En vísperas del centenario, Ediciones Unión acaba de dedicar una Órbita a Virgilio Piñera . Tarea difícil la de reunir en un volumen una selección satisfactoria de textos de quien tuviera obra tan amplia y diversa. La solución se encuentra en escoger, entre tantas opciones posibles, aquella que proponga, a través de su discurso, una […]
En vísperas del centenario, Ediciones Unión acaba de dedicar una Órbita a Virgilio Piñera . Tarea difícil la de reunir en un volumen una selección satisfactoria de textos de quien tuviera obra tan amplia y diversa. La solución se encuentra en escoger, entre tantas opciones posibles, aquella que proponga, a través de su discurso, una relectura de la obra del escritor cubano. Así lo hizo David Leyva, autor del prólogo y de la compilación, con un conjunto de poemas, de cuentos, de cartas de amigos, con un capítulo de novela y una pieza teatral. El lector advertirá a simple vista la ausencia de textos siempre citados, como Electra Garrigó y Aire frío o muy reveladores como La carne de René .
Sin embargo, creo que ha llegado el momento, a favor de la cultura cubana y de la propia obra del dramaturgo, de salir del círculo vicioso impuesto por la costumbre, creadora de verdades irrebatibles. La valoración de Piñera suele centrarse en dos vertientes fundamentales. Por una parte, se limita a la gastada confrontación Orígenes – Ciclón y, por otra, se evoca el injustificado aislamiento al que fuera sometido en los setenta del pasado siglo, sin que pudiera encontrar en vida el reconocimiento merecido.
Coincidió Piñera, a no dudarlo, con los poetas de Orígenes en la entrega absoluta a la literatura, convertida en verdadero sacerdocio, decisión legítima en un contexto cultural donde tantos talentos naufragaron, víctimas de la inconsecuencia y de la falta de rigor. Tan implacable disciplina no condujo a Virgilio y a los origenistas a encerrarse en torre de marfil, en hombres de letras confinados en un laboratorio. Fundaron revistas, animaron editoriales y no permanecieron indiferentes ante los acontecimientos de la historia. Coincidían unos y otros en la aspiración a unir voluntades para promover un programa dinamizador del movimiento de ideas. Pero respondían a concepciones de mundo radicalmente distintas. De ahí las intermitencias en el diálogo entre el autor de La Isla en peso con José Lezama Lima, su ruptura en el momento de Espuela de Plata , su aproximación a la hora de divulgar Orígenes y su reencuentro definitivo al conocerse Paradiso . Los origenistas vieron en la isla la encarnación suprema del misterio y el milagro. Para el otro, atado a lo concreto, fue la «maldita circunstancia del agua por todas partes».
«La existencia precede a la esencia», afirmaba tajante Jean-Paul Sartre en El existencialismo es un humanismo , panfleto que tuvo enorme repercusión en la época. Sería simplista, sin embargo, considerar a Piñera un mero epígono de una zona del pensamiento francés que contribuyó a modelar los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Equivaldría a ignorar la importancia de una experiencia de vida que lo marcó profundamente, pobre, homosexual y artista, una singularidad asumida hasta las últimas consecuencias, comprometido con la palabra y su fidelidad irrenunciable a la verdad. La miseria lo persiguió siempre, desde una infancia en la que un relativo bienestar cayó en un precipicio sin fondo. Por eso, al configurar la imagen de la isla, se detiene en las llagas de los marginados con rabia y dolor que no se desentienden del contexto social.
La inclusión en la Órbita del capítulo inicial de la novela Pequeñas maniobras , subraya la perspectiva crítica de Piñera respecto a sus contemporáneos. Las construcciones míticas se derrumban. Lo concreto suplanta decididamente a lo abstracto. La condición humana se inscribe en una atmósfera banal, situada en los límites de la supervivencia. Encerrado en el estrecho universo de una casa de huéspedes, transcurre el día a día en una rutina donde el tiempo no avanza, donde los grandes acontecimientos de la vida -la boda, la evocación de la muerte– han sido castrados de toda proyección trascendentalista. Un presente carente de sentido en un planeta indiferente interpela el infierno sartreano de A puertas cerradas . Lo hace con sarcasmo subyacente. Abolido el decursar temporal, la progresión narrativa se manifiesta en el crecer del miedo, nacido de la desconfianza, la soledad, la incomunicación y el desamparo.
Muy concentrado, este fragmento de novela establece un diálogo seductor con el teatro piñeriano, lamentable ausencia en la Órbita, impuesta por la necesaria brevedad del volumen. Virgilio no fue un literato que escribiera, entre otras cosas, textos dramáticos. Fue un apasionado hombre de la escena involucrado intensamente en los ensayos de sus obras, crítico del trabajo de los actores, seguidor oculto en medio del público de todas las funciones. En los años setenta, acostumbraba reunirse con amigos en la casa de Enrique Colllado y Gianina Bertarelli. La relación con él databa desde los cincuenta cuando el psiquiatra, muy cercano al mundo artístico, estaba casado con Eva Frejaville. En esa casa de anchos portales era visita frecuente, junto a Julia y Humberto Rodríguez Tomeu. También participaba en las conocidas celebraciones de los viernes. Ahora, en otro tiempo, Gianina era su compañera en el departamento de traducciones del Instituto del Libro. Entonces, a medida que avanzaba la noche, liberado de inhibiciones, Virgilio desempeñaba papel protagónico. Retomaba un repertorio de canciones cursi y recitaba pasajes de poemas y piezas teatrales. Tenía una extraña fijación con la Fedra de Racine, tan vulnerable como él a las circunstancias del destino. Desde las ventanas del apartamento de los Collado, vueltas hacia la Avenida Paseo, podía verse la marquesina iluminada del teatro Mella. «Quisiera ver mi nombre allí», decía apesadumbrado en algunas ocasiones. No podía adivinarlo. Después de su muerte su obra invadiría la escena cubana. Sin embargo, atraída por el fuego como frágil mariposa, Fedra no se percata de su condición hasta el desenlace de la tragedia. Virgilio, en cambio, pobre, homosexual y artista, tuvo siempre clara conciencia de su vulnerabilidad, de su desamparo, de su demanda de afecto y reconocimiento social. En ella se anidaron sus miedos, su desgarrada manera de apelar a la espectacularidad. Misionero de la literatura, bebedor insaciable de fuentes venidas de todas partes y de todos los tiempos, hizo de la cultura instancia preñada de las angustias de la nación. En Buenos Aires, en medio de la alta densidad intelectual de mediados del siglo pasado, entre los Borges, los Sábato, los Bioy Casares y los animadores de Sur , hizo de Orígenes primero y, sobre todo, algo más tarde de Ciclón , vehículos para ilustrar la valía del quehacer de su isla en el campo de las letras, desgarrada entre la voluntad de crecer y las llagas de una humanidad refugiada en la noche. No podía ocultar tan dramático conflicto tras la bonitura de un decorado, ni tras los brillantes rejuegos del ingenio. La palabra era instrumento para la búsqueda de una verdad, la suya, integrada a una cosmovisión.
Piñera fue capaz de sobreponerse a su fragilidad. La Órbita compilada por David Leiva recoge dos testimonios de su postura en situaciones políticas precisas. Dio la bienvenida entusiasta a la revolución triunfante. En carta a Fidel Castro reconoció -como no pudieron hacerlo otros- el silencio de los intelectuales en los días de combate en la Sierra Maestra. Insistió en la marginación de los escritores, inexistentes para el poder político y la sociedad cubana hasta ese momento. Reclamó con firmeza el lugar que correspondía a la cultura. Mal citada con frecuencia, aparece aquí en su integralidad y en su contexto la intervención de Virgilio Piñera en la célebre reunión de los intelectuales con Fidel que precedió las muy conocidas palabras del jefe de la Revolución acerca de la política cultural. En respuesta a un llamado apremiante de Carlos Rafael Rodríguez, reclamando la necesidad de poner las cartas sobre la mesa y señalar los temores que circulaban en el medio, Virgilio responde al reto. Afirma que había rumores sobre una posible implantación de la cultura dirigida en ocasión de la efeméride del 26 de Julio. En un momento crucial, venció su timidez y asumió la responsabilidad de romper el silencio.
La Órbita anticipa la conmemoración de un centenario que ocupará buena parte del 2012. Es la oportunidad propicia para indagar a fondo en la obra del escritor dejando atrás un anecdotario bien conocido. Reintegrarlo al presente es mucho más que un acto de justicia. Es una vía para romper esquemas y ahondar en la rica complejidad de la cultura cubana, para reconocernos en lo que somos.
Fuente: http://www.lajiribilla.co.cu/noticias/noticia.asp?Id=19532