Traducido para Rebelión por Daniel Escribano
Mi padre fumaba como Santiago Carrillo. Más que por la boquilla, asía el cigarrillo casi por la mitad y, en su mano, el Ducados parecía un sexto dedo. Desde que murió, cada vez que veía a Carrillo por televisión me acordaba de mi padre, no sólo por la similitud entre las maneras de asir el cigarrillo, sino también porque recuerdo que a mi padre le gustaba mucho escuchar las palabras de Carrillo. Cuando aparecía por televisión en el Congreso, nos mandaba callar y escuchaba sus palabras con atención, entre humo, con el cigarrillo negro en la mano.
El martes, cuando supe que Carrillo había muerto, me acordé nuevamente de mi padre y, con él, de una época, la de mi infancia. De repente lo vi todo en blanco y negro, como en la primera cadena de un viejo televisor de UHF. Lo veía lejano y pensé que había desaparecido ya una época, como el humo del cigarrillo en el aire. Con la noticia de la muerte de Carrillo me han llegado también las palabras del rey de España. Dice que no es momento de actuar contra la unidad de España, ni de hurgar en viejas heridas, ni de andar tras quimeras o ensoñaciones… Y, de repente, he sentido que son palabras de antaño, o que están escritas en un papiro. En un momento en que está quedando cada vez más claro que, igual que Carrillo se ha muerto, la estructura de este Estado agoniza, las palabras del rey desprenden olor de naftalina, de ropa pasada de moda sacada de un armario viejo.
Con los años, los testigos de una época van desapareciendo y se cierra una puerta para abrir otra. Juan Carlos sólo ha acertado en una cosa: que estamos en un momento decisivo. Y es que tenemos cada vez más claro que es una quimera hacer creer a alguien que este Estado es un país. Huele a quemado, y no es el cigarrillo negro de Carrillo. Son los papiros de la Antigüedad, ya convertidos en cenizas.
Karmele Jaio es escritora
Deia, 21 de septiembre de 2012
Fuente: http://www.deia.com/2012/09/