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Cronopiando

¿Para cuándo en las escuelas dominicanas?

Fuentes: Rebelión

Ahora que acabamos de asistir a un nuevo aniversario del Día Internacional de los Derechos Humanos oportuno es insistir en que en ninguna persona, como en la mujer, vamos a encontrar representada la orfandad de derechos que pueda llegar a padecer un ser humano. Toda conculcación de un derecho humano siempre encuentra un agravante más, […]

Ahora que acabamos de asistir a un nuevo aniversario del Día Internacional de los Derechos Humanos oportuno es insistir en que en ninguna persona, como en la mujer, vamos a encontrar representada la orfandad de derechos que pueda llegar a padecer un ser humano. Toda conculcación de un derecho humano siempre encuentra un agravante más, otro nuevo ingrediente que sumar a su desamparo cuando la víctima agrega a su condición de refugiada, de pobre, de presa, de negra, de desempleada… su condición de mujer.

Y erradicar la discriminación de la mujer y la violencia machista como su más sangrante sesgo, es una larga lucha a llevar a cabo en todos los espacios sociales.

Hacen falta leyes, es verdad, que encaren con rigor y contundencia la discriminación de la mujer y la violencia machista, pero también son necesarios jueces capaces de interpretar las leyes al amparo de prejuicios tan comunes en ellos. Recuerdo, años atrás, las declaraciones de un magistrado con respecto al caso de una niña secuestrada en plena calle y violada, que llamaba la atención sobre «la actitud irresponsable de las madres que dejan a sus hijas caminar libremente». A falta de un mejor culpable, el juez responsabilizaba a la madre, al parecer, única custodia y salvaguarda de su hija, de permitirle «caminar libremente» por la calle, como si hubiera otra manera de regresar a casa, y como si las violaciones, la mayoría lo son, no fuesen cometidas por familiares de la víctima y, precisamente, convirtiendo el propio hogar en la escena del crimen.

Otros jueces han preferido encontrar en la brevedad de unas faldas o en la «provocativa» manera de vestir de la víctima la causa y la culpa del crimen.

Recientemente, un juez español, Juan del Olmo, dictaminaba que llamar «zorra» a una mujer no constituye menosprecio o delito. En todo caso, la intención de compararla con un animal para que «actúe con especial precaución». Y especial precaución, efectivamente, debía tener la mujer que interpusiera la denuncia porque había sido amenazada de muerte.

Y también hace falta un lenguaje que no esconda a la mujer, que no la subordine ni anule, que no la dé por supuesta cuando no la nombra, pero también hablantes que no desvirtúen las palabras, que no las contaminen, que no contemplen acepciones tan disímiles como el zorruno ejemplo que citara o las diferencias que pueden deducirse entre un hombre público o una mujer pública. Son incontables los términos que responden a un doble lenguaje en función del género, tantos como los eufemismos con que se justifica y ampara la discriminación y la violencia machista.

Siguen los medios de comunicación insistiendo en hablar de «delitos pasionales», como si no tuviera pasión por el dinero el atracador que roba un banco, o pasión por el poder el político que elimina a un adversario, aunque a nadie se le ocurra denominar como delito pasional un asalto o un golpe de Estado. Siguen los medios aceptando la excusa del amor y de la propiedad para justificar un crimen.

«Yo fui el primero que la vivió» alegaba un hombre que asesinara a su esposa frente al tribunal que lo juzgaba. También fue el último que la mató. Para muchos hombres, l as mujeres nacieron muertas, fueron creciendo muertas, se desarrollaron muertas y así han vivido muertas hasta que, finalmente, un varón, en un desprendido gesto de generosidad decidió darles la «vida», porque la vida, tal parece, es una condición ajena al hecho de ser mujer, una prerrogativa que a las mujeres les llega de afuera y cuyo portador, inevitablemente, debe ser un hombre. La «viví», la «gocé», son expresiones tan comunes como repugnantes, entre otras razones, porque excluyen del gozo y de la vida a la mujer, porque la convierten en un simple recipiente inanimado a ser usado con o sin su consentimiento, porque la deshumanizan reduciéndola a una condición aún más penosa que la animal para que nunca un concepto tan hermoso como «vida» haya tenido tan triste connotación.

Un padre desolado por la violación y asesinato de su hija declaraba a los periodistas, luego de que un haitiano fuera detenido y acusado del crimen, que él sabía que el haitiano le estaba «enamorando» a su hija. Y ese verbo «enamorar», tan vinculado a los sentimientos, tan «disculpable», tan «humano», tan «hermoso», tan común en nuestros campos para definir o explicar relaciones, no responde a los hechos cuando quien está siendo «enamorada», como era el caso, tiene 11 años y es un adulto el «enamorador».

La cobertura sentimental con que arropamos en nuestro lenguaje las más viles y machistas conductas, descargan de culpa sus responsabilidades y, tanto en las esquinas, en las redacciones de los periódicos como en los tribunales, transforman en «pasional» el crimen, vuelven comunes y entrañables los «celos» asesinos, y convierten al criminal en un «enamorado». Al fin y al cabo, la mató «porque la quería», «porque no podía vivir sin ella», porque fue el primero que la «vivió» y cuando sólo trataba de «enamorarla».

El amor no es una enfermedad que inevitablemente desencadene síntomas como los celos o genere angustias, reproches y violencia. El amor no mata y habrá que buscar otros culpables para explicar la razón de que en República Dominicana seis de cada diez mujeres muertas violentamente lo sean en su nombre.

Reiterar como «delitos pasionales» los asesinatos de mujeres descarga de culpa al homicida, presa de una «pasión irrefrenable y común, por demás comprensible», y contribuye con el asesino a la edificación de una coartada que lo justifique. Frente a terroristas que «matan por matar», fundamentalistas que «asesinan por odio», psicópatas que «disparan por ser locos», satánicos que matan poseídos por el diablo, un nutrido grupo de asesinos, el más numeroso, el más impune y el que más muertes provoca, curiosamente, mata «por amor».

Un amor que, en algunos casos, otra burla cruel, hasta se permite la mensual recompensa de la pensión de viudedad a quien fue condenado por asesinar a su mujer. El caso, no es el primero, se denunciaba en estos días en la prensa gallega. Un hombre condenado a 26 años por matar a tiros a su mujer y a su hijo en 1998, ha venido cobrando desde entonces de Hacienda alrededor de 800 euros como pensión de viudedad. El caso habla por sí solo de la desidia administrativa en relación a la violencia machista.

La principal desgracia que tiene República Dominicana y muchos otros países donde ser mujer puede costar la vida, es la violencia machista, y el problema es que ni siquiera parece haber conciencia de la insoportable gravedad de una situación que, al margen de puntuales excepciones, sólo la encaran organizaciones de mujeres, casi siempre desconsideradas, sometidas a la burla y el escarnio por unos medios de comunicación que son, consciente o inconscientemente, sostenedores de las causas que alientan esa violencia.

Lo son, a veces, por lo que dicen, cuando ensalzan inobjetables y distinguidas reputaciones en absoluto afectadas por una conducta violenta y machista si por el medio suenan los apellidos o los recursos del delincuente; y lo son, también, por lo que callan, secundando las versiones oficiales sin mayores reparos ni objeciones, como cuando aceptaron de buen grado el suicidio en 1998 de dos niñas de doce años que habían sido halladas muertas. Aún en el caso de que así hubiera sido, a los doce años no puede haber vida de la que arrepentirse ni arrepentimiento que pueda costar la vida. Sólo cuando esos pocos años se han visto sacudidos por toda suerte de maltratos, de vejámenes y agresiones, es que dos niñas pueden llegar a buscar en el suicidio la infancia que se les ha negado, pero entonces no estaríamos hablando de suicidio, sino de un crimen perfecto, un crimen con tantas huellas que no sería posible acusar a nadie sin acusarnos todos. El crimen, el mismo crimen que nuestra sociedad comete todos los días contra niñas maltratadas por quienes están llamados a ser sus guías y su amparo, violadas por quienes tienen la responsabilidad de protegerlas, vendidas a prostíbulos por quienes deben procurar su bienestar.

Son esos medios, precisamente, quienes más pueden contribuir a enfrentar la ideología machista negándole sus coartadas, sea desde crónicas o titulares; rechazando la publicidad sexista; suprimiendo las emisiones de música que propongan «comerse ripiada a una mujer», o «matarla porque no tiene corazón», por ser «mala mujer», o porque «le gusta la gasolina»; eliminando la difusión de cualquier contenido que aliente o justifique la discriminación de la mujer, porque m ientras esta sociedad siga considerando a la mujer como un objeto, como una propiedad; mientras se siga denigrando a la mujer a través de burdas y soeces canciones; mientras siga siendo motivo de repulsivos chistes en tertulias de medios; mientras persista la discriminación laboral, jurídica o de cualquier índole; mientras siga utilizándose a la mujer como reclamo sexual de cualquier comercial, concurso o vídeo‑clip; mientras sigamos hablando de «delitos pasionales» y los celos sigan siendo la más humana de las excusas y el alcohol el más socorrido de los pretextos; mientras las denuncias contra los malos tratos sigan siendo atribuidas a «pleitos de marido y mujer»; mientras el asesinato de una mujer pueda representar para algunos criminales, incluso, prestigio y reconocimiento social; mientras sigamos advirtiendo en cualquier gesto amable de mujer una inequívoca señal de interés personal, en cualquier cortesía de mujer una desesperada invitación a la cama y en cualquier sonrisa de mujer una irrefrenable incitación al sexo; mientras sigamos sin entender que la violencia machista no es el problema sino la consecuencia de una ideología que esta sociedad encumbra y esconde en la bragueta de abajo y en la bragueta de arriba, no tendremos derecho a ser una sociedad, ni a progreso alguno, ni a soñar con un mejor futuro, tampoco a la dignidad que se supone a la condición humana.

Y sí, hay que crear leyes, hay que formar jueces, periodistas, profesionales capaces de entender la discriminación de la mujer y todas sus brutales secuelas y, en consecuencia, enfrentar la ideología machista, pero si hay un espacio en el que esta sociedad debiera volcarse, ese espacio es la escuela.

Cuenta Eduardo Galeano que, hace 200 años, Simón Rodríguez, director de Educación en la bolivariana Venezuela, a pesar de quienes creían que «el cuerpo es una culpa y la mujer un adorno», «sentó a estudiar juntos en las escuelas a niños y niñas que, además, estudiaban jugando.» Así debía de ser, afirmaba Simón Rodríguez, «para que desde niños, los hombres aprendan a respetar a las mujeres y las mujeres aprendan a no tener miedo a los hombres». También decía que había que ayudarles a pensar, a usar su propio juicio, a preguntar lo que ignoran, «porque pidiendo el porqué de lo que se les manda hacer, se acostumbran a obedecer a la razón: no a la autoridad, como los limitados, ni a la costumbre como los estúpidos», y señalaba Rodríguez que «al que no sabe cualquiera lo engaña, y al que no tiene cualquiera lo compra». «Enseñen y tendrán quien sepa; eduquen y tendrán quien haga», insistía quien fuera maestro de Simón Bolívar.

Dos siglos después seguimos necesitando en República Dominicana instituir esa imprescindible zapata social

para la convivencia y el desarrollo que es la escuela, en la que restituir en cada ser humano todos sus derechos a ser y manifestarse, en la que aprender a construir entre hombres y mujeres relaciones de equidad y respeto.

Y esta necesidad no admite un solo día de espera.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.