Por segundo año consecutivo, la Encuesta de Condiciones de Vida que elabora el Instituto Nacional de Estadística ha confirmado una situación política y moralmente intolerable: uno de cada cinco habitantes del país vive con ingresos situados por debajo del umbral de pobreza relativa. En total, en la próspera y feliz Celtiberia hay ocho millones y […]
Por segundo año consecutivo, la Encuesta de Condiciones de Vida que elabora el Instituto Nacional de Estadística ha confirmado una situación política y moralmente intolerable: uno de cada cinco habitantes del país vive con ingresos situados por debajo del umbral de pobreza relativa. En total, en la próspera y feliz Celtiberia hay ocho millones y medio de personas pobres. De las cuales, la mitad son pobres por decreto.
Hablamos de los pensionistas más humildes con prestaciones mínimas, de viudedad, no contributivas, SOVI. De los desempleados de larga duración que perciben un cicatero subsidio. No es ninguna exageración decir que su pobreza es decretada pues no en vano el Gobierno fija la cuantía de esas prestaciones a través de Reales Decretos-leyes sancionados por el Jefe del Estado. Para justificar esta inmoralidad se podrán hacer todas las mixtificaciones que se quieran, pero la cruda realidad demuestra con números que en España, octava potencia económica del mundo por la magnitud de su Producto Interior Bruto, la pobreza de millones de ciudadanos se debe a la voluntad de sus gobernantes.
Don Nicolás Salmerón, presidente de la I República Española, dimitió de su cargo para no verse obligado a firmar las sentencias de muerte dictadas contra los cabecillas de la fracasada insurrección cantonal de 1873. Pero descuiden ustedes, que a ninguno de los miembros de los poderes Ejecutivo, Legislativo o Judicial, sin hablar de un Rey al que nadie ha elegido, se le pasará hoy por el magín la idea de dimitir para no ser cómplices de las decisiones que decretan esta nueva modalidad de muerte civil para un quinto de la población.
En una sociedad opulenta, aquellos que se ven privados del acceso a los bienes de que disfruta el sector bien instalados quedan excluidos de facto de la vida social. Pueden votar, sí, una vez cada cuatro años, pero el Establecimiento no tiene en cuenta para nada a quienes no pueden pagarse unas vacaciones mínimas, una vivienda o una residencia cuando llegan a la edad anciana. Y esa exclusión es equiparable a la peor de las muertes civiles.
La maraña legal y administrativa que reglamenta las prestaciones sociales a estos infracuatrocientoeuristas actúa con criterios miserables no sólo por las bajísimas cuantías de las mismas, sino también por las draconianas condiciones que impone a los receptores. Sirva de botón de muestra constatar que a un desempleado mayor de 52 años se le niega, si percibe el subsidio, la posibilidad de participar en alguno de los sorteos propios de estas fiestas navideñas. La ley no se lo prohibe taxativamente, pero, si la Fortuna se pusiera de parte del desempleado agraciándole con un modesto premio, poco duraría la alegría en casa del pobre. Pues pronto se toparía con el Estado dispuesto a estropearle la fiesta.
En 2006, la cuantía del subsidio por desempleo alcanza la fastuosa cifra de 383,28 euros mensuales por 12 pagas, lo que la sitúa por debajo del umbral de pobreza. Para percibir ese magro auxilio, el interesado ha de cumplir, entre otras severísimas condiciones, la de no obtener por otras fuentes rentas superiores al 75% del Salario Mínimo Interprofesional. Una modesta participación de lotería premiada superaría ese importe. No hace mucho que un periódico de la provincia de Madrid organizó el sorteo diario de un automóvil entre sus lectores. Se trataba de un vehículo de buena factura y, mejor marca, pero nada ostentoso, un utilitario. Y en cuanto a sus fines, la rifa era impecable. La recaudación obtenida se destinaba a una causa humanitaria: la prevención del sida infantil en África. Es decir, una iniciativa políticamente correctísima que, por desgracia, no era apta para todos los públicos.
Aun sin tratarse de un objeto de gran lujo, el precio de un automóvil como el de este sorteo supera con creces ese límite. Y dado que tiene la consideración fiscal de renta, consultado el caso con un funcionario del Inem éste aseguró que, en efecto, «si le toca el coche le quitaríamos el subsidio». Mayestática forma de hablar, por cierto. No dijo: «perdería el derecho», expresión que parece administrativamente más ajustada, sino «le quitaríamos». Estas normas confieren a sus administradores una indeseable sensación de dominio sobre los administrados.
Desde un punto de vista de salubridad civil es de todo punto inaceptable que el Estado mantenga reglamentos que atrapan a la persona en las denominadas trampas de pobreza (poverty traps). Las rentas mínimas de auxilio a la pobreza, inserción, etc., que las distintas Administraciones otorgan con cuentagotas a las personas en situación de extrema necesidad tienen un estricto carácter condicional. La primera condición consiste en que el interesado demuestre a través de una prueba de recursos (means test) hallarse en situación de necesidad.
La leyenda negra que las mentes fariseas han tejido sobre estas rentas sugiere que quienes las perciben prolongan indebidamente la situación para seguir viviendo a costa del presupuesto público sin dar un palo al agua. Sin embargo, lo realmente dramático del asunto es que el perceptor de una renta de inserción o de un subsidio por desempleo, logrado tras superar un arduo trámite de solicitud ante funcionarios con vocación dominadora, no puede permitirse el lujo de perder esa ayuda por una eventualidad pasajera tal como la de aceptar un empleo de tiempo parcial o completo cuyo salario neto, aproximándose al nivel del beneficio neto, suponga para el interesado la pérdida de la totalidad del beneficio. Ante la duda, la opción más frecuente es la que se atiene al principio de «más vale pájaro en mano», optando por la ayuda oficial que asegura al menos cierta continuidad en el ingreso.
El obsesivo afán administrativo de vigilar y castigar –utilizando la expresión foucaltiana– a los perceptores de prestaciones resulta absolutamente superfluo en el caso de los desempleados que han entrado en la cincuentena. Como reconocen los altos cargos del Ministerio de Trabajo, no todos los desempleados que figuran en el registro de los servicios públicos de empleo tienen las mismas posibilidades de incorporarse a un trabajo. Por ello, en este organismo han elaborado un «índice de ocupabilidad» –la probabilidad de convertirse en ocupado– con el fin de depurar las cifras. El resultado es que la mitad de quienes figuran en el registro tienen baja o muy baja probabilidad de encontrar un empleo. Según declaró recientemente el secretario general de Empleo, el 47 % de los 1,9 millones de desempleados se encuentra en esa situación. «Buena parte de ellos son los prejubilados que están en situación de paro hasta que empiezan a cobrar la jubilación». En resúmen, para los desempleados que han llegado a la edad madura – productores socialmente amortizados– la probabilidad de encontrar una ocupación remunerada se expresa en los dantescos términos escritos en las puertas del infierno: lasciate ogni speranza.
Una solución a este desafuero podría consistir en liberalizar, ahora que tan de moda está el verbo y su acción, este subsidio. Es decir, liberarlo de esas absurdas trabas haciendo posible que fuera compatible con la obtención de ingresos que el perceptor pudiera lograr por otros medios. Sabiendo, como sabemos todos, que no iban a ser millonarios. En otras palabras, establecer de manera gradual al llegar a estas edades críticas, alguna modalidad de renta básica ligada a la condición de ciudadanía. Se evitarían situaciones tan demoledoras como la que se acaba de poner de relieve.
Porque, en una sociedad de consumo, donde lo políticamente correcto es ser automovilista, ¿qué derecho tiene el Estado a privar a un ciudadano pobre de la posibilidad de obtener un premio en una rifa en las mismas condiciones que los que no son pobres? Pero mucho me temo que quienes rigen los destinos de la patria y sus distintas, distantes y surrealistas realidades nacionales tienen, frente a la pobreza, una actitud similar a la de aquella vieja dama citada por Bertrand Russell en su Elogio de la ociosidad: «Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir: «¿Para qué quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar».
¿Para qué demonios querría un coche un desempleado?
* José Antonio Pérez es periodista y autor del Diccionario del paro y otras miserias de la globalización. Coordina el Observatorio de Renta Básica de Ciudadanía de Attac Madrid