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Palabras-amo: lo libertario, lo utópico, lo subversivo

Fuentes: Rebelión

La palabra libertario es difusa: apenas luce en el credo de pensadores anarquistas de otros siglos, quienes se afirmaban sobre el mundo que les había tocado desde la rebelión de una libertad sin gobierno, leyes ni fronteras; abrían sus ataques de romántica frontalidad contra un estado autoritario desde su fundación, y en ese romanticismo cifraban […]

La palabra libertario es difusa: apenas luce en el credo de pensadores anarquistas de otros siglos, quienes se afirmaban sobre el mundo que les había tocado desde la rebelión de una libertad sin gobierno, leyes ni fronteras; abrían sus ataques de romántica frontalidad contra un estado autoritario desde su fundación, y en ese romanticismo cifraban una mística y una metodología.

El liberalismo del siglo veinte también va tragando a su paso las conquistas y luchas frustradas de la historia de los pueblos, y se apropia en el camino de toda jerga o vocabulario que pueda servirle, despojándolo de un sentido que evoque fuerza y rebelión ante los poderes de facto.

Está visto que hoy y siempre, el sistema acuña palabras bien utilizadas por viejas generaciones; las revuelve en el caldero brujeril de una lexicografía de lo lícito, y las echa al ruedo del habla a través de sus esbirros tertulianos y blogueros. Sin darnos cuenta, estandariza lo maldito, revienta la poesía de voces que dijeron palabras malquistadas con los amos a la hora de levantamientos populares y revueltas. Las desactiva, las vuelve anodinos comodines en el caos parlanchín de las radios, y en las verborreas del supermercado de la tele.

Sin embargo, nos siguen asombrando todavía los románticos anarquistas, por la obstinación secreta de esa furia huraña e insociable, casi privada y de justicia propia, que podría revertir un orden prepotente y territorial. Pero esas certezas de hierro, forjadas al calor del ideario de una concepción de libertad de seres apartados, no fueron más que estallidos y focos aislados de gente que molestaba a los mandones y a los terratenientes, dándoles razones para endurecer aún más las leyes represivas de la época. Y como parece que la libertad es un bien individual, las luchas sólo podían desarrollarse desde inconformistas solitarios que militaban en nombre de otras libertades no luchadas o impotentes. Casi como picaduras de mosquito para un león desprevenido.

Siguiendo con el ejemplo, el liberalismo económico norteamericano, validado por su fiel intelligentsia, adoptó el término libertario durante la segunda guerra mundial para nombrar a los partidarios de un orgulloso individualismo que defendía la propiedad privada por sobre todas las demás libertades. El término evolucionó luego hacia libertarismo, y por fin, a nuestro liberalismo actual, siendo así devuelto su significado primigenio al término, aunque hoy nadie lo use más que como sinónimo de ensoñación de cambios impracticables en la realidad material.

Nunca deja de sorprender que la palabra liberalismo no aluda a la libertad sexual o a la liberación de las clases oprimidas, sino a un sistema económico que en última instancia tiende a revocar estas libertades de forma sofisticada e indirecta. Libertad de comerciar, de pagar lo menos posible al fisco, de hacer negocios en lo ilimitado de un intercambio natural y espontáneo. La libertad a la carta para sacar el mayor provecho de la depredación sin repuesto de los recursos naturales; la libertad de expoliar el planeta y sus riquezas; la libertad empresarial de someter a las masas trabajadoras con contratos basura y derechos laborales mínimos y pisoteados. La libertad de que a ningún depredador, ávido y codicioso, se le pise el poncho en el éxito de su «emprendimiento» (palabra-acto que encierra una nueva ilusión de lo imposible).

¿Qué palabras quedaron vigentes para nombrar lo que hoy reedita su versión en resonancia y ecos de lo mismo?

El comunismo no es una amenaza ya para el mundo, por lo tanto no hacen falta ahora políticas de bienestar social ni paritarias, ni subsidios que implanten la convicción de que en las democracias neoliberales también hay una distribución justa e igualitaria, y que no se necesitan radicalismos de izquierda. Como el cuco rojo pasó de moda, hoy la mascarada del Bienestar Social cae de manera impúdica sobre la memoria lábil de los pueblos indignados.

En aquella versión originaria de lo libertario, la palabra pivote era resistencia. Aplicada al mundo de hoy se trataría de una resistencia jurídica ante el avance de decretos camuflados de leyes parlamentarias; resistencia ciudadana en un mundo administrado por empresarios y políticos accionistas y asesores de lobbies. Y precisamente, son ellos quienes hacen circular un puñado de conceptos de los que se apodera el periodismo, portavoz y gendarme de la propiedad privada comunicadora.

Nos alienamos entonces en categorías, sin más, y no es necesaria ya la fuerza bruta ni el abuso de poder para convencer a nadie de que lo establecido como verdad es lo justo y adecuado, o sea, lo normal. El resto de lo que cae por fuera del discurso será lo patológico, lo medicable, lo absurdo o peligroso.

En base a estos conceptos acatados por la masa televidente, oyente de radio y lectora de periódicos, se estandariza lo subversivo de un mensaje que haga ruptura en el discurso social, para desactivarlo o negativizarlo en su posible efecto revolucionario. De esta manera, aquello que podría subvertir un orden vertical se sataniza y devalúa un decir aceptable que baja a imponerse, al mejor estilo de los Artículos de Fe de la Iglesia durante su período teocrático.

Es interesante la sutil diferencia entre los conceptos atopía y utopía, y su morbosa confusión por parte de los habladores intelectuales del medio periodístico. La atopía es aquello que no comparece en ningún tiempo y lugar.

A través de la literatura política, filosófica, e incluso la narrativa, el discurso social busca convencernos de que la utopía es exactamente lo mismo que la atopía, cuando en realidad, es lo que no ha acontecido todavía en tiempo y lugar, pero que sin embargo podría acontecer algún día remoto si se dan para ello las condiciones materiales. Algo bien diferente y contrario a los determinismos de los que mandan, y que debe volverse un faro que alumbre un cambio revolucionario de la vida.

Tenemos aquí el carácter subversivo del concepto utopía, y por qué es preciso deshabilitarlo como posible por los que frenan toda chance de terminar con el hambre en el mundo y una repartija saqueadora, de pulsión apoderante y criminal asimetría.

Desde luego que si la lengua construye la concepción del mundo de quien habla, ella misma no escapa al control de los manejos lingüísticos que el poder ejerce sobre sus hablantes. En definitiva, pensamos y hablamos como se precisa para no perturbar la dirección ideológica que toma el discurso social, implantado en la comunidad que dice lo que habla.

En la cosmovisión medieval del hablar, ejemplos del control moral de la Iglesia sobre las palabras son los términos infidelidad, compasión, abstinencia, caridad, pecado, libertinaje, indecencia, suplicio, renuncia, culpa, sacrificar, resignación, etc. Todas estas palabras indican una legalidad monádica que se metía por los entresijos más privados de la vida de la gente. Las categorías de pensamiento construidas alrededor de estos conceptos atravesaban como lanzas el hablar de nuestros antepasados, sujetándolos a una prisión verbal que maniobraba a su antojo el mundo simbólico de cada existencia.

En lo colectivo de la comunicación, la subjetividad se alineaba en el zumbar absolutista de estas mismas palabras, repetidas una y otra vez. Palabras que maniatan con un significado que domina la escena, y excluyen la experiencia que se oponga a su sentido. El sexo, las traiciones, la enfermedad, la muerte y el dolor físico, el hambre, la continuidad milagrosa de una vida; las pestes como castigo divino o complot vengativo de los judíos de Europa, etc. Todos esos rumores pasados de aldea a aldea por los caminantes y juglares. Palabras que construyen la realidad magnífica de todo lo que nadie puede ver ni tocar.

Las palabras medievales condensaban la vida en un perímetro perfecto. Se aceitaban como andariveles certeros para desarrollar una vida sin preguntas. ¿Es acaso hoy una reedición sofisticada de aquel oscurantismo que ponía en la boca de todos lo que era preciso decir para estar hablando de algo? ¿Cuáles serán hoy las palabras que equivalen a aquellas de la era medieval? Buen ejercicio, el de tantearlas en un semillero de canjes, reemplazos semánticos y arcaísmos recobrados para mencionar cosas absurdas y fugaces. Palabras que perdieron el vigor fundacional de su emergencia política, repetidas sin énfasis por bocas que saben mentirlas con talento.

Apagados los imaginarios de otros mundos que tuvimos, las palabras subversivo o subversión han sido despojadas de su sentido original en una esfera que apuntala lo más simbólico del término, esto es, aquella acción o mensaje que busca agrietar siempre lo dado, ponerlo en falta y amenazar su perpetua y aparente condición de natural.

En cambio, la connotación que soporta la palabra para la audiencia es la de algo maligno que introduce lo siniestro. No es casual que subversivo sea hoy un concepto leído como sinónimo de terrorista. En este rumbo , la condena es la realidad instituida y no instituyente, traducida en el recorte de lo que vemos en la pantalla de la tele a diario, y en las noticias con que los medios (hegemónicos, por antonomasia) van esculpiendo la opinión pública; the common sense, como quería Stuart Mill.

En las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, los subversivos eran los jóvenes secuestrados en sus casas, arrancados de sus camas calientes en plena madrugada. Los militantes de base, los operadores sociales y alfabetizadores de barriadas y villas de emergencia, los obreros gremialistas, los docentes politizados, y un número extenso de estudiantes y profesionales liberales que pertenecían a sectores medios. Todos ellos, desarmados.

La palabra subversivo fue reflotada por los gobiernos militares genocidas para presentar un enemigo bien nombrado a la sociedad. Como parecía imposible combatir lo innominado, según los manuales castrenses, hubo la restauración semántica de un término casi no utilizado antes en el habla coloquial. Un término que nombraba a aquellos anarquistas que ponían bombas en lugares públicos y casas particulares de gente del poder. ¿Para que robar el significado de palabras corrientes, existiendo ya la palabra adecuada?

Subvertir un orden representaría la ignominia del asocial que corrompe el cuerpo de la sociedad que lo ha producido como individuo. La biopolítica da sus peores metáforas corporativas: el gusano que corroe y pudre manzanas humanas, el cáncer que avanza ganando tejidos a la enfermedad del cuerpo social, lo tóxico que es necesario bloquear para que no haga estallar el organismo entero.

Acepciones de subversivo son: levantisco, agitador, rebelde, guerrillero, peligroso, golpista, perturbador, sedicioso.

¿Quiénes deciden los contenidos de los diccionarios de cada lengua? ¿Existía el concepto de subversivo antes de los movimientos insurgentes en las revoluciones americanas? ¿Se habría acuñado antes de la Comuna de París, de 1871, o de la revolución de 1905 en la Rusia zarista?

¿Cómo nos necesitan los Señores Feudales contemporáneos para conservar su dominio sin interrupción?: incultos, apolíticos, escépticos o desencantados (pues se acabó el hechizo del Ideal), superfluos charladores, ideológicamente confundidos, jamás comprometidos con el otro semejante, racistas, patriarcales, devotos perseguidores del dinero, antisemitas, consumidores conspicuos de toda mitología (zodíaco, tarot, ufologías, conspironoia, preppers, orientalismos ortopédicos, etc.), fanáticos voyeurs del fútbol, amnésicos de los avatares de la historia, los genocidios y las guerras; obsecuentes con los fuertes, ávidos de objetos y artefactos; sufridores en la íntima tragedia de un cuarto miserable, en la entrega cotidiana de esa libra de carne a un Shylock de turno, sin lumbre sindical de lo que cierta vez fueron derechos; la obscena precariedad en su asunción de lo dado como inapelable. La negación de lo colectivo como proceso solidario de recuperación social. Lo libertario, triunfante en su acepción norteamericana.

La libertad de la que gozamos es la del consumo, la de los créditos, la de anhelar posesiones y viajes que nunca gozaremos más que a través de los refuerzos publicitarios y esa probabilística engañosa de los juegos del azar. La libre libertad del libre mercado, en el que nada de lo que haremos carece de valor. Las palabras hechas realidades que predican: precio, activos, gasto, insumo, flujo, ahorro, inversión, crédito, prorrateo en plazos que duran la completa existencia del deudor. La tasa de un interés que flota en la angustia de uno mismo. La libertad de entrar al cepo para obtener bienes, sin quedar del otro lado de la alambrada.

Lo único que queda para echar mano al rescate conceptual es la coherencia que persiste de aquella utopía libertaria de fines de siglo XVIII, delatando la gran farsa en la que los ciudadanos desesperados rastrean una chispa de fuego eterno dentro de su celdilla en la colmena.

Poner el dedo para señalar y dejar la falta a la vista; ser aquel tábano socrático sobre el lomo del caballo aletargado, para que éste despierte a otra realidad potente y en potencia.

Lo subversivo hoy será, entonces, poder discriminar el espectro consumista que se nos propone para perpetuarnos en un sistema que nos conviene en varios aspectos, pero que también nos deja encadenados a una inmovilidad política sin precedentes.

La resistencia a la estupidez (naturalizada como cultura de masas), la recuperación de una ética que rompa la ecuación mortífera del dios Capital («Tanto tienes, tanto sirves para algo»); todo este trabajo de desalienación de conciencias sería la llave de lo libertario, en aquel sentido de los románticos y utópicos.

Los rebeldes, los insurrectos de hoy son los que no aceptan las reglas de sujeción a un plan de dominio intelectual, sostenido con fiereza de atlas en cada uno de los aparatos ideológicos de Estado. El proyecto (sin plan documentado) ha sido desde siempre adormecer a las nuevas generaciones en la escuela, en el cine, en el fomento dedicado del consumo de sustancias y de alcohol, en las pronto olvidables series de quince temporadas; en los programas reality de insolencia chabacana; en las universidades y sus currículas pagadas por los lobbies alimentarios, farmacológicos, agropecuarios, empresariales, etc.; en la literatura de lectura cada vez más fragmentada, cada vez más baladí e innecesaria. La literatura de pie de foto, de frase circulante de cartel; aquello superfluo que borra sin disimulo la historia de la poesía de las cosas. La aniquilación voluntaria de toda forma de concebir la vida fuera de los términos que el neoliberalismo sobredetermina desde el primer descubrimiento del mundo de la Cultura. La poesía hecha humo, reliquia sólo analizable en sesudas cátedras de teoría literaria. El twitter, como pretensión de coagular lo principal en lo liviano pasajero. El instagram, como habitáculo instituido de una imagen que no vale ni siquiera tres palabras. La banalidad de la estulticia, remedando a Hanna Arendt.

Atontar con nuevos contenidos y palabras para la desmovilización política y poética, para esa libertad que facilita la desgracia individual, intramuros, en una tragedia singular que se llora a sí misma, culpable por no obtener logros y capacidades que el sistema demanda con violencia sutil, etérea, seductora. Atontar para el aburrimiento en horas de ocio, para el dócil empuje de años que transcurran en torno a escenas parecidas. Atontar para tocar el riesgo y la velocidad en deportes desafiantes de la ley de gravedad, obligándonos a apostar a una adrenalina en alto como única manera de comprobar que estamos vivos.

Atontar mientras somos nosotros ahora los que seguimos vaciando de sentido las palabras aguerridas, palabras que inscribieron cierta vez gloriosas gestas en la historia. Palabras que hoy se escuchan ampulosas y de otros tiempos más lentos y menos productivos. Palabras que contienen en sí mismas una realidad hecha de significados que ya no comparecen.

Si la lengua la hacen los hablantes, nuestro hablar deshilacha lo bien dicho en imaginarios sepultados; la dominación que aliena en un decir actual que nos atropella lo que no volveremos nunca a decir del mismo modo. Prueba de este cinismo es el discurso de la clase política en el poder: nada de lo que se diga (o desdiga) quedará registrado como escándalo o motivo suficiente para una dimisión o una auténtica condena popular. En tiempos de caballeros y duelistas, la palabra dada implicaba, incluso llegar al suicidio por oprobio o escándalo público de corrupción.

Las órbitas del intercambio se unifican en un código que ablanda y desconecta lo inaudible como tal. Lo adultera antes de soltarlo al ruedo de lo posible, lo disfraza de impostergable y de normal, de accesible y demasiado humano, para que lo recibamos desde la empatía. Todos nos apropiamos de lo ofrecido, lo echamos a la cadena de montaje verbal que acopia y hará circular lo que se permite decir hoy sobre las cosas del mundo, aquellas cosas que habrá que considerar para darle algún tipo de sentido a lo dado.

Como los dioses griegos, los que mandan hoy se muestran sin disimulo con sus debilidades humanas, en una apertura discursiva sin sanción, para que nos identifiquemos en la cercanía de sus errores personales. Las palabras cínicas que construyen realidades esquivas y tendenciosas. El sofisma viaja cómodo de arriba hacia abajo, moviéndose en la univocidad discursiva que lo ampara y convalida. Ya no se precisa el conductismo para atrapar a la gente en monotemas, modismos o clichés. Lo subliminal es una pieza del museo de los recursos de penetración de mercado. No queda nadie para convencer: somos Capitalismo, somos Consumo, somos la legión zombie que marca el paso en la urdimbre de la especie.

Las palabras nos van conversando en una ronda de códigos, nuevos decires, desencuentros, puros equívocos que nunca saben aclararse. Tallan y bordan caminos que se cruzan con los otros para hablar. Alzan proyectos dichos, pronunciables; apagan sueños contados a viva voz, cambian sobre la marcha lo posible por lo cierto, y sostienen en automático el control de nuestras pequeñas barbaries cotidianas. No usamos palabras al azar para decir lo nuestro: escogerlas es un destino predeterminado que partirá de la ideología y su mirada del mundo. Es una flecha disparada en el aprieto existencial de seres que se hablan sin parar nunca, metidos de los pelos en un corredor de balbuceos y revuelos neuróticos que dicen y dicen sin cesar.

Decir lo que el amo quiere que digamos es la batalla mejor ganada desde el poder hacia la masa. Es el bastión que domina sin esfuerzos la vida humana en su transcurrir globalizado. ¿Y qué querrá el amo lingüístico que pongamos en el melodrama del decir? ¿Cuáles palabras inventan hoy imaginarios que amaestrean para la inmovilidad política y el consumismo?

Palabras asociadas a la política institucional, como usina de desmanes, latrocinio y corrupción. La política fusionada a lo político, en la remota injerencia de un ciudadano que debe resignarse a leer las noticias en el diario. Palabras-estuche de contenido sorpresa, ¿cómo leer palabras que enjuagan los significados, según la conveniencia del que habla? No decimos de casualidad lo que creemos decir, y las palabras que usamos no son nuestras en la elección instantánea de su uso. No hay palabras inocentes ni robadas. Desde la biopolítica otra vez, seremos un cuerpo tenso y extenso, impasible, amnésico y robusto de palabras que se prestan y avasallan. Pero en ese mecanismo eficiente del hablar, un discurso supremo tirará siempre con fuerza de los hilos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.