Al llegar a La Habana el domingo 20 de marzo el Presidente Obama se reunió con los funcionarios y empleados de su Embajada y elogió el papel que según él desempeñan en diseminar los ideales de libertad y democracia que, aseguró, constituyen la sustancia del país que dirige. Más tarde encontró a un grupo de […]
Al llegar a La Habana el domingo 20 de marzo el Presidente Obama se reunió con los funcionarios y empleados de su Embajada y elogió el papel que según él desempeñan en diseminar los ideales de libertad y democracia que, aseguró, constituyen la sustancia del país que dirige. Más tarde encontró a un grupo de personas desafectas a la Revolución, y sostenidas también con el presupuesto de Washington y probablemente les obsequió discurso semejante.
Además de las actividades protocolares y reuniones oficiales con el Presidente Raúl Castro tuvo tiempo para participar en un programa cómico de televisión, sostener un diálogo con empresarios institucionales y privados, pasear por La Habana Vieja, asistir a un juego de beisbol y dar una charla en el Gran Teatro Alicia Alonso que fue transmitida en vivo y en directo a todo el país. Vale la pena detenerse en ésta que para los grandes medios fue el momento culminante de la visita.
Su discurso abundó en lo que no se ha cansado de repetir durante casi ocho años y así lo recordó: «Desde el inicio de mi mandato, he instado a la gente en las Américas a dejar atrás las batallas ideológicas del pasado. Estamos en una nueva era… Es ya hora de dejar atrás el pasado. Ha llegado el momento de que miremos juntos hacia el futuro, un futuro de esperanza».
Envuelto cual si fuese algo novedoso el producto que trató de vender es, sin embargo, añejo y gastado. La pretensión de dejar atrás las ideologías, incluso la de dar por terminada la Historia, dicho sea con todo respeto, no son ideas originales ni mucho menos. Ya en los años Sesenta del pasado Siglo Daniel Bell y otros intelectuales asociados al llamado Congreso por la Libertad de la Cultura -cuyos vínculos con la CIA entonces causaron escándalo- las convirtieron en efímera moda y tres décadas más tarde intentó reeditarlas Fukuyama con el famoso libro que, después se vio obligado, aunque fuera parcialmente, a rectificar. Si algo ha acompañado a lo largo de los tiempos a los políticos y a la academia norteamericana es la quimera de que pueden sepultar la Historia o reinventarla.
No faltaron en la disertación alusiones al pasado: «toda mi vida se ha desenvuelto en una era de aislamiento entre nosotros. La Revolución cubana tuvo lugar en el mismo año en que mi padre emigró a Estados Unidos desde Kenya. Bahía de Cochinos tuvo lugar en el año en que yo nací».
Leyendo su discurso inevitablemente recordé a William Faulkner: «El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado».
El propio Obama, probablemente sin advertirlo, confirmaba la advertencia del gran escritor. Su discurso y en general su actuación lo reflejó del modo más explícito. El giro que quiere dar a su política no se aparta de los objetivos concebidos antes que él naciera. «¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora?» -se interrogó con franqueza- «la respuesta es simple. Lo que Estados Unidos estaba haciendo no estaba funcionando. Tenemos que tener el valor de reconocer esa verdad. Una política de aislamiento diseñada para la Guerra Fría tenía poco sentido en el Siglo XXI».
Reconocer un fracaso evidente, algo que todo el mundo sabía, no deja de ser un mérito para el líder de un país acostumbrado a considerarse superior a los demás. Hay que tomar en cuenta que al mismo tiempo el orador, como suele suceder entre los políticos de su país, hablaba, a la vez, a varias audiencias, incluyendo a quienes aun no han descubierto el Mediterráneo. Quizás eso explique por qué no hubo en sus palabras el menor asomo de reconocimiento a la ilegalidad e inmoralidad de una política rechazada desde hace años por la comunidad internacional de forma prácticamente unánime.
Conviene precisar algo. Desde su instauración esa política buscaba «causar hambre y desesperación» a las cubanas y los cubanos y provocar así el derrocamiento del gobierno Revolucionario. Es obvio que no alcanzaron el fin propuesto y en ese sentido «no estaba funcionando». Pero no puede decirse lo mismo del dolor y el sufrimiento que ha provocado a todo un pueblo durante más de medio siglo y constituye el genocidio más prolongado de la historia, aun vigente.
En lo que parecía ser la clave de su discurso el Presidente reveló:
«Esto me conduce a una razón mayor y más importante de estos cambios. Creo en el pueblo cubano. Creo en el pueblo cubano. Esto no es sólo una política de normalización de las relaciones con el Gobierno cubano. Estados Unidos de América está normalizando sus relaciones con el pueblo cubano».
Hacia ese pueblo no tuvo, sin embargo, el menor gesto en busca del perdón. Más bien, «después de haber eliminado de nuestra relación la sombra de la historia», quiso sermonearle sobre cómo debía comportarse en lo adelante.
Como era de esperar la oratoria presidencial ha inspirado numerosas réplicas. En Cuba fue recibido y tratado con respeto. Nadie ignora la importancia de su visita en la consolidación de un proceso que pudiera conducir a una convivencia civilizada entre dos países vecinos pero separados por grandes diferencias.
En su Homilía del Viernes Santo Su Eminencia, el Cardenal Jaime Ortega Alamino, Arzobispo de La Habana, advirtió: «Entre los países, entre nosotros, hace falta el perdón, ¿por qué? Porque la historia no se olvida fácilmente, hay agravios que no se olvidan, no se pasa una página fácilmente, porque hay que perdonar agravios»…»no se pasa la página y no se deja atrás la historia porque la historia es necesaria y la historia es maestra de la vida…hace falta tenerla siempre presente y sin embargo tenemos que vivir reconciliados».
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