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Acerca de la acumulación terminal del capital

Pactos militares apuntan al corazón de nuestra América

Fuentes: La Jiribilla

El origen del capitalismo está marcado por enormes iniquidades, que Karl Marx pinta en el capítulo XXIV del primer tomo de El Capital con apropiados matices tétricos. Describe la llamada «acumulación originaria del capital» -tipificada en la Inglaterra del siglo XVII- y detalla en toda su magnitud las colosales injusticias que se cometieron al amparo […]

El origen del capitalismo está marcado por enormes iniquidades, que Karl Marx pinta en el capítulo XXIV del primer tomo de El Capital con apropiados matices tétricos. Describe la llamada «acumulación originaria del capital» -tipificada en la Inglaterra del siglo XVII- y detalla en toda su magnitud las colosales injusticias que se cometieron al amparo de las nacientes «libertad» e «igualdad» burguesas, que no serían teorizadas hasta mucho después al acoplarse con la «fraternidad» y devenir consigna para las luchas sociales de siglos posteriores.

Así que «libertad», «igualdad» y «fraternidad»

Muy pronto se pudo apreciar que esta «libertad»,  conquistada con tantas luchas y sufrimientos, traía filo, contrafilo y punta, porque si bien los campesinos ya no fueron siervos, en vez de progresar, empeoraron. Descubrieron que sus amos terratenientes ya ni siquiera les permitían ser siervos de la gleba, y los obligaban a disfrutar de la libertad de abandonar su tierra natal y morirse famélicos y hacinados en los arrabales de las centros urbanos, donde hombres, mujeres y niños laboraban 18 horas diarias por salarios miserables. Los terratenientes necesitaban ahora ganar espacios rurales donde criar ovejas, más productivas de riquezas que los antiguos siervos, y cuyo único reclamo era el de pastar a su antojo.

Los emancipados, en su tránsito hacia la formación de la clase trabajadora, podían ahora abandonar a un empleador desagradable e irse con otro; engañosa «libertad»,  porque los propietarios molestos con sus obreros podían despedirlos cuando les viniera en gana. Y como había un ejército de hambrientos desocupados, los industriales jamás carecían de mano de obra barata; en tanto que el obrero libre y descontento, no podía abandonar una fábrica sin exponerse a las calamidades de la indigencia.

A esa masa de asalariados se fueron uniendo todos los demás que se ganaban «el pan de cada día con el sudor de su frente», debidamente reposicionados, según se arruinaran o prosperaran, en virtud de la competencia entre productores, bajo el imperio de la ley de la oferta y la demanda. Así, la sociedad se fue polarizando entre propietarios de medios de producción y propietarios de su necesidad y capacidad de trabajar, con espacios remanentes o emergentes de los que aunaban ambas condiciones, los pequeños productores agrícolas o artesanales.

El capitalismo se desarrolló, pues, con la expansión de la «libertad», léase, la libertad de industria y de comercio, es decir, la libertad de adueñarse de manera progresiva de todos los recursos naturales y sociales que se pudieran adquirir con dinero, o con guerras «liberadoras» de riquezas. Por eso, el sacrosanto concepto de «libertad» ha sido la bandera de combate del capital, del modo equivalente en que la propiedad privada ha sido su indisputable base de sustentación. Y han luchado rabiosamente por ambas.

Visto su devenir histórico, a la humanidad le sobra la libertad de comercio privado que crea ricos y pobres; y la libertad de industrias, exclusiva de los propietarios para expandir sus negocios; y la libertad de inversiones, que permite gobernar a los pueblos desde lejos.

La llamada «libertad» de prensa tiene otro signo de dominio, con el que el gran capital educa a las masas con vaselina. A la gente hay que embutirle qué le conviene comprar, qué no puede hacer, qué debe pensar. Y sin chistar. La gran prensa internacional presume de prerrogativas divinas, como la de saber cuál es el bien y cuál el mal.

La «igualdad», en cambio, es harina de otro costal

Aquella paridad social teórica recién estrenada de los no propietarios con los nuevos amos devino brutal diferenciación tanto por la forma de alcanzarla, como por la de mantenerla. Así, su emancipación de otrora se convirtió cada vez más en desigualdad, según la fórmula «a más ‘libertad’, menos ‘igualdad'». La «libertad» llegó para ellos a tal extremo de desposesión, que solo tenían sus cadenas que perder.

Mientras tanto, la «fraternidad»  desaparecía, cada vez más oprimida por la «libertad».

A los propietarios nunca les ha convenido la «fraternidad», porque solo puede subsistir en una verdadera «igualdad ‘social’«. Por eso, el capital detesta (y prohíbe o persigue o corrompe, según el caso), a los sindicatos. Por eso reprime las agrupaciones de izquierda. Por eso minimiza todos los comités sociales de trabajadores para defenderse. Por eso ridiculiza los movimientos de solidaridad entre los pueblos. Por todo eso, los propietarios de capital adoptan formas de «fraternidad» personalizada en términos de «ayuda a los pobres» o «regalos por fiestas religiosas» o «atención a niños huérfanos»; en fin, limosnas, propinas, migajas.

Eso no subsana la tragedia de los que reciben sus favores ocasionales, pero limpia los remordimientos de algunos espíritus. Como clase, todos carecen de escrúpulos, se alegran de la sordidez e ignominia en que viven los miserables. El contraste les justifica su pretendida superioridad, su desprecio y abusos.

Con la experiencia añejada durante siglos de poder, el capital se internacionaliza, surgen las inversiones extranjeras y las compañías transnacionales, que siguen pregonando los beneficios de la «libertad», mintiendo sobre la «igualdad» y rechazando cada vez toda posible «fraternidad» humana.

Pero el planeta globalizado tiene un término físico y después de dos Guerras Mundiales por el reparto de zonas de influencia y poder económico, algunas redistribuciones internas entre bloques de países (incluida la antigua Europa socialista en la década final del siglo XX), más varias operaciones de escala reducida (hoy día, las de Afganistán e Iraq), se hace necesaria una nueva expansión, para asumir las ú ltimas reservas naturales y sociales.

Este proceso conclusivo, que podría asumir perfil atómico y liquidar a la Humanidad y el planeta, se nos presenta como una grave enfermedad social en fase final y merecería llamarse «acumulación terminal del capital»;  pero posee idénticas características que su símil inicial: «nace chorreando lodo y sangre por todos sus poros».

Por demás, para una «acumulación estratégica actual» a escala amplificada no es suficiente con la mera potestad de las empresas inversionistas extranjeras; ahora requieren la autoridad y garantía de los estados, y la abierta intervención de sus gobiernos. No se trata de insinuar ni de sobornar. Necesitan establecer compromisos de país a país; el respaldo de convenios de obligatoria obediencia, y de preferencia, militares.

Y a 200 años del inicio de la Independencia de nuestra América, aparecen coyundas armamentistas en forma de bases militares en Colombia, de permiso de estancia indefinida en Costa Rica o de tratado bilateral en ciernes con Uruguay, al decir de su Ministro de Defensa. ¿Para qué?

Mi compatriota, el destacado intelectual Alberto Methol Ferré alertaba desde hace dos años que todo apunta a que el insaciable mayor imperio conocido, ambiciona controlar desde adentro el Atlántico Sur y sobre todo a Brasil, el corazón de América del Sur, el pulmón del planeta, en pleno desarrollo y expansión económica y política mundial, con su biodiversidad, su petróleo y su agua inagotable.

Otra vez la «libertad» del gran capital, en supuestas condiciones formales de «igualdad» entre países muy desiguales y sin la menor «fraternidad» humana; y sustentados por la premisa falaz de que un zorro y unas gallinas libres, pueden vivir en armonía dentro de una misma jaula, cuando es sabido que semejante pacto solo producirá más sangre y lodo para una parte y más riquezas y poder para la otra.

Por desgracia, no es solo cuestión monetaria. Ahora peligran como nunca la soberanía e independencia latinoamericanas, es decir, su verdadera libertad, porque cuando significa autonomía política, social y económica es una mala palabra para el capital. En la unión está nuestra capacidad de enfrentamiento exitoso. Hay que esclarecer, divulgar e insistir en que nuestra región debe mantenerse unida y «libre» de intromisión extranjera, con sus armas de exterminio masivo, convencionales o no.

Se abre de nuevo el combate por la independencia de América Latina y el Caribe, pero ahora como un todo, donde la «fraternidad» aparece en calidad de requisito político y no solo como vocación humanista; es la ú nica forma posible de unión y convivencia en radical y armónica «igualdad», para alcanzar la verdadera y definitiva «libertad», el ALBA de nuestra Historia.

22 de septiembre de 2010

Este texto está basado en una ponencia inédita leída en el Encuentro en Defensa de La Humanidad, celebrado en Caracas, Venezuela en el 2004.

Fuente:http://www.lajiribilla.cu/2010/n489_09/489_22.html