En alguna parte de su vastísima obra, contó don Fernando Ortiz que una persona, en su niñez, le había dicho que Martí parecía blanco por fuera, pero por dentro era negro. En mi niñez yo escuché decir lo mismo, solo que en esa ocasión con referencia al propio Ortiz. Ambas observaciones tenían intenciones denigratorias, pero […]
En alguna parte de su vastísima obra, contó don Fernando Ortiz que una persona, en su niñez, le había dicho que Martí parecía blanco por fuera, pero por dentro era negro. En mi niñez yo escuché decir lo mismo, solo que en esa ocasión con referencia al propio Ortiz. Ambas observaciones tenían intenciones denigratorias, pero hubieran dejado impertérritos a los aludidos. Pues ninguno de los dos, sencillamente, creyó que existieran razas. La primera cita de este formidable libro es de las palabras que Martí estampó en su texto definitivo «Nuestra América»: «No hay odio de razas, porque no hay razas». Cuando tales palabras fueron impresas, al alborear el año 1891, debieron parecer bien escandalosas. Pues a la sazón el mundo, presto a ingresar en la etapa imperialista, conocía un racismo delirante que llegó a contaminar a pensadores positivos en otros órdenes. Incluso habían aparecido supuestas ciencias que abonaban a favor de lo que no era más que un prejuicio esgrimido por los opresores. Como se dice con toda claridad en este libro de Ortiz, el término/concepto «raza» no existía antes de la llegada, en el siglo XV, de europeos al África negra y luego a lo que aleatoriamente iba a llamarse América. La feroz rapiña que siguió a esa llegada, y sería imprescindible para la edificación del capitalismo, es decir, el mundo occidental, llevó a forjar aquel término/concepto de «raza» tomado de la zoología, lo que es elocuente. Más de medio milenio después, las aventuras del racismo han sido (y por desgracia son aún) una de las mayores sinvergüencerías de la historia. Hoy mismo, cuando la explotación de los países del Sur está provocando masivos traslados de sus pobladores a las naciones explotadoras del Norte, en estas se han desenfundado las viejas armas del racismo.
Es un acierto de la benemérita Fundación Fernando Ortiz volver a publicar este libro. Precisamente 2011 ha sido llamado por la Organización de las Naciones Unidas «Año de los afrodescendientes». Y aunque la denominación no sea la más afortunada (pues todos los seres humanos somos afrodescendientes, ya que el Homo Sapiens surgió en África), sirve para rendir homenaje a una de las comunidades más explotadas y más creadoras de la historia.
En nuestro país, que en la primera mitad del siglo XIX llegó a ser la colonia más rica del mundo sobre la base de una esclavitud feroz, fueron esclavos negros los que construyeron nuestras ciudades; y fueron exesclavos muchísimos de quienes, a fines de ese siglo, combatieron para obtener la independencia. Al sernos esta birlada por la intervención estadounidense, esos combatientes sufrieron más que otros los males que ello supuso. Solo la Revolución Cubana triunfante en 1959 sentó las bases para que se alcanzara la plena igualdad de todos los cubanos, sean cuales sean sus colores. Sin embargo, esa meta irrenunciable no es solo cuestión de leyes. Ellas son entre nosotros irreprochables, pero no suficientes. Goethe escribió memorablemente: «Gris es toda teoría, pero verde es el árbol dorado de la vida». Todavía tenemos que bregar para que el ideal de igualdad sea satisfecho en la práctica. Y la obra toda de Ortiz, no solo el libro al que estas líneas sirven de pórtico, es una fuente imprescindible para ese fin.
Ortiz nos enseñó a sentirnos orgullosos de la vasta presencia negra en nuestra vida. Somos un país mestizo (un «pueblo nuevo» en la terminología de Darcy Ribeiro, cuyos componentes han venido todos de fuera y se han mezclado aquí), y estamos en el deber de exaltar y defender dichos componentes, que no están solo en el pasado. Cuando en 1940 Ortiz habló de «transculturación», no dio por sentado que ella había concluido. Se trata de un proceso, en el que nos encontramos aún. Ese proceso ha tenido voceros mayores.
Y más allá de esas grandes figuras, el pueblo llano proclama que nuestro «ajiaco», para seguir con don Fernando, está bullendo en el caldero. Proclamémoslo con alegría y seámosle fieles.