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Paradojas en el Quijote

Fuentes: Rebelión

Whitehead, aquel matemático-filósofo que, como Bertrand Russell, sabía un rato de paradojas, sostuvo que toda la filosofía occidental no eran sino notas a pie de página de los diálogos platónicos. No es insustancial que Whitehead limitara su afirmación a Occidente (sea lo que sea aquello que designamos con este término geográfico) y a la filosofía, […]

Whitehead, aquel matemático-filósofo que, como Bertrand Russell, sabía un rato de paradojas, sostuvo que toda la filosofía occidental no eran sino notas a pie de página de los diálogos platónicos. No es insustancial que Whitehead limitara su afirmación a Occidente (sea lo que sea aquello que designamos con este término geográfico) y a la filosofía, digamos, académica. Empero, él no afirmó nunca que esas notas fueran simples manifestaciones de acuerdo con las tesis centrales del platonismo, en cualquiera de sus mil o diez mil caras, o agradecidos comentarios aclaratorios. Mucho menos, elogios incontrolados o simples panegíricos.

Si yo me viera forzado a añadir una nota a ese abultado saco de anotaciones en torno a la consideración platónica sobre la verdad y la amistad, y si además fuera consistente en mis creencias y decirles -lo cual no siempre es fácil si bien, en general, deseable-, me vería forzado a enmendar la plana al mismísimo autor del Teeteto y del Parménides porque en el caso de esta breve comunicación me he dejado llevar por la amistad y no por la veracidad como quería y casi exigía Platón: es el cariño y la profunda y sincera admiración que siento por Francisco Gallardo, alma, cuerpo y acaso espíritu de esta jornadas, del Puig Castellar, de todo él, como unidad eidética y sensible, y seguramente de muchas otras empresas no lucrativas, por lo que me he atrevido a hablarles aunque sea muy brevemente sobre paradojas y el Quijote. Si hubiera puesto la verdad en el puesto de mando de mis acciones, como exige la ortodoxia platónica, debería haber seguido entonces el consejo wittgensteiniano, y a la vez popular, de la 7ª tesis del Tractatus: de lo que no se puede hablar, no se debe hablar y, por consiguiente, silencio. Yo no conozco bien el Quijote, conozco muy mal la obra de Cervantes y, puesto a ser veraz, sobre el tema de las paradojas volé en su momento pero no he vuelto a detenerme en él con calma desde hace más de una década, si bien debería admitir un gusto confesado, y cultivado intermitentemente, por el género. Por ejemplo: en este año en el que también recordamos el primer centenario del milagroso año del creador de la teoría de la relatividad general y especial, al igual que los 50 años de su fallecimiento, no está de más citar un paradójico y sustantivo aforismo del que probablemente haya sido el humán del siglo: «Para castigarme por mi desprecio a la autoridad, el destino me convirtió a mí mismo en una autoridad». Einstein es su autor, no es necesario decirlo.

Me permito añadir, además, en un breve paréntesis, que uno de los filósofos que con más gracia, con más cautela y con más penetración a un tiempo se han aproximado al tema de las paradojas, Willian van Orman Quine, quien nos dejó muy longevo en la Navidad de 2000 sin que apenas hubiera diario alguno que diera noticias de su fallecimiento, fue alumno desde 1930 a 1932 de Whitehead, el coautor de los Principia Matehmatica, que también hizo incursiones en el, digamos, fabuloso mundo de las paradojas.

Además, y centrándome, centrándome en el tema quiero decir, el título de esta comunicación debería corregirse: no voy a hablar de las paradojas del Quijote sino de algunas paradojas en el Quijote. No voy a decir nada, porque no sabría qué decir, sobre los asuntos qué realmente importan: ¿es el Quijote un ser alocado, extraviado mentalmente, o bien lo absurdo de su hacer no es sino consecuencia consistente de su lucidez? ¿Es el Quijote, anacrónicamente visto, la obra de un ácrata, de un libertario, cuando aún no existían tales términos en la lengua castellana? ¿Son el Quijote y Sancho dos personajes o bien aspectos complementarios de un mismo ser, acaso de casi todos los seres? ¿Es realmente el Quijote una obra de ficción, una grande y maravillosa novela o es también la denuncia literaria de lo que Cervantes vio, vivió y sufrió a lo largo de su entonces ya larga vida? ¿Es acaso, como apunta Roberto Colasso leyendo a Kafka, Sancho Panza el verdadero héroe y el imaginativo creador, dados los demonios que le atormentan, de un Quijote por él inventado? ¿No es pura modernidad, o, si se prefiere, postmodernidad crítica no extraviada, leer a Sancho decir, inspirándose en una abuela suya, que en última instancia, como dirían Althusser, o Gramsci incluso, tan sólo hay dos auténticos linajes en el mundo que son el tener y el no tener? ¿No está aquí Shakespeare absolutamente falsado para siempre y no bebió el mismísimo Howard Hawks de esta fuente de inspiración para su To have or not to have?

Por lo demás, el uso que hago aquí de la noción de paradoja es muy poco sofisticado. Entenderé por paradoja o aporía una situación lingüística, o expresada lingüísticamente, en la que asome, en mayor o menor medida, con mayor o menor justificación, la alargada sombra de alguna contradicción real o aparente. En mi definición algo borrosa, acaso difusa pero no imprecisa, las falaces demostraciones de 2 igual a 1, la paradoja del barbero, la del conjunto de todos los conjuntos, la del conjunto de todos los conjuntos normales, la paradoja de la confirmación, las inmortales aporías zenonianas o cualquiera de las llamadas tareas sobrehumanas son paradojas. Advierto en todo caso que, que como es sabido, no todos los autores coinciden en este punto.

Algo más aún y es cuestión central: el tema que presento yo no lo descubrí hace ya muchos años directamente en el Quijote, yendo a las fuentes, como mandan los cánones, sino a través de un importante, y a la vez excelente, libro de lógica y de filosofía de la lógica que fue decisivo para la reintroducción de los estudios logísticos en nuestro país. Me refiero a Introducción a la lógica y al análisis formal. En 2004 se cumplieron 40 años de su primera edición y en 2005 se cumplieron 20 años del fallecimiento de su autor, de Manuel Sacristán. Seguro que a él, al cervantino Sacristán, le hubiera gustado estar entre nosotros este curioso 23-F (por cierto, nada quijotesco). Entrevistado en 1981 sobre temas de traducción, él que fue uno de los prolijos traductores del país, al ser preguntado sobre su obra escrita, señaló: «Al principio escribía poco porque no tenía tiempo; luego fui haciendo de necesidad, virtud. Lo que había sido una necesidad la acepté luego como una solución: escribir en un estilo condensado, que generalmente tiende a conceptual. Yo ya lo lamento, pues me gusta mucho más Cervantes que Quevedo, pero he de reconocer que siempre he escrito con urgencia«.

También, cuando en 1954, en Laye, en aquella revista que Josep Mª Castellet llamó la inolvidable, Sacristán publicó una recordada reseña («Una lectura del Alfanhuí de Rafael Sánchez Ferlosio», Lecturas, Icaria, Barcelona, 1985, pp. 65-66) sobre el Alfanhuí, del que fuera su amigo y, precisamente, premio Cervantes de este año, R. Sánchez Ferlosio, apuntaba lo siguiente sobre la lectura de un clásico con subsuelo y capas inagotables:

«En cambio, hay obras que parecen erguirse, todavía impenetradas, cuando ya se ha obtenido el análisis de la invención, de la composición, del lenguaje. Un subsuelo se revela entonces que atrae como un enigma. Explorada también esa zona soterránea de la obra, pueden aparecer sucesivamente nuevas capas, cada vez más lejanas de la primeramente visible, pero a menudo enlazadas con ella por vetas y filones que atraviesan la obra en profundidad. Así una novela de aventuras puede revelarse sátira, y luego libro de humor, y luego además libro moralizador y además libro metafísico, y aún político y religioso; una vez descubiertos todos los estratos de su imponente tectónica, ya ni osamos llamar novela a ese libro, y decimos sencilla y reverentemente: El Quijote.

De entre todas las posibles lecturas de El Quijote, entre todas las posibles lecturas de una obra con «estratos» como nuestra Tierra, y también como ella surcada de filones casi verticales, ¿hay una única lectura correcta? Los juristas llaman «interpretación auténtica» de una ley a la exposición de motivos que el propio legislador antepone a su texto dispositivo. No es frecuente la «exposición de motivos» literaria, y cuando existe es a menudo inútil: nadie puede sostener que la única lectura correcta de El Quijote es la que lo contempla como sátira; y sin embargo tal parece ser la «interpretación auténtica» del libro.

En resolución, todas y cada una de las lecturas diversas que pueden hacerse de una obra con «estratos» o capas distintas son lecturas correctas, siempre que no prescindan de ningún elemento importante del libro. Este no prescindir define y limita aquel poder leer libremente.»

Pues bien, con la ayuda de aquel ensayo de lógica y sin olvidar este apunte hermenéutico, entro en la primera de las dos paradojas que les quería narrar y comentar. Pertenece al capítulo LI de la segunda parte del Quijote, siendo ya gobernador Sancho Panza de la ínsula Barataria. El capítulo se intitula, digámoslo cervantinamente, «Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos tales como buenos». Helo aquí.

Después de un frugal desayuno, Sancho se dispuso a juzgar y lo primero que se le formuló fue la pregunta de un forastero, estando presentes el mayordomo y los demás acólitos. La siguiente:

«Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío, esté vuestra merced atenta, porque el caso es de importancia y algo dificultoso… Digo, pues, que sobre este río estaba una puente y al cabo de ella una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar, y si dijere mentira, muera por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna». Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver qué decían verdad y los jueces les dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueves en el juramento y dijeron: «Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morir en aquella horca, y habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre». Pídese a vuestra merced, señor gobernador, qué harán los jueces de tal hombre, que aún hasta ahora están dudosos y suspensos, y habiendo tenido noticias del agudo y elevado entendimiento de vuestra merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuestra merced de su parte diese su parecer en tan intrincado dudoso caso».

Algo más sucintamente pero sin tanta pulcritud literaria: 1. Norma que rige: «A dónde y a qué; verdad: pase usted; falsedad: horca». 2. Respuesta del transeúnte: «a la horca y a morir». 3. Argumentación jurídica: Si horca, no horca; si no horca, entonces horca. 4. Contradicción, no hay salida.

Repárese, por otra parte, que no deja de ser elogiable que haya jueces, como estos magistrados cervantinos, capaces de consultar cuando hay dudas y que, cuando aparecen senderos inconsistentes, no actúan con precipitación sino que permanecen en suspenso y aplicados, hasta dilucidar la situación creada. Pero tampoco es menos elogiable la actitud del gobernador Sancho. Veamos por qué.

En primer lugar, sabiamente, Sancho contesta en tono de modestia, que sin duda es una de las principales virtudes del intelectual y del ciudadano en general, señalando que tal vez los jueces deberían llamar a otra puerta «porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo» y a continuación, como exige el mínimo decoro y la norma lógica más prudente, pide una nueva formulación que le permita superar evitables errores en su contestación.

Cervantes se luce en su respuesta y a mí, lo confieso, su nueva presentación de la aporía de «la puente» me recuerda formulaciones de Russell o de Quine en contextos, eso sí, algo distintos. Escribe Cervantes: «el tal hombre jura que va a morir en la horca, y si muere en ella, juró verdad y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no lo ahorcan, juró mentira y por la misma ley merece que le ahorquen».

Después de esta segunda aclaración, Sancho-Cervantes da un nuevo golpe de efecto, y de maestría, y usa la ironía como forma de disolución del posible extravío, método que desde luego no es mal instrumento. La filosofía analítica es, en este punto, netamente quijotesca: el humor controlado, nada chillón, es usado incluso en sofisticados asuntos de filosofía formal. Quine, de nuevo Quine, es un maestro reconocido. Recordemos aquella «máxima de la mutilación mínima».

Pues bien, la solución de Sancho es dividir lo supuestamente indivisible, usar el sendero de la aporía para disolver o anular la propia paradoja. Del modo siguiente:

«Dijo yo -pues, ahora- replicó Sancho- que de este hombre aquella parte que juró verdad lo dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y de esta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje».

No sabría decir si hay aquí algún punto de ironía contra las concepciones dualistas del ser humano (cuerpo-alma, espíritu endiosado-cuerpo maligno), pero, sea como sea, la respuesta del «preguntador» -palabra cervantina- es otro uso, otro perfecto y paradójico uso de la ironía y de un aparente rigor normativo.

Nuestro interlocutor, el interlocutor de Sancho, todo serio él, como si se tratara de la exposición de un teorema de topología corporal, siguiendo al pie de la letra la dualista vía apuntada por Sancho y su consistencia o falta de ella con la legislación discutida, señala:

«Pues, señor gobernador…. será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es necesidad expresa que se cumpla con ella».

Pero lo que acaso sea más interesante de la presentación de esta paradoja de la puente es el paso siguiente, la derivada moral a la que Sancho lleva el diálogo: dado que no es posible dividir lo indivisible, dado que estamos en una situación sin ventana visible o con cristales rotos, en situaciones así, sin salida alcanzable, obremos con criterios de racionalidad completada, con normas lógicas aunque no estrictamente formales. Cuando la justicia duda, cuando nosotros dudamos por y con motivos racionales, lo mejor, que es a veces amigo de lo óptimo, no lo más irracional sino lo más racional y lo más humano a un tiempo, es obrar causando el menor mal: si metemos la pata o la pezuña, con perdón, hagámoslo con suavidad controlada. La ética de la compasión deviene, pues, en necesario y amable complemento de la razón. El mismísimo y actual principio de precaución, básica en asuntos de filosofía de la tecnología, no anda muy lejano. Por ello, señala Sancho:

«Venid acá, señor buen hombre… este pasajero que decís, o yo soy un perro o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente, porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejan pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal. Y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador de esta ínsula, que fue que cuando la justicia estuviese en duda me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que ahora se me acordase, por venir en este caso como de molde».

No es tampoco innecesario reconocer aquí la misma honradez intelectual de Sancho al no esconder sus fuentes de inspiración ni la tradición en la que se inspira. No importa que nuestras soluciones vayan por otros caminos. Acaso Quine diría que la norma es netamente inconsistente, como está probado y demostrado por el propio razonamiento, y que, por consiguiente, el mundo posible narrado por Cervantes es, de hecho, un mundo no-posible, y lo es precisamente porque suponer su existencia, como simple experimento mental, nos lleva a una contradicción. O tal vez, en la estela de Russell, pudiéramos pensar en una división del lenguaje en niveles o estratos, observándolo no tanto como un llanura sino como una escalera interminable, en la que enunciados de un nivel no son afines con los de otro nivel superior o inferior. Hablamos o podemos usar el lenguaje para hablar de cosas, de lenguas y enunciados que hablan de cosas, de proposiciones que hablan de enunciados que hablan de cosas y así aléficamente, borgianamente, sin límite. El forastero cervantino no habría cumplido rigurosamente la norma estratificadora y, al responder la demanda de los jueces, no habría hablado sobre sus actividades en la ínsula sino sobre normas que hablan de actividades en nuestra isla de premios y de puentes.

No es ésta la única vez en que Cervantes y su Quijote nos llevan a jardines de senderos que se bifurcan sin fin. Otro ejemplo está casi en el mismo portal de las aventuras del ingenioso hidalgo. Tiene que ver con manuscritos perdidos y encontrados, con traducciones del árabe y con el mismísimo Cide-Hamete. Siguiendo a estudiosos de tema como Vicente Gaos, Américo Castro, López Navía, Marti Alanis, Geoffrey Stagg y, especialmente, los magníficos artículos y ensayos de Fernando Romo, y sin ánimo alguno de exhaustividad, las apariciones de Cide Hamete en el Quijote podrían ser clasificadas del modo siguiente:

  1. Como primer autor: I; 9; II, 3; II, 24, II, 74;

  2. Dando opiniones sobre los personajes: I, 20; II, 10; II, 17; II, 38;

  3. Señalando, para bien o para mal, su labor de historiador minucioso o descuidado: I, 16; II, 47; II, 60;

  4. Como mediador en las situaciones conflictivas, cuando, por ejemplo, el cuenta la libertad de los galeotes o quien sostiene, y no es poco, no que los tontos son duques pero sí que los duques son tontos (I, 22; II, 70);

  5. Rellenando lagunas narrativas (II, 50; II, 62; II, 70);

  6. Como filósofo o metaliterato, reflexionando sobre el tiempo y la vida, sobre la pobreza o sobre la propia narración (II, 44; II, 53);

  7. Gobernando la propia narración, mediante expresiones del tipo: «cuenta Cide Hamete…» (I; 15; I, 27; II, 1; II, 8; II, 28; II, 52; II, 55; II, 73);

  8. De hecho, en ocasiones, no es comentador sino propiamente comentado: el traductor habla sobre Cide Hamete o su obra (II; 24; II, 27), o lo hace Sancho (II, 2), Quijote y Sansón Carrasco en todo el II, 3, o una voz misteriosa que podemos identificar con el editor del texto traducido por el morisco aljamiado (I, 9) o con el autor definitivo que distinguen Haley y El Saffar en II, 40 o en II, 53.

 

López Navía ha señalado que donde Cervantes explota a fondo las virtualidades del personaje es en el Quijote de 1615. Empero, su cualidad paradójica, aunque no sea esta siempre su virtud principal, aparece ya en su primera aparición, en el capítulo IX de la primera parte. Es a esta aparición a la que me voy a referir únicamente.

El morisco aljamiado, «volviendo de improviso el arábigo en castellano», dijo que el cartapacio que llevaba aquel muchacho entre papeles viejos para vender al sedero decía: «Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo». Discretamente, disimulando la alegría al oír el título, se nos cuenta que, salteándose al sedero, se compra el manuscrito y se ruega al morisco que «volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese». Por si acaso, llevose el traductor a casa quien en menos de un mes y medio tradujo «toda, del mismo que aquí se refiere». Y en esa toda, se incluye o parece incluirse la parte ya narrada: «Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de Don Quijote con el vizcaíno, puesto en la misma postura que la historia cuenta…», historia que nos había sido narrada en el capítulo anterior, en la última parte de la primera parte, que diría el otro Marx.

Como suelen señalar los editores, a partir de ahora, el mismo Cervantes, que había aparecido como narrador, como curioso narrador («En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…»( o no voy o no puedo)», pasa a ser una especie de editor y comentarista. Según parece, las diversas noticias sobre fuentes y opiniones en torno a la historia de DQ no se dejan o no se pueden conciliar fácilmente en un todo coherente. Pero, a partir de ahora, el Quijote se nos ofrece regularmente como la traducción castellana de una Historia escrita en árabe por el señor Hamete Benengeli, apellido cuyo directo origen vegetariano no sé si es una maldad o una bondad de Cervantes o, incluso, puestos, del propio Benengeli.

En el mismo título del cartapacio se nos indica traducido que Hamete es historiador arábigo y, poco después, el narrador, o para ser más precisos ya el mismo Benengeli, o el editor, nos describe el trabajo del historiador de la forma más precisa y rigurosa concebible: «debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos y nonada apasionados, que ni el interés ni el medio, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir».

Obsérvese: narradores verdaderos, caminos de la verdad. La vieja dama aristotélica, hoy tan vilipendiada, por dos veces aparece citada en la caracterización del trabajo del historiador. Pero líneas antes, se nos ha hablado de la historia narrada señalando que si «a ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad no podrá ser otra sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio los de aquella nación ser mentirosos; aunque, por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto a ella que demasiado». Se peca, pues, en este caso más por defecto que por exceso, pero se peca, es decir, se dice falsedad a un tiempo que el historiador, arábigo o no, debe decir verdad. Epiménides y los cretenses, y la paradoja subsiguiente, ha aflorado netamente.

Antes de hablar sucintamente de ella, hay otras aproximaciones posibles a la situación:

  1. En el Quijote se nos habla del propio Quijote y eso recuerda, curiosamente, la técnica de las funciones recursivas: una definición que usa, consistentemente, la misma noción que está definiendo.

  2. Este hablar del todo en una de sus partes que es el mismo todo, recuerda la paradoja del conjunto definido por la propiedad «ser un conjunto». Un conjunto, entre otros muchos, que contiene a todos ellos, y a la misma totalidad. Se saben las consecuencias: necesidad de teoría axiomatizada e imposibilidad de tal construcción.

  3. De hecho, la coherencia sin cintura de la situación nos obligaría a un retorno, a la Spielberg, al pasado sin presente: leer a partir de ese momento el Quijote sería iniciar de nuevo el Quijote, si se quiere en un piso superior, para volver a interrumpir su lectura a partir del capítulo IX del piso 1º, que nos remitiría de nuevo a otro inicio en el piso 2º que se pararía en el capítulo IX de éste que a su vez nos remitiría… Como las muñecas rusas pero siguiendo un camino inverso, de menor a mayor, y sin fin. Una tarea sobrehumana. Viviríamos, pues, atrapados en la lectura incompletada del Quijote lo cual, seguramente, no es ningún mal vivir.

Si apartamos de nuestro análisis estas derivaciones, volvemos al caso del historiador arábigo. La similitud con la paradoja de Epiménides, tan brillantemente tratada por Jan Lukasiewicz, aquel gran lógico polaco de origen judío que salvó su vida gracias a la ayuda, a la arriesgada ayuda, de aquel otro gran teólogo-filósofo-lógico alemán Heinrich Scholz, el aire de familia con la paradoja de los cretenses es evidente: Epiménides que es cretense, dice que los cretenses mienten siempre; pero, entonces, dice verdad o falsedad: si dice verdad, entonces miente (porque los cretenses mienten siempre y él lo es); si miente, entonces ahora dice verdad ( y los cretenses, por tanto, no mienten siempre).

En la versión condensada y actualizada de A. Koyré la cosa quedaría así: «si yo digo que miento, digo verdad o falsedad. Si digo verdad, miento; si miento, digo verdad».

En nuestro caso podemos ver aquí apuntadas estructuras lingüísticas como las siguientes:

  1. Yo, narrador, digo que miento al narrar;

  2. Cide Hamete dice que miente al narrar.

  3. El narrador dice que Hamete miente al narrar.

Desde mi punto de vista, si entramos en el juego estricto de la narración, lo que podemos afirmar es que aquí se nos habla de un historiador arábigo, presentado por un editor, algo quisquilloso y no siempre bien delimitado y separado de su propia narración, como formulador, a un tiempo, de verdades, por ser historiador, y enunciador de falsedades o inexactitudes por defecto por ser arábigo. Si la contradicción aparece, lo hace en los labios del editor. Hamete, el historiador de la historia del Quijote, no se contradice: no es un cretense que diga de los cretenses que siempre mienten, o un árabigo que diga de los arábigos que mienten siempre, sino un historiador del que se dice que miente y dice verdad a un tiempo. Si hay aporía, la hay en la tarea del editor. O, por qué no, en la propia realidad del historiador, considerada desde puntos de vista no coincidentes.

Pero, bien mirado, no hay tal camino sin salida. Cervantes, creo, apunta aquí al núcleo central de la narratividad o del arte modernos: la necesaria veracidad de sus ficciones, la verdad de las mentiras, que diría el excelente aunque algo pesadamente popperiano Mario Vargas Llosa, cuyo deslumbramiento acrítico por el neoliberalismo es uno de los misterios científicos más irresolubles del pasado y del presente siglo, y sin duda una de sus más interesantes paradojas.

Si el Quijote, o Crimen y Castigo, o «La flauta mágica», o Poeta en Nueva York, o «Las Meninas» o «El sol del membrillo» o «Dogville» nos conmueven y atraviesan, es porque, en su ficción, en la realidad de su supuesta falsedad, proponen verdades esenciales. Hay, convengamos para entendernos, tanta o más verdad sobre el ser humano, sus sueños y su tiempo, en la ficción del Quijote que en quince o mil tratados de psicología, sociología o antropología supuestamente científicas. No es casual, seguramente, que Freud fuera también un lector del Quijote y que Marx lo tuviera entre sus lecturas preferidas.

En la misma línea del Quine de The ways of paradox, la paradoja, las auténticas aporías siempre apuntan temas y asuntos de interés. De hecho, como acaso diría Popper, aquel curioso consejero de la Thatcher, «¡Bienvenidas sean las paradojas para falsar o remover todo lo que necesita ser falsado!. Whitman lo dijo más autobiográficamente: «¿Me contradigo? Pues, claro. Soy contradictorio». Cervantes ya, en el capítulo IX de su obra -recordemos primer capítulo de la segunda parte- usa la aporía para señalar el punto nodal, el rovell de l´ou, de su propia obra: ser veraz, lo máximamente veraz, en la falsedad, con todas las comillas necesarias, en la ficción construida. Podemos decirlo de forma condensada: hacia la verdad por caminos no siempre rectos. Los teólogos, acaso con algo de trampa y con seguro incorporado, no lo dicen de forma muy diferente: «Dios escribe recto con renglones torcidos».

Nada más. Déjenme, para finalizar, leerles un texto, también de Sacristán, que el autor de «Heine, la consciencia vencida», escribió en el centenario del fallecimiento de Marx, dicho sea, o leído , como homenaje al Quijote, a Cervantes, al propio Sacristán y a una hispanista italiana que se llamó Giulia Adinolfi, que fue su compañera, y que fue enterrada hace ya más de un cuarto de siglo en un aciago 23 de febrero de 1980. Y, desde luego, también para todos ustedes.

«Lafargue cuenta en sus Recuerdos personales sobre Marx que los novelistas preferidos de éste eran Cervantes y Balzac. El principal crítico literario de la primera generación marxista, Franz Mehring, ha dejado una observación que permite ver en esos gustos literarios tan canónicos una motivación profunda y muy concorde con la personalidad intelectual de Marx. Mehring, en efecto, observó que todos los autores de cabecera de Marx -Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes y Balzac- han sido espíritus que han registrado de manera tan objetiva la imagen de una época entera que todo residuo subjetivo se disuelve más o menos, y a veces tan totalmente que los autores desaparecen detrás de sus creaciones, en una oscuridad mística». Todos ellos, además, documentan prolija y profundamente estadios y procesos sociales. Don Quijote, en particular, es para Marx, como recuerda su yerno Lafargue, «la epopeya de la caballería moribunda, cuyas virtudes se convertirían en el naciente mundo burgués en objeto de burla y de ridículo», pero que el Manifiesto Comunista  evocaba como «patriarcales e idílicas». Mas la relación de Marx con Don Quijote -y con Cervantes- se establece también en algún plano menos teórico y más inmediato, imaginativo y propio de la simple sabiduría de la vida. Marx cita frecuentemente al Quijote y a Don Quijote en contextos así, nada teóricos, por ejemplo, comparando la guerrilla antinapoleónica con el caballero (NYDT, 30-10-1854), o contando (de memoria, para comentar la relación de la reina Cristina con Muñoz) la historia de la rica viuda que se volvió a casar con un simple mozo (NYDT, 30-9-1854). La última alusión de Marx a Don Quijote tiene otro tono. Marx se encuentra (…) ya enfermo de muerte, y escribe a Engels, el 1 de marzo de 1882, que vive «insomne, inapetente, con mucha tos, algo perplejo, no sin sufrir de vez en cuando accesos de una profunda melancolía, como el gran Don Quijote». La alusión lo es sin duda al caballero cuerdo y moribundo para el que ya en los nidos de antaño no había pájaros hogaño; y se puede añadir a los varios indicios de la final frustración de Marx.»

No tengo que señalarles que no les deseo ninguna frustración ni ningún final prematuro pero acaso deba advertirles que todo final sea siempre un final así: melancólico, muy quijotesco, muy marxiano-cervantino.