS estuvo a punto de perder la guerra.

La Guerra fue lo que, para Pasternak, devolvió el sentido de realidad al país, que antes había vivido en lo que hoy llamaríamos una «realidad virtual». El estalinismo duró ocho años después de la victoria, cobrando nuevas víctimas. Pero durante el deshielo de Khruschov, la juventud soviética fue buscando vínculos con las tradiciones de liberación, que no fue posible reprimir. La nueva poética social fue regenerando viejos proyectos revolucionarios. Sin embargo, ya durante la Perestroika, intento de «revolución recuperadora» (Habermas dixit) «desde arriba» (Gorbachov dixit), a pesar de las efervescencias poéticas y de la clara supervivencias de los proyectos de liberación, se produjo un nuevo acto de transdominación, y viejas/nuevas oligarquías asumían el poder, ahora bajo el régimen del capitalismo privado, habiendo previamente logrado la hegemonía ideológica sobre la población. Fue también una transdominación, que incorporó luchas populares y transitó vía el sincretismo neoliberal pseudo-libertario a un nuevo sustituismo oligárquico, pasando, en vez de por una sinécdoque, por una etapa de individualismo privatizador. Pero esto es otra historia.

Volviendo entonces al tema de la tradición, asumida iniciáticamente hoy, quizás deberíamos evitar falencias, medias tintas, ausencias o palabras cortadas a la mitad, en nuestro discurso y en nuestras propuestas ideológicas, dentro de nuestros debates, porque se trata de posturas que pueden resultar no tanto comprometedoras, como más bien peligrosas, a la hora sobre todo de fijar desde dónde es que estamos hablando, a quiénes nos dirigimos y a quiénes nos oponemos. Soy de modo radical favorable a la libertad de expresión de las ideas. Y tal libertad de manera inmedita implica claridad en los puntos en debate. Desocultamiento inmediato e implacable de cualquier manipulación falaz. Es imprescindible denunciar la post-verdad y las voluntades tergiversadoras o constructoras de ficciones que vende como si fueran hechos. Detrás de esa forma de actuar siempre está el poder, pero que no está motivado por la generosidad, ni por la consciencia de su propia fuerza, sino simplemente por el miedo. Con frecuencia se evita explicitar que hubo confrontación de ideas en tal o mas cual momento histórico, o en el presente, muchas veces se es demasiado dialógico, y en estos momentos los grandes centros de poder mundial, los tanques pensantes lo que más hacen es generar recursos de combate de carácter confrontacional -aunque a primera vista no lo parezcan; pero lo apariencial es un rasgo clave de cualquier enunciado de carácter ideológico-. Si uno entra a uno de los sitios web de la Cuarta Teoría Política de Rusia, encontrará en lo inmediato un recurso titulado «Portal de la Guerra en Red».

Para ellos está claro que están haciendo la guerra. Creo que para nosotros no siempre lo está. Y esto nos coloca en una situación de clara desventaja, y de peligro. Porque, entre otras tantas cosas, nos estamos oponiendo a los mismos capitalistas de siempre, a los mismos imperialistas de siempre, los mismos estatistas y autoritarios de siempre, a los mismos patriarcalistas y clericalistas de siempre, e incluso los mismos totalitarios de siempre, que ahora prefieren marchar bajo banderas populistas. Cuando este trabajo era presentado de modo oral en el Instituto Marinello, en las calles de Rusia había carteles con Donald Trump y Vladimir Putin uno al lado de otro con las respectivas banderas, y dicen «Hagamos el mundo grande otra vez». Con independencia de posteriores conflictos entre ambos líderes, yo creo que esto es peligroso y hay que empezar a fijar con claridad las posiciones. Y ni hablar del re-surgimiento del estalinismo, hoy enmarcado de modo conveniente en narrativas de la historia rusa que justifican de manera apologética la monarquía y los pogromos. Vienen tiempos duros, y de nosotros depende si además de duros pueden resultar fecundos. Fecundos para la lucha por la liberación humana.

Conclusiones

No hay razones suficientes para considerar la revolución de octubre/noviembre de 1917 en Rusia monopólicamente «bolchevique». Asignarle en exclusiva ese nombre contribuye al ocultamiento de momentos esenciales para la lucha y la victoria revolucionaria que fueron obra de otros imaginarios y agenciamientos político-ideológicos. Por todo lo explicado, considero que el término «revolución bolchevique» implica una cierta distorsión y, en todo caso, un enmascaramiento del carácter plural, autopoético y popular del proceso de 1917 en Rusia. Esta distorsión es muy peligrosa ahora, porque justo bajo la bandera del nacional-bolchevismo se están colocando fuerzas que en este mismo momento se posicionan como aliadas de Donald Trump en Rusia y que son contrarias en esencia a los proyectos de autonomía y a la diversidad, que contienen valores emancipatorios claros, que hoy estamos defendiendo acá en Cuba y en todo el continente de Nuestra América, a través de propuestas como el Grupo Anti-Capitalismos y Sociabilidades Emergentes (AC&SE), por ejemplo.

Al mismo tiempo, al igual que Michel Foucault analizó los márgenes para poder abordar el centro -del episteme social-, también es legítimo que aparezca entre nosotros una mirada de cierta ralea fucoltiana sobre la revolución de 1917 en Rusia. Vimos cómo la propuesta bolchevique antes y en lo inmediato después de octubre de 1917 incorporó ideas generadas bajo paradigmas políticos anarquistas y pueblistas (socialistas-revolucionarios), incluido la propia denominación del Partido como Comunista. El dispositivo sincretismo-sinécdoque-sustituismo, analizado en este texto, es uno de los pilares del proceso de transdominación: producción de nuevos sistemas de opresión a partir de proyectos liberadores puestos en práctica revolucionaria radical. Y la cuestión de la tradición revolucionaria, de la cual la tradición bolchevique es un excelente ejemplo paradigmático, es en extremo compleja, mientras existe cierta indeterminación entre lo que pudiéramos llamar la tradición construida («inventada») y la tradición heredada. La iniciación dentro de la tradición, por su parte, incorpora lo que podríamos denominar -usando de nuevo una noción fucoltiana- una cierta «tecnología del yo (self)» dentro del bolchevismo, generando semejanza con las llamadas tradiciones primordiales de la «filosofía perenne». Este momento es utilizado con intensidad por el activismo neo-tradicionalista de la llamada «4ta teoría política», movimiento a favor de la hegemonía conservadora eurasiática, derivado del nacional-bolchevismo ruso.

Por su parte, el capitalismo global, basado -como bien lo saben y lo proclaman de modo abierto- en el individualismo egoísta y en tomar en cuenta al otro solo cuando es de algún modo conveniente, aspira una vez más a erigirse en sentido común de la humanidad. Contra esa perspectiva, hace falta aprendizaje. La Revolución soviética de Rusia, con todos sus aciertos y todos sus desastres, sigue en la historia como uno de los mayores intentos de acción anticapitalista.

En el carnet de membresía de una de las organizaciones de jóvenes anarquistas que siguieron un tiempo existiendo en la URSS, aparece la consigna: «Моя свобода – в свободе и радости других» («Mi libertad está en la libertad y la alegría de los demás»). El portador del carnet, con probabilidad no sobrevivió las represalias del 1937, si es que no lo mataron antes. Hoy, de nuevo, son tiempos duros. Amar es urgente.

Notas:

[1] El viejo calendario juliano, al uso en Rusia en aquel tiempo, tenía para entonces trece días de diferencia con el calendario gregoriano o de «nuevo estilo».

[2] «Mundo» en sentido casi literal: en este punto, aun cuando sus valoraciones serían opuestas, a nivel factico coinciden la mayoría de las izquierdas y las derechas, a nivel de teoría, historia y discurso político.

[3] La mayoría eran hombres, pero entre las mujeres del partido destaca Alexanda Kollontai, y, en los partidos fraternos, Rosa Luxemburgo. Krupskaya, esposa de Lenin, también fue una destacada intelectual bolchevique.

[4] El partido fundado por Lenin se denominó, de modo sucesivo: Partido Obrero Social-Demócrata de Rusia, POSDR, de 1898 a 1917, nombre usado de manera indistinta por las organizaciones bolcheviques y mencheviques; Partido Obrero Social-Demócrata de Rusia (bolchevique, POSDR(b), de 1917 a 1918; Partido Comunista de Rusia (bolchevique), PCR(b), de 1918 a 1925; Partido Comunista (bolchevique) de Toda la Unión, PC(b)TU ,de 1925 a 1952; Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS, de 1952 hasta su prohibición en 1991.

[5] El termino Nomenklatura remite a las listas de la «nomenclatura» del sistema de cuadros dentro del sistema construido por los bolcheviques, que se completan por cooptación agenciada por los comités del nivel correspondiente del partido, y con posterioridad las candidaturas, casi siempre únicas, puestas a confirmación por el voto del organismo correspondiente, o en caso de la Administración pública, mediante el nombramiento de la instancia superior. Tal sistema opera como un cuerpo dotado de organicidad, y quienes lo integran son los verdaderos decisores, pero su labor e incluso su existencia misma están camuflados por instituciones de la «democracia socialista» con rasgos representativos y participativos -mientras en realidad el principio subyacente es la cooptación-. La Nomenklatura fue interpretada en un libro homónimo escrito por el investigador emigrado soviético, Voslenski como clase dirigente y explotadora en la Unión Soviética.

[6] Véanse, al respecto, las investigaciones de Avrich y Glushakov.

[7] Edward Hallett Carr (E.H. Carr) Estudios sobre la revolución. Alianza Editorial 1968 edición en castellano (la publicación original del libro es del año 1950)

[8] Cornelius Castoriadis (1993; 1999).

[9] El libro El Estado y la Revolución, del cual Lenin solo llego a escribir su primera parte, es la expresión teórica de lo anunciado en las «Tesis de Abril». Constituye a la vez una pieza de dialéctica marxista y un intento de diálogo con la tradición anarquista. La praxis, sin embargo, del propio gobierno bolchevique sobre todo a partir de 1918 llegó a diferir muchísimo de lo planteado en el libro; quizás la propia distancia entre esa praxis y lo anunciado en la referida pieza literaria, fue lo que impidió a Lenin terminarla, y no la muchas veces alegada -por los comentaristas de la misma- falta de tiempo: Lenin, en efecto, tenía muy poco tiempo, pero llegó a publicar unos cuantos textos de tanta o mayor extensión que El Estado…, en el período que mencionamos.

[10] El término «soviético» es hoy, por necesidad, polisémico, con al menos tres significados: uno, referente a la URSS, su territorio, Estado y ciudadanía; dos, referente a la época entre 1917 y 1991, en la que existieron las repúblicas soviéticas; y tres, referente al sistema político basado en consejos de trabajadores, que existió en un inicio en esas repúblicas, pero con posterioridad degeneró en una mezcla de cooptación con representación. El sistema estatal soviético fue el paradigma oficial de la propuesta de la Internacional Comunista antes de la Segunda Guerra Mundial, con repercusiones en países tan distantes como China y Cuba; más adelante en el tiempo, fue el paradigma, junto con la Comuna de París, reivindicado desde las ideologías trotskistas y maoístas. En el anarquismo, desde el inicio de los soviets en Rusia, fueron reivindicados como base de una sociedad libre no-estatal. Tal fue la postura de los seguidores de Néstor Makhnó en Ucrania, durante el período de la guerra civil. En 1956, la clase obrera húngara creó soviets durante la insurrección antiestalinista, ahogada en sangre por la intervención soviética -nótese la paradoja a partir del uso del vocablo en cuestión-. Castoriadis reivindicó la lucha por la autonomía de las clases trabajadoras de Hungría y también defendió la posibilidad de que soviets auténticos sean la base de la sociedad autónoma no-estatal.

[11] He preferido usar «pueblismo» como traducción de narodnichestvo, pues el más conocido término «populismo» tiene connotaciones muy diferentes.

[12] La República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR) se crearía en el III Congreso de los Soviets, en enero de 1918.

[13] La posterior disolución de la Asamblea Constituyente por el gobierno soviético, y la sustitución de su carácter de fuente última de legitimidad, con base en un voto secreto con representación proporcional, por una legitimidad presuntamente superior de los propios soviets, basada en un voto casi siempre público con representación de clase, por cuotas y con mandato imperativo, es afín al principio de la «revolución como fuente de derecho», muy invocado en el proceso cubano post-1959. Y, también por el proceso cubano del 33, ver lo que dijo Grau al respecto…, y, en rigor, viene de lejos.

[14] En este caso, utilizo «maximalista» en el sentido más amplio de la palabra, que corresponde en lo fundamental a la percepción que en el idioma ruso, sobre todo en los medios populares, producía el vocablo «bolchevique», alguien que da más; frente a «menchevique», como alguien que da menos; el propio nombre del Partido- por lo demás, muy anterior a los sucesos de 1917, y, como bien se sabe, sin relación con su intencionalidad revolucionaria-radical -fue un megaéxito como gesto propagandístico, como recurso de relaciones públicas y de image-making. Esto fue sin dudas muy favorable a la propaganda del bolchevismo entre los sectores populares y la intelectualidad radicalizada. No por gusto José Ingenieros, por ejemplo, en sus Tiempos Nuevos tradujo, de modo incorrecto, «bolchevique» como «maximalista», error ya exorcizado por John Reed en sus Diez Días que estremecieron al mundo, donde explica con cuidado la incorrección de tal gesto, pues induce al equívoco, ya que existía un partido socialista minoritario no-bolchevique nombrado, por igual, Maximalista.

[15] Tesis avanzada por Groys en su libro Obra de arte total Stalin, traducido y publicado por Desiderio Navarro en Criterios. Para la relación temprana entre bolchevismo y psicoanálisis, ver el artículo de Jorge Luis Acanda, «La confluencia que se frustró: Psicoanálisis y Bolchevismo», (http://biblioteca.filosofia.cu/), publicado también en la revista Temas.

[16] La mayor parte de quienes integraban el Comité Central bolchevique en la época de Lenin o murieron antes, o fueron asesinados durante las represalias estalinistas de 1937-38, cuando se les acusó de alta traición, espionaje a favor de potencias imperialistas y creación de (ficticios) bloques políticos anticomunistas; la verdadera razón fue el bajo número de votos obtenido por Stalin en las votaciones secretas para el Comité Central del Partido, en su XVII Congreso («de los vencedores»; 1934), de cuyos 1966 delegados 1108 fueron arrestados durante el terror de finales de los años treinta; el Comité Central elegido tenía 139 integrantes y candidatos, de quienes fueron fusilados 98, o sea, más de dos tercios. Sin embargo, dentro de la sinécdoque revolucionaria el término «CC leninista» siguió en uso hasta los 1980, tornándose en mera denominación mitológica.

[17] Y cuando la Perestroika, justo la crisis en la percepción de la tradición bolchevique como algo puro -tanto en sentido epistemológico como moral- fue una causa de su final en la URSS. Primero final ideológico, después final organizativo: el Partido antes tan ubicuo, ya no estaría a la mano… El actual Partido Comunista de la Federación de Rusia, aunque invoca con fuerza el mito bolchevique, en lo ideológico es un constructo -también sincrético- bien distinto: unen propuestas de económica social de mercado, estatismo militarizado, nacionalismo gran-ruso, clericalismo ortodoxo, estalinismo, patriarcado y un singular discurso clasista.

[18] Ejemplo clave de cuyo texto es el «Curso abreviado de historia del PCUS», sobre el que Sartre hizo su broma.

[19] Ver: Groys, Boris. Obra de arte total Stalin. Criterios, La Habana.

[20] En algún momento de los años veinte, se hizo famoso el chiste de Nikolai Bujarin, de que: «Nos acusan de establecer un sistema de partido único. Esa acusación es falsa. Tenemos muchos partidos, lo que uno está en el poder, y los demás, en la cárcel». Años después, Bujarin fue fusilado, por órdenes de Stalin, a partir de una acusación, también falsa, de haber creado un «Bloque Trotskista de Derecha».

[21] Es probable que la cultura de la violencia generada por el involucramiento militar del Imperio de Rusia en la Gran Guerra Imperialista de 1914 propiciara la normalización de actitudes antihumanistas en una parte significativa de su población; de manera reciente, se han publicado interesantes análisis que tienden a establecer el punto de que la I Guerra Mundial constituyó una irrupción de la «normal», aunque distante, violencia colonial en los campos de batalla de la vieja Europa, sorprendiendo a poblaciones «civilizadas» en general no acostumbradas a esos niveles de violencia explícita. A pesar de los masivos desaciertos de su etapa monárquica tardía, la Rusia post-reforma de 1861 era sin dudas un ejemplo de ese tipo de «civilización».

[22] Y también: «Solo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad». (1984)

[23] «Iniciación y contra-iniciación»: artículo de René Guénon que apareció en la revista Le Voile d’Isis, febrero 1933, y fue retomado en parte en el capítulo XXXVIII de El reino de la cantidad y los signos de los tiempos: «De la anti-tradición a la contra-tradición», así como en otras partes de su obra. http://simbolismoyalquimia.com/miscelanea/guenoncontrainiciacion.htm

[24] El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, capítulo XI.

[25] La Cuarta Teoría Política (4tp) es un movimiento teórico y político creado por el ruso Alexander Dugin, quien abogó en un inicio por un «fascismo rojo» y después ha elaborado una pretendida síntesis entre tradicionalismo radical anti-moderno, marxismo, geopolítica y «nacional-bolchevismo» (nazismo de izquierda), reivindicando figuras en extremo controversiales, como Gengis Khan, Iván el Terrible, el barón Ungern, Stalin, Himmler, de Wirth, Mackinder, Heidegger, Junger, los hermanos Strasser, Carl Schmitt, Kaddafi, Trump y Putin. Al ser la base de un think-tank de geopolítica tradicionalista eurasiatica, la 4tp promueve de modo extensivo sus influencias entre la derecha y la izquierda radical, así como todo tipo de ámbitos declarados antinorteamericanos, y sus representantes han sido con frecuencia entrevistados por la cadena multinacional TeleSur en calidad de analistas de política internacional e intelectuales orgánicos de la Rusia actual.

[26] Pienso en esa novela y no en otros libros por igual importantes, porque fue escrita muy cerca de los hechos, los focaliza ontológicamente -homologable con la perspectiva ontológica del actor revolucionario-, y la intención de su autor fue muy sociológica: narrar el destino histórico real de un grupo social. Es casi una etnografía. Otras obras que vienen a la mente, incluyendo las ya mencionados, y libros desde La Revolución traicionada de Trotski hasta Archipiélago Gulag, de Solzhenitsin, oscilan entre lo testimonial y la investigación histórica, por lo cual su carácter necesario de texto distanciado es distinto de la inmersión que logra Pasternak.

[27] En la URSS, se han usado, primero, el término «Gran Revolución Proletaria de Octubre», y, con posterioridad, «Gran Revolución Socialista de Octubre». En la Rusia de hoy, la tendencia es, de sencillo, decir «Revolución de Octubre» o incluso «Golpe de Estado de Octubre», este último término importado de los medios emigrados «blancos».

[28] Véase al respecto mi artículo «La victoria no basta. Liberación y ‘contra sí’ en la [Gran] Revolución haitiana (1791-1826)» en Revista Temas no. 65: 77-84, enero-marzo de 2011, y el libro Transdominación en Haití (1791-1826): una mirada libertaria a la primera revolución social victoriosa en Las Américas, La Habana Editorial de Ciencias Sociales, 2010

[29] Véanse, en particular, los trabajos de la profesora María del Pilar Díaz Castañón y su equipo.

Fuente: http://medium.com/la-tiza/octubre-1917-no-fue-una-revoluci%C3%B3n-solo-bolchevique-1f980f638037

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