El fenómeno nacionalista en Cataluña viene utilizando palabras, conceptos y sucedáneos diferentes desde hace muchos años para mantener la tensión independentista bajo fórmulas muy dispares. De esta forma, se activan distintas etapas en función de las necesidades logísticas y mediáticas del instante político concreto, trasladando la idea de renovación constante pero también de escasa maduración […]
El fenómeno nacionalista en Cataluña viene utilizando palabras, conceptos y sucedáneos diferentes desde hace muchos años para mantener la tensión independentista bajo fórmulas muy dispares. De esta forma, se activan distintas etapas en función de las necesidades logísticas y mediáticas del instante político concreto, trasladando la idea de renovación constante pero también de escasa maduración del proceso y el proyecto de las fuerzas políticas que sostienen y juegan a favor de la independencia fuera del Estado español.
Ese vaivén incesante de palabras y eufemismos intenta alimentar las emociones catalanistas sin cansar en exceso al electorado ni gastar los conceptos que subyacen tras las proclamas políticas. Lo importante es oxigenar externamente las propuestas e iniciativas con el propósito de que la masa ciudadana no arroje la toalla sentimental y se dé por vencida.
Es la estrategia predilecta de CiU y de las clases capitalistas hegemónicas para llenar sus alforjas de votos interclasistas entusiastas con la independencia política. De esta forma rompen el espinazo a la izquierda real y vacían de contenido fuerte el conflicto social entre el mundo empresarial y la fuerza de trabajo.
El maquiavélico escenario hace u obliga a los partidos de la izquierda transformadora a sumarse al carro de la emoción independentista liderado por la derecha nacionalista, diluyendo sus mensajes en la gran razón de ser de la presunta independencia. La problemática social siguiendo estas directrices marcadas por las emociones a flor de piel que fomenta CiU, quedan en un segundo plano, permitiendo que las clases altas gobiernen a su antojo el teatro público desde un neoliberalismo similar al del PP o de otra derecha homologada del concierto internacional.
La tensión nacionalista otorga bazas negociadoras ante Madrid a CiU, apareciendo mediáticamente como los próceres del sentimiento exclusivo de ser catalán. Cada patria capitalista tiene su propio estandarte e icono nacionalista: PP-España, los gaullistas-Francia, conservadores-Reino Unido, democristianos-Alemania…
Las derechas saben muy bien que las grandes palabras simbólicas movilizan a las masas más allá de sus intereses de clase, borrando cualquier diferencia social y política en torno de una idea visceral que nos remite a pasados gloriosos y singulares. Este condicionante llevado a extremos radicales ha dado como resultado, en caso de necesidad imperiosa para la clase dominante, al nazismo, a los fascismos varios, a dictaduras militares y asonadas golpistas de diverso signo, según cada contexto histórico (Franco, Hitler, Mussolini, Pinochet, Videla…).
Las palabras esconden tanto como expresan y son excelentes vehículos de conveniencia para conducir a las masas a objetivos tácticos de naturaleza muy diferente. El juego de CiU es doble: atizar a la ciudadanía y poner freno a su capacidad de legítima decisión democrática; movilizar emociones en su provecho y detener capacidades críticas en su contra. No es muy distinto a lo que realiza el PP en España, con ayuda implícita o expresa del PSOE, rol que en Cataluña está reservado a Esquerra Republicana.
Palabras o conceptos más usados desde la transición por el nacionalismo catalán: hecho diferencial, proceso participativo, consulta, referéndum, derecho a decidir, elecciones plebiscitarias, enemigo, adversario, independencia, autodeterminación, pueblo, soberanismo, sujeto legal o legítimo… Todas ellas tratan de definir en la superficie un momento histórico determinado sin expresar una voluntad política definitiva.
La capacidad camaleónica de CiU (y del PNV en el País Vasco) para adaptarse a las circunstancias más adversas del momento político concreto son casi perfectas. Su nacionalismo recalcitrante deja en segundo plano su genuina ideología de derechas, captando votos en cualquier caladero o segmento de población, incluso en aguas tradicionales de la izquierda.
Y ahí permanecen, instalados en el poder de manera inamovible, votando con el PP la mayoría de veces en el Congreso de los Diputados en materias económicas, de sanidad, educación y orden público, desmarcándose estéticamente en asuntos sensibles que conciernen a los marcos del autogobierno de sus respectivas comunidades autónomas o nacionalidades constitucionales.
En ese escenario ad hoc, las izquierdas transformadoras navegan a la deriva entre las emociones patrióticas alentadas por la derecha y sus principios clásicos de defensa y representación de la clase trabajadora. Engancharse al carro sentimental de la independencia obliga a reducir sus reivindicaciones sociopolíticas profundas, una renuncia que difumina sus señas de identidad ideológicas de modo muy acusado.
Técnica y moralmente tienen razón democrática todas aquella personas que solicitan un referéndum para que se exprese con libertad la ciudadanía acerca de si quiere permanecer ligado a un Estado federal o supranacional o desea, por el contrario, dotarse de instituciones propias. Lo que sucede es que echando el resto en esta propuesta política sin antes haberla madurado en la práctica a través de soluciones políticas transformadoras, se pierden capacidades y energías preciosas para elaborar políticas de izquierda que desenmascaren las soluciones liberales que postulan los nacionalismos de derechas de CiU o grupos afines.
Hacer patria sin conciencia de clase solo traerá decepciones y estados ficticios bajo el dominio férreo de la globalidad capitalista. La independencia en sí misma no resolverá la dualidad capital-trabajo por arte de magia ni terminará con la crisis de la noche a la mañana.
Los sujetos legítimos se hacen en la historia cotidiana enfrentados a la realidad social de su época. Las leyendas solo nutren al imaginario popular de iconos y símbolos contradictorios ajustados a gregarismos primarios de índole emocional y pasiva.
En los tiempos que corren, los nacionalismos representan opciones o alternativas trasnochadas. El origen étnico, cultural o nacional son convenciones, a veces artificiales, que cumplen una función social y política fundamental: establecer diferencias en el orden capitalista para crear conflictos de orden público secundarios.
Por supuesto que hay que dejar que la gente se exprese con sus rasgos propios y su idiosincrasia particular desde el respeto escrupuloso al otro. Ahora bien, exacerbar las diferencias históricas y culturales en detrimento de causas comunes más elevadas es entrar en el juego de intereses de las clases altas globalizadas y de los mercados anónimos mundiales.
El verdadero derecho a decidir reside en la autodeterminación de la clase trabajadora como elemento esencial e indispensable que crea toda la riqueza de la Tierra. Las diferencias culturales no deben ser jamás óbice u obstáculo para un mundo solidario y en paz sostenible. Pero nunca hay que olvidar tampoco que esas «diferencias» son alimentadas y utilizadas siempre por las derechas en su propio beneficio.
Las clases trabajadoras no van a la guerra (social o militar) por voluntad propia sino atizadas por los intereses partidarios de la clase hegemónica, que cuando la competencia entre países o territorios se hace insostenible dejan que las armas diriman por la tremenda el nuevo statu quo de conveniencia. Así es el sistema capitalismo desde sus mismos orígenes. Si las izquierdas continúan en la actitud subalterna de colgarse de caminos independentistas sin salida hacia la izquierda coherente e internacionalista, los nacionalismos de derechas seguirán teniendo la sartén por el mango para presentarse ante el electorado como paladines de las emociones y sentimientos patrióticos.
La lección catalana puede servir para abrir los ojos a las izquierdas de muchos países. Ni Pujol ni Mas son independentistas. Su nacionalismo instrumental es una forma de gestionar los intereses de las clases catalanas dominantes con el concurso pasivo del pueblo de Cataluña mediante añagazas y tretas de salón que van del derecho a decidir a la autodeterminación y del proceso participativo a las elecciones plebiscitarias. Su inventiva semántica no parece tener límites.
PD. Pregunta al aire: ¿por qué no se introducen por ley en el modelo educativo constitucional de todo el Estado español las asignaturas optativas u obligatorias del catalán, el euskera y el gallego? A simple vista da la sensación de ser una fórmula ideal de poner en contacto las diferentes sensibilidades culturales y singularidades históricas del conjunto estatal desde la primera infancia. Ok al inglés u otras lenguas foráneas, pero tampoco estaría nada mal interconectar a través del lenguaje a todas las realidades autonómicas o históricas de España.
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