En un periódico local de Leganés, la ciudad de Madrid en la que, desde hace muchos años, vivo, trabajo y amo, informan hoy de la denuncia que ha hecho pública la sección sindical de UGT del Ayuntamiento por el indecente número de cargos de confianza contratados a sueldo en la Administración local, que es como […]
En un periódico local de Leganés, la ciudad de Madrid en la que, desde hace muchos años, vivo, trabajo y amo, informan hoy de la denuncia que ha hecho pública la sección sindical de UGT del Ayuntamiento por el indecente número de cargos de confianza contratados a sueldo en la Administración local, que es como decir a sueldo de todas y todos nosotros, los ciudadanos comunes que aquí vivimos, trabajamos y a veces hasta amamos. En los albores de este nuevo año se ha alcanzado la cantidad asombrosa de sesenta cargos de confianza, asesores de todo y de nada, que por lo visto pululan por las dependencias municipales sin que nadie sepa a ciencia cierta cuál es su cometido y sin que ellos mismos tengan la más remota idea de qué es lo que ha de hacerse en un ayuntamiento, pero gozando naturalmente de un salario elevadísimo, que ni se ganan ni piensan ganarse en el futuro. Después de todo, el mérito por el que han logrado el puesto no es su capacitación profesional ni la profundidad de su conocimiento en materia alguna, sino la servidumbre hacia uno u otro jefe de bandería política. O sea que han sido premiados por ejercer de buenos lacayos.
Hace ya más de una década escribí para la revista de una asociación de vecinos un artículo en el que, con el título de «Caciquismo en la Administración pública», quise alertar a la ciudadanía por el repugnante espectáculo de esta creciente tropa de ineptos cuya mayor virtud es su infinita bajeza moral, suficiente como para hacer del vasallaje y la adulación una forma de vida. Creo recordar que por aquel entonces contaba el Ayuntamiento de Leganés con una veintena, aproximadamente, de cargos de confianza, una cantidad que me parecía, y me sigue pareciendo, exagerada. Ahora se ha triplicado, nada menos. Y si existe algún ejemplo de la indolencia que padece nuestra sociedad, es sin duda uno de los más significativos el hecho de que los vecinos y vecinas de Leganés no se hayan sublevado por esta desvergüenza y los hayan sacado a rastras de sus despachos. Que es, ni más ni menos, lo que se merecen, los cargos de confianza y los políticos que se rodean de ellos como si precisaran de una especie de séquito medieval.
Leganés no es por supuesto un caso excepcional en nuestro país. Pero en este asunto el mal de muchos no puede servir de consuelo ni para los tontos, sino todo lo contrario. En todos los niveles de la Administración pública los políticos elegidos por los ciudadanos para que les gobiernen lo primero que hacen es reclutar a su particular ejército de cargos de confianza. Circunstancia que acostumbran a pasar por alto los medios de comunicación cuando denuncian los elevados sueldos de los políticos. Porque, detrás del sueldo de cada alcalde, concejal, consejero o presidente de Comunidad Autónoma, vienen ineludiblemente las docenas y docenas de sueldos de su personal designado a dedo. Y en esta funesta costumbre, por desgracia, no cabe hacer salvedad de ninguna formación política importante con representación institucional. Dicen que, cuando en el Ayuntamiento de Leganés la oposición del PP reprochó al gobierno el excesivo número de cargos a dedo, los del PSOE e IU, que a lo que parece gobiernan, recordaron los casi cuatrocientos cargos de la administración autonómica dirigida por Esperanza Aguirre. Bonita excusa de la desvergüenza propia recordar la de los otros.
Pero no es el problema mayor, con ser grave, de la proliferación de cargos de confianza el elevado coste para las arcas públicas del sostenimiento de tan ingente muchedumbre de vagos. Ni siquiera lo es que su incompetencia les lleve a cometer un sinfín de desmanes en su gestión que luego haya que resolver, si es que se puede. Lo peor de todo es la destrucción de la democracia. En cualquier sociedad moderna, el papel que desempeña la Administración pública es crucial y determina la existencia cotidiana de todos y cada uno de los ciudadanos; es esencial la objetividad en su actuación, la imparcialidad y desde luego la profesionalidad de los trabajadores y trabajadoras que la integran. Una de las garantías más importantes de que no se han de cometer abusos de poder reside en que los empleados públicos cumplan en su labor con las leyes aprobadas en el Parlamento y no dependan de la arbitrariedad del político de turno. Y ello solamente puede lograrse si tales empleados públicos han llegado a serlo por haber superado un proceso selectivo que haya evaluado objetivamente sus conocimientos y su capacidad. Si los cargos de confianza, cuyo salario depende del político que los designa, suplen en su función a trabajadores independientes e imparciales, la estructura interna del Estado, que la conforma mayoritariamente la Administración pública, se pudre al ser penetrada por el mero caciquismo. Y entonces el Estado pasa a ser coto de la jerarquía de los partidos políticos, que con frecuencia son a su vez coto de los grupos empresariales y financieros que les pagan, y el conjunto de la democracia se convierte en una farsa.
Cuenta Trotsky en sus memorias que de su paso fugaz por España recuerda haberle llamado poderosamente la atención al leer los periódicos el uso de la palabra «pancista», para la que en ruso no hay traducción exacta. Tratándose de alguien que como él había padecido la tiranía de los zares y después las tropelías del estalinismo, no deja de sorprender su sorpresa. Se le antojó en cualquier caso una palabra ingeniosa, que fácilmente se podía elevar a la categoría de concepto político universal. Pero el hecho de que fuera inventada en nuestro país seguramente tiene sus motivos. El pancismo fue, y sigue siendo, una de las más repelentes manifestaciones del caciquismo que aún transpira por todos los poros de nuestro sistema político, administrativo y judicial. Y continuará siéndolo mientras el pueblo que tuvo el ingenio de darle nombre no tenga además la valentía de rebelarse contra él.