Un neumático semienterrado parte en dos un sonoro y brillante riachuelo. Unos metros más arriba aparece una garrafa de plástico hundida en el lecho arena. Detrás de una centenaria encina, una botella gruesa de cristal verde. ¿Dónde están los guardas forestales? En los márgenes poleo, tallos de tomillo fresco y lavanda. Proliferan los milanos. Estas aves frecuentan las carreteras serranas; el tráfico es constante y hallarán pequeños animales atropellados.
El brillo del sol llena de luz el cauce mientras las vacas, a unos pocos metros, mastican las hierbas que dejaron los aguaceros del invierno. Una pareja pasea un husky atormentado por la cadena, mientras un culturista lo sujeta con ardor. En la orilla, toda una familia se estira en sillas alrededor de manteles y botellas. Sentados escanean con la mirada a todas las que pasan, como las viejas sentadas en los poyetes de un pueblo. La imagen es enternecedora: un adolescente llama a su madre para que se moje los pies en una pequeña cascada de 30 centímetros. Hemos salido del confinamiento.
Unos zapatazos más arriba, decenas de ciclistas de montaña se cuidan de no atropellar a los viandantes. Una mujer y una niña enmascaradas se apartan y guardan dos metros de distancia. A oriente, unos paseantes caminan y golpean sus bastones de senderistas bajo un puentecito de granito. No hay metro sin su fetiche ni persona sin su mundo imaginado.
La angustia del confinamiento ha vaciado las tiendas deportivas, y ya no quedan bicis porque la pesadilla del Gran Encierro se saldó con el sueño de un verano agreste y natural.
Pero el desorden es grande. Parejas, ¡familias! caminan de la mano por los arcenes sin saber muy bien dónde ir, con la esperanza tal vez de encontrar una sierra incólume. Los coches circulan rápido a escasos metros. Las dehesas son un hervidero. Una madre sofocada empuja a dos niños. Carga neveritas y bolsas mientras sortea el atasco de los coches que tratan de acceder al aparcamiento del parque natural.
Teletrabajar es una oportunidad para vaciar las ciudades y volver a la simpleza campestre. Además, no hay riesgos de desabastecimiento, pues Amazon satisface los deseos en lugares remotos. Es posible que la ciudad se convierta en un lugar únicamente de consumo cultural, un enorme escenario recreado para manifestar el artificio humano y las pautas culturales.
Internet es una oportunidad para la España abandonada. Si antaño la ruralización empoderó a los señores rurales, hoy independiza al precario de la tiranía del presencialismo laboral hispánico. La tiranía del horario se desvanece, y el teletrabajador por fin se siente adulto, capaz, como si el futuro estuviera en sus manos.
La epidemia ha mostrado la necesidad y el anhelo de la naturaleza entre los desposeídos de familiares y amigos. Sin embargo, muchos de los que buscan la montaña no caen en la cuenta de que el ozono malo es transportado a centenares de kilómetros, desde la capital hasta la misma provincia de Soria. En las cumbres del Sistema Central los medidores indican una realidad diferente para quien aspira al aire puro: en las cumbres más límpidas el ozono malo alcanza sus concentraciones máximas. Este traspase de la contaminación tiene una lógica natural: toda esa basura en la atmósfera necesita transformarse, y es deglutida por los bosques, regenerada en la tierra que absorbe la furia del consumo popularizado.
Estos días, los ciudadanos del ager observamos los deseos de libertad desparramada por los márgenes de los bosques replantados con pinos de rápido crecimiento. Coches que no saben dónde se dirigen, paseantes como sonámbulos por arrabales insospechados, familias pertrechadas con mascarillas en las faldas de verdes paraísos artificiales y otros muchos felices de ver una puesta de sol en un horizonte ancho.
Estas geografías la heredarán los niños/as, quiénes en un cierto momento, se preguntarán: ¿Qué nos habéis dejado?; “hija, nos dedicamos a sobrevivir en medio de la pandemia”.