11 de julio de 2012, Congreso de los Diputados. Rajoy explica desde la tribuna los nuevos recortes sociales. Justo cuando anuncia una merma brutal en las ayudas al desempleo, entre el aplauso de los suyos se alza la voz enérgica de Ana Fabra: «Sí señor, muy bien, muy bien. ¡Que se jodan!». El exabrupto revela […]
11 de julio de 2012, Congreso de los Diputados. Rajoy explica desde la tribuna los nuevos recortes sociales. Justo cuando anuncia una merma brutal en las ayudas al desempleo, entre el aplauso de los suyos se alza la voz enérgica de Ana Fabra: «Sí señor, muy bien, muy bien. ¡Que se jodan!».
El exabrupto revela la catadura moral de la diputada del PP, pero nos equivocaríamos estrepitosamente si pensáramos que se trata de una simple grosería, privativa de una persona o de un partido. En el lapsus de la parlamentaria aflora un hondo desprecio de clase, reprimido habitualmente por la corrección y el cálculo político. En ese desdeñoso ¡que se jodan! se condensa toda una visión sobre el desempleo y los parados que está arraigada en la práctica cotidiana del poder. Veamos, para muestra, un reciente botón del abuso ordinario:
25 de abril de 2019, Mérida. Juan Carlos Nieto, funcionario en el Servicio Público de Empleo (SEPE) se dirige a la directora provincial de Badajoz para manifestarle su preocupación social y laboral ante la sanción que vienen sufriendo algunos desempleados. Todos los meses, entre ocho y diez parados -solo en la delegación de Mérida- son castigados con la suspensión de un mes en la prestación o el subsidio por no comparecer a los controles de presencia. Pero, como manifiesta Juan Carlos Nieto, los sancionados difícilmente pueden acudir a las convocatorias cuando las cartas han sido devueltas al remitente, es decir al SEPE, y por lo tanto desconocen la citación. «Este requerimiento, este control, no se hace de forma aleatoria sino que se efectúa de manera planificada y arbitraria con el objetivo de imputar una falta, y por tanto una sanción en la percepción de la prestación», afirma el funcionario en su escrito, a quien esta actuación del organismo público para el que trabaja, le genera «no solo muchas dudas jurídicas, sino sobre todo morales».
Hace falta ser muy canalla para robarle el subsidio de desempleo -430 euros- a una familia que se encuentra al borde de la miseria o en la plena exclusión social. «Es muy sencillo de entender si pensamos lo que nos pasaría a nosotros mismos si un mes no nos ingresaran la nómina», le recuerda el honrado ayudante de prestaciones a la directora del SEPE. Pero, por asombroso que parezca, es lo que ocurre todos los días en nuestro país. El robo a los pobres, a manos llenas, a espuertas.
El latrocinio no se produce exclusivamente en Mérida o en Extremadura. Ya en 2013 parados de Ciudad Real, Navarra, Granada y Salamanca denuncian hechos similares, pero el SEPE se lava las manos atribuyendo la responsabilidad en aquel momento a Unipost. En 2015, el Informe del Defensor del Pueblo, de nuevo, da cuenta de quejas de otros desempleados afectados por el mismo atropello. Y en 2017 los sindicatos denuncian que «una ronda de citaciones masivas ha dejado sin prestación a decenas de miles de parados». El SEPE no convoca a los desempleados para ofrecerles un curso de formación ni tampoco, faltaría más, para proponerles un empleo, sino para «certificar que están disponibles». Y lo hace además mediante correo ordinario. La conclusión de esa «intrépida» campaña la recoge el Informe del Servicio Público de Empleo: 22.734 parados serán castigados durante ese año con la suspensión de la prestación o el subsidio de desempleo, un 25% más de resoluciones sancionatorias que en el ejercicio anterior. Las cuentas de la rapiña son estremecedoras: sólo en un año, por ese procedimiento, más de 20 millones de euros le son arrebatados a la población más humilde por parte de una maquinaria institucional inhumana y corrupta.
Los señoríos de Kafka
«Condenado a convertirse en mercancía muerta, vencida, como si el paro fuera un azar, un no hubo suerte, un esta mercancía no vinieron a buscarla o caducó, en vez de ser prohibición de existir, prohibición ejecutada y mantenida cotidianamente»
Belén Gopegui, Prólogo a Nuestro Marx, de Néstor Kohan
La piedad o la horca. Esa fue durante siglos la única disyuntiva imaginable para los pobres. Filantropía y represión, caridad y picota, combinadas de mil formas distintas. Hoy, retorna con fuerza el perverso dilema, arramblando con las conquistas del movimiento obrero. Los bancos de alimentos y las leyes mordaza, las rentas mínimas y la criminalización de la pobreza, los contratos basura y el clientelismo. A pesar de la apariencia y de todos los cuentecillos de la posmodernidad, pura lucha de clases. ¡Salta, aquí está Rodas!
La protección al desempleo es uno de los campos de batalla, una de las piezas a batir. Su desmantelamiento ha sido uno de los objetivos permanentes de las políticas neoliberales en España. Los decretazos en 1992 y 2002, de la mano de Felipe González y de Aznar respectivamente, la legalización de las ETTs y agencias privadas de colocación, el invento del IPREM y la consiguiente desvinculación de subsidios y salario mínimo, constituyen algunas de las embestidas más destacadas. Pero será tras el temblor de 2008 cuando asistamos a una radicalización en la ofensiva de los poderosos. Al inicio de la crisis sistémica la cobertura al desempleo acoge a casi el 80% de los parados, actualmente no llega al 56%. Y el gasto en prestaciones ha pasado de los 31.564 millones de euros en 2012 a los 17.411 del año 2018. No, ¡que se jodan! no es la salida de tono de una descerebrada, sino una señal involuntaria del asalto programado.
«Ningún empleo es tan duro como ninguno», clamaba el lema del movimiento de parados en Alemania a finales de los años noventa. El paro desguaza familias y vidas, hunde en la angustia, enferma y mata. «¡Este es, trabajadores, aquel que en la labor sudaba para afuera/que suda hoy para adentro su secreción de sangre rehusada!», escribía César Vallejo. Manos e inteligencias rehusadas, esperanzas y vidas rehusadas.
La malla burocrática se adensa. Las políticas sociales pasan progresivamente de la protección al castigo. Y en las oficinas de empleo se va introduciendo, paso a paso, la lógica coercitiva de los servicios sociales. Sellar en horas distintas, acreditar la «búsqueda activa de empleo», transitar de curso en curso… El paradigma de referencia al que se aspira desde el poder son las rentas mínimas y el modelo específico de los servicios sociales, la inmersión de «la pobreza en el laberinto burocrático» (Sara Mesa). De ese modo, los derechos sociales se difuminan y su lugar lo ocupan gradualmente la caridad y la discrecionalidad.
Las rentas mínimas de inserción se convierten así en la viga maestra de las políticas sociales. Engalanadas con nombres a cuál más pretencioso -renta de inclusión en la comunidad valenciana, renta garantizada en Cataluña, renta básica de inserción en Extremadura- todas están cortadas por el mismo patrón y comparten la misma naturaleza irreformable: fortificar el gueto de pobres e impedir que los de abajo se conviertan en sujeto de transformación. Dilación, control social, arbitrariedad, estigmatización, esas son las características consustanciales a todas ellas.
Las cosas de extrarradio van despacio. Y aunque en teoría se trata de rentas para hacer frente a las necesidades más básicas y urgentes, prácticamente en todas las comunidades el tiempo medio de resolución de las solicitudes supera los 10 meses. Citas con cuentagotas, colas de madrugada, o los teléfonos de información en el limbo forman parte del paisaje. Y del papeleo para qué hablar. Kafka se pavonea por las oficinas, multiplicando los requisitos: fotocopias compulsadas de documentos que obran en poder de la administración, el certificado de haber pasado la ITV del coche o de la moto, la acreditación de la escolarización de los menores … las perrerías más inverosímiles que puedan imaginarse porque, ya se sabe, un pobre es siempre un defraudador en potencia. Pero esto no ha hecho más que empezar, porque cuando comienza la verdadera carrera de obstáculos es después: el informe y la visita del trabajador social, la maestría en los silencios administrativos, la paralización de los expedientes o incluso su inaudito extravío. Un ejemplo sangrante de esto último: según datos oficiales entre 2013 y 2015, 14.000 solicitudes de renta básica de inserción en Extremadura no llegaron siquiera a ser valoradas. Y para colmo, absolutamente nadie fue penalizado ni asumió responsabilidad alguna por semejante fiasco.
Las rentas mínimas se cimentan en la arbitrariedad y el clientelismo político. Esas son sus auténticas señas de identidad. Para esclarecer esta afirmación quizás pueda servir como referencia lo ocurrido en Extremadura durante los últimos cinco años. Dos escuetos testimonios de las últimas semanas: a una compañera de Villafranca, madre en paro, con hijos a cargo, le deniegan la renovación de la renta porque, según el informe de los servicios sociales, le «falta interés y motivación para salir de la situación en la que se encuentra». Y a otra compañera de Mérida, también en paro y con dos hijas menores, se la rechazan porque, según la trabajadora social, «no da el perfil de exclusión social, ya que habla y viste muy bien». Son sólo dos casos de las miles de familias que sufren el maltrato institucional de la Junta de Extremadura. En la región con la tasa de pobreza más alta de toda España -el 44%, según el último informe AROPE- se da la vergonzosa paradoja de que el gobierno de Fernández Vara esté pagando al mes casi 5.000 rentas básicas de inserción menos de las que el Campamento Dignidad y los movimientos sociales consiguieron arrancarle a Monago al final de su mandato. ¡Menos perrunillas, menos golpes de pecho, y más vergüenza y justicia social, señor Vara!
Pero volvamos al análisis de la máquina trituradora. Las rentas mínimas constituyen un dispositivo funcional al capitalismo salvaje de nuestros días. «Con la Renta Mínima de Inserción hemos creado una clase social», afirmaba presuntuoso Claude Girard en la Asamblea Nacional Francesa, allá por 1996. Para los que mandan, ahí reside el cometido principal de esa herramienta. La disolución de la clase trabajadora como sujeto de transformación, la reedición del espantajo de las clases peligrosas, del fantasma de los barrios conflictivos, el subproletariado, la chunguitud, los vagos y maleantes, los chavs, los canis y las chonis poligoneras, los vagabundos okupas de Viridiana, todas las caricaturas de la pobretería y la clase obrera. «Uno de los primeros servicios que la clase marginada brinda a la opulenta sociedad actual es la posibilidad de absorber los temores que ya no apuntan hacia un temible enemigo externo. La clase marginada es el enemigo en casa, que ocupa el lugar de la amenaza externa como el fármaco que restablece la cordura colectiva» (Bauman). Renovar los miedos y la fantasía de clase media, incluso entre quienes jamás podrán formar parte de ella.
Si el INEM te quema
En la plaza del pueblo
sólo hay hombres parados.
El día que revienten
nadie podrá contarlo.
Los parados, Luis Álvarez Lencero
Fátima Bañez, la que hasta poco tiempo fuera ministra de Empleo, una de las máximas responsables en los brutales recortes a los parados, la que regalaba 4.000 millones al año a los empresarios, anunciaba hace un mes que fichaba por la gran patronal, la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE).
A Endika Zulueta, extraordinario abogado vinculado a los movimientos y luchas populares, le gusta decir que «estamos gobernados por psicópatas, que no sienten el dolor que causan». Sí, son psicópatas sin escrúpulos, sin duda, pero sin embargo disponen de algo de lo que en demasiadas ocasiones adolecemos nosotros: conciencia de clase y conciencia de la encrucijada histórica en la que vivimos. Defienden sin complejos los intereses de su clan y, al tiempo que, por ejemplo, se niegan a hacer pública la lista de los beneficiarios de la amnistía fiscal de Montoro, proponen sin despeinarse-como hizo Fátima Báñez- que se le quite el subsidio de desempleo a los parados que no atiendan el teléfono (20 de agosto de 2013). Como dice Paco Roda, «mientras la clase corrupta sale impune de sus tropelías, los pobres se ven obligados a sentarse a diario ante el tribunal del Santo Estigma«.
Ellos lo tienen claro, se alimentan de nuestra incertidumbre y de nuestra fragmentación. El paro, la pobreza y la precariedad, las tres P del suplicio diario, ciegan nuestro futuro e iluminan el suyo. Necesitan que nos creamos los fetiches y atajos fabricados a la medida de nuestra angustia: mérito, ascensor social, igualdad de oportunidades, economía colaborativa, emprendimiento, coaching, inteligencia emocional… La precariedad se ha convertido en el auténtico régimen que gobierna nuestras vidas, mucho más allá del mundo del trabajo. La precariedad es explotación laboral, por supuesto, pero también se apellida desahucios, crisis de los cuidados o bloqueo de la emancipación familiar. Y, sobre todo, la precariedad supone incertidumbre ante el futuro, impotencia y ruptura de los vínculos comunitarios.
Hace unos años, entre el 2011 y el 2016, en España el poder vio que peligraba su cortijo. El 15M, las Marchas de la Dignidad o las mareas les apuntaron directamente a ellos, a los mandarines de verdad, al capital financiero, al IBEX 35, al Banco Central Europeo, a la casta política y económica construida sobre la explotación, las reformas laborales, las privatizaciones, la evasión fiscal, la especulación inmobiliaria, la corrupción judicial o mediática. Los poderes maniobraron con rapidez y audacia. Quitaron de en medio al borbón campechano, levantaron preventivamente el pedal del austericidio, pusieron en marcha leyes contra la disidencia o crearon partidos a la medida de la nueva coyuntura. Y pareciera que recondujeron la situación, que pusieron fin a la crisis política, arrastrándonos a un redilillo donde sólo pudiera escogerse entre neofascismo y neoliberalismo. Pero la hondura de la crisis sistémica, económica, ecológica y civilizatoria, no se resuelve con un simple ajuste de las representaciones políticas.
La partida continúa y se reparten ya las primeras cartas nuevas. Aprendamos de la lucha de estos años. De sus victorias y de sus derrotas. De la extraordinaria capacidad del movimiento social para construir autonomía y desborde, empoderamiento de los de abajo, comunidades de lucha y alianzas amplias. Pero también de las frustraciones, de la sobrevaloración del tablero de la representación política y del menosprecio del campo de lo social, o de la dificultad para sustraerse a una inercia poderosa que empuja a los movimientos bien hacia la cooptación institucional o bien hacia la endogamia.
Los movimientos sociales constituyen desafíos colectivos a las élites, asentados en objetivos comunes compartidos así como en la solidaridad entre sus miembros (Sidney Tarrow). Necesitamos poner en pie propuestas y nuevas formas de unidad a la altura del tiempo histórico, de la crisis que no cesa. Los movimientos sociales contra el paro y la precariedad pueden constituir uno de los componentes fundamentales del nuevo y necesario desafío. Y algunas de sus principales propuestas, como la renta básica universal, la aplicación de la Carta Social Europea o la reducción contundente de la jornada de trabajo, han madurado en el imaginario colectivo y constituyen ya hoy alternativas factibles y transformadoras. Extender el sindicalismo social y el sindicalismo de clase digno de ese nombre y trenzar alianzas con todos los movimientos críticos o emancipatorios que han emergido con fuerza en el último periodo (feminismo, pensionistas, jóvenes-ecologismo, España vaciada…) puede ser también una fuente de creatividad y de organización popular.
Tenemos derecho a vivir dignamente. Pongamos en pie los nuevos desafíos. Es tiempo de chalecos rojos, amarillos, violetas, rojinegros, verdes y rurales.
Manuel Cañada, miembro del Campamento Dignidad y de la Marea Básica contra el paro y la precariedad
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