La entrada que sobre Franco aparece en el nuevo Diccionario Bibliográfico Español de la Real Academia de la Historia ha levantado numerosas emociones, ha llevado a quejas justificadas e incluso a alguna interpelación parlamentaria. Podría argüirse que es un tema menor, en comparación con los problemas económicos y sociales que acucian hoy a una gran […]
La entrada que sobre Franco aparece en el nuevo Diccionario Bibliográfico Español de la Real Academia de la Historia ha levantado numerosas emociones, ha llevado a quejas justificadas e incluso a alguna interpelación parlamentaria. Podría argüirse que es un tema menor, en comparación con los problemas económicos y sociales que acucian hoy a una gran parte de los españoles. Su autor, el eminente medievalista profesor Luis Suárez Fernández, se ha defendido mal.
En este periódico he apuntado algunos de los disparates históricos que, quizá por casualidad, se han «deslizado» en su nota biográfica. Ahora deseo ofrecer a los lectores una imagen alternativa de su biografiado.
Hubo, en efecto, otro Franco. Tuvo una característica que le separa de cualquier colega de dictadura europeo en el siglo XX. No es, desde luego, de las más recomendables. Mussolini, por ejemplo, hizo eliminar a Matteotti. Stalin, nunca retrasado, se desembarazó de Kirov. Hitler, por su parte, ordenó la ejecución de von Schleicher y de Röhm. Los tres dictadores ya estaban encaramados en el poder. Son casos han dado origen a abundante literatura.
El dictador (perdón, el Caudillo) español dejó no obstante a sus colegas en auténticas mantillas: su ascensión hacia la gloria partió, a diferencia del Duce, del Vojz o del Führer, desde el pedestal del asesinato. Casi sin dejar huellas. Efectuado a hurtadillas por persona interpuesta. Desfigurado de inmediato. Olvidado en la historia. Pero no por ello menos susceptible de caer de lleno bajo el artículo 412 del Código Penal de 1932 entonces en vigor y que, para más inri, mantuvieron incólume las revisiones de 1944 y 1963. Entre las notas que tipificaban la figura de asesinato se hallaban las de alevosía y premeditación (esta última no desapareció hasta la versión,
actualmente vigente, de 1995).
La víctima fue un compañero de armas y de Arma (algunos dicen que también amigo), el comandante militar de Gran Canaria, el general Amado Balmes Alonso, hecho como Goded, Franco y Mola en las campañas marroquíes. El profesor Suárez Fernández no se aparta un ápice de la interpretación que propagó la dictadura (perdón, el régimen): Balmes sufrió un «accidente» al desencasquillar una pistola que apoyó en su bajo vientre. Inteligentemente, no entró en más detalles. Ricardo de la Cierva sí lo hizo. Pero en los archivos militares de Segovia y de Las Palmas existe documentación -que ninguno de ellos manejó- que permite apuntalar la versión opuesta. También, de paso, consignar a la basura el tipo de diligencias que llevaron a cabo unos cuantos militares que iban a sublevarse menos de 48 horas después.
Por fortuna para el historiador, la persona encargada de llevar a Franco el famoso Dragon Rapide no sólo era un antiguo agente de la inteligencia militar británica. También era una autoridad en el manejo de armas cortas, sobre las que había escrito profusamente, y tenía además experiencia forense acumulada como experto en diversos casos criminales. En entrevistas con periodistas ingleses, en 1936 y en 1939, no tuvo inconveniente en afirmar que a Balmes le habían pegado un tiro. Una de las hijas que le acompañó en su expedición a Gran Canaria declaró lo mismo a investigadores del Imperial War Museum de Londres en 1983.
Cualquier historiador que se precie trata de apuntalar sus tesis -en mi caso, acusaciones- con evidencia primaria relevante de época. El profesor Suárez no rebatirá, supongo, tal afirmación. Que en la práctica se haya atenido a ella es algo diferente. A mí me gusta jugar con los autores franquistas, neofranquistas y parafranquistas. Entre los resultados de mi investigación he dejado pistas suficientes para ver si alguno llega a la misma conclusión que el arriba firmante sobre quién habría sido el asesino del general Balmes. Si, como es de esperar, dejó familia, esta no tiene por qué soportar la sombra de la sospecha de que el padre o el abuelo hubiese cometido un crimen abyecto. Habría sido muy de desear que algún tipo de comportamiento deontológicamente correcto lo aplicara el autor de la entrada en el diccionario a la hora de «caracterizar» el régimen de Franco en vez de limitarse a sumar mecánicamente «hechos» sin, como dice, «valorarlos».
Pero como hay historiadores que valoramos, algo consustancial a la profesión, séame permitido expresar mi más profunda indignación ante dos «hechos» que el profesor Suárez ha aducido en defensa de su «biografía»: que en la de Franco no cabe hablar de represión («porque la guerra fue muy dura en los dos bandos») y que la «autarquía» (algo horripilante y de corte fascista) duró «muy poco tiempo: la guerra y un año después».
Sin embargo, la represión violentísima que él esconde se produjo de manera inmediata y de forma particularmente abyecta en el punto mismo en donde se sublevó su biografiado. Los asesores jurídicos de Franco utilizaron argumentos que resultan particularmente odiosos. En Canarias no hubo, sin embargo, un frente de guerra.
Dado su respeto por los «hechos», sorprende que también oculte que la política autárquica se extendiera hasta 1957 si no 1959. En la Fundación Nacional Francisco Franco quizá no haya encontrado documentación respecto a los planteamientos autárquicos que dominaban entonces en la Presidencia del Gobierno. Se expusieron ya a los cuatro años de la muerte de Franco. Hay que leer.
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/3477/otro-franco/