El patrimonio, si nos acogemos a su significado etimológico, debe de ser algo así como «la herencia del padre». Ya sabemos que nuestros diccionarios y sociedades están cortados por el patrón masculino. Tanto que llevar el concepto al femenino sería «matrimonio», término que no necesita explicación anexa. No quiero liarme demasiado con esas cuestiones que […]
El patrimonio, si nos acogemos a su significado etimológico, debe de ser algo así como «la herencia del padre». Ya sabemos que nuestros diccionarios y sociedades están cortados por el patrón masculino. Tanto que llevar el concepto al femenino sería «matrimonio», término que no necesita explicación anexa. No quiero liarme demasiado con esas cuestiones que desviarían el interés de mi artículo. Aunque añado que no hace falta tener conocimientos especiales para suponer que en la concepción de los antepasados griegos, que fueron los pioneros de la cultura europea, la continuidad biológica era materia femenina y la instructiva masculina. Los vascos cantábricos, por eso de nuestro aislamiento, podemos poner reticencias históricas y etimológicas (ondarea), pero a estas alturas de la civilización, las similitudes entre sociedades son mayores que las diferencias. Por tanto, creo que podemos dar por buena la definición de patrimonio como «el conjunto de riquezas que el pasado nos ha legado». Lo mismo que manifiesta el diccionario.
Partiendo de esa premisa, el quid de la cuestión residiría en la utilización de ese patrimonio como elemento de cohesión, o por el contrario de inconsistencia, de las sociedades actuales. Tesis arriesgada porque nos dejaría en manos, casi exclusivamente, de la clase política, de la administración y de sus gestores. Desgraciadamente, la sociedad civil pinta poco en estas cuestiones, a pesar del voluntarismo evidente que se encuentra desperdigado en gentes, sociedades particulares o instituciones privadas.
Y esa cuestión nos pone contra las cuerdas, sin más respuestas que la pasividad o la querella heroica frente al todopoderoso poder. Conocemos que el patrimonio español se compuso hasta hace bien poco de elementos que llevados a un extremo quedarían reflejados en la exhibición del Negro de Banyoles (devuelto a Botswana en 2000), en los extraordinarios nombres y símbolos que todavía jalonan el callejero ciudadano peninsular (incluidos los testículos del caballo de Espartero) o incluso en la localización de la sede parisina de su Instituto Cervantes en un recinto vasco robado por la Gestapo y entregado a Madrid por su afinidad política. Mantener el «Guernica» en la sala número 6 del Reina Sofía, los papeles de Elgoibar y otros 40 municipios vascos en Salamanca o las cartas póstumas de los fusilados vascos en el Archivo del Ejército de Ávila es un estilo, una forma de entender la cuestión patrimonial. Un negocio exclusivamente político: metrópoli y colonia.
Más allá del Bidasoa, la explicación, a pesar de aquella Revolución que llevó a la guillotina a la realeza francesa, no difiere demasiado. La declaración de un juez de Baiona, cuyo nombre me niego a transcribir y que medió en la separación de una pareja, es tan similar con relación al euskara con la realizada por Aymeric Picaud hace más de 800 años, que sorprende. Y esa sorpresa hace reflexionar sobre el sentido y la velocidad de la modernidad. El concepto de patrimonio, para este juez francés, pasa obligatoriamente por «despatrimoniar» previamente, en este caso a los vascos. París también está embozada de una capa mesiánica con respecto a su historia. El expolio de las cuevas de Sara es antológico y no me extrañaría que aún encontráramos en las colecciones privadas de algunos excelsos banqueros franceses lo que los soldaditos napoleónicos robaron en nuestras casas-torre y caseríos hace 200 años.
La lista de los botines a ambos lados de los Pirineos es tan larga que propongo inventariarla. Funcionarios autonómicos, municipales, universitarios… podrían visitar el Museo del Hombre parisino, la Biblioteca Nacional Francesa, el Museo del Prado madrileño, el del Ejército de Ávila, el de la Administración de Alcalá de Henares, el de… y concebir ese cuadro pendiente de expolios. Y luego exigir su reparación y retorno a casa, la del padre. Esa es una vía. La otra, la que ya explicó Joseba Elosegi en 1984 cuando, en plena democracia, con el PSOE gobernando en La Moncloa, se apropió de una ikurriña exhibida como botín de guerra en el Museo del Ejército español de Madrid. Si se ostentaba a un jefe negro capturado en 1830 por unos franceses que, después de disecarlo lo vendieron a un veterinario español, cómo no lucir una bandera tricolor apresada en 1937.
He llegado hasta ésta altura del artículo de manera sencilla. La observación es fuente y no he hecho sino poner en el papel lo que he visto a mi alrededor mientras he investigado y recorrido archivos a la búsqueda de huellas de nuestro pasado. Incluso me he atrevido a sugerir, desde mi modestia, por supuesto. El expolio es incalculable, públi- co, privado. La destrucción enorme. Y ahora dicen que se pondrá fin a tanta ignominia. Pero la teoría, en muchos casos, no concuerda con la práctica. La práctica, para nosotros los que nos zambullimos en el pasado para mostrarlo al presente, para mí al menos, es desalentadora. Tremendamente desalentadora. Los años han multiplicado esa impresión.
¿Qué haríamos con nuestro patrimonio disperso si un día con la intercesión de la UNESCO, los estados europeos que nos lo robaron accedieran a su devolución? ¿Dónde ubicaremos los papeles de Salamanca en el hipotético caso de que España los devuelva a sus legítimos dueños? Lo ignoro. Y no quiero caer en el recurso impetuoso señalando que serían pasto de sótanos inmundos, como sucede en la actualidad, en algunos casos. Porque a pesar del pesimismo, las apuestas necesitan de un margen de con- fianza, de cien días de balance antes de comprobar si son únicamente verborrea o, por el contrario, activo.
Aún así avanzaré mi impresión. Mucho me temo que ni con cien días, ni con cien mil, consigamos desterrar ese olvido atávico que tenemos los vascos con nuestro patrimonio. Lo enfatizó Pío Baroja cuando apuntó que en las sociedades donostiarras el alcohol sustituía a la cultura. Las cuevas de Landarbaso, llenas de vestigios prehistóricos, fueron vendidas por el Ayuntamiento de Errentería a un champiñonero alemán. ¿Dónde están los cadáveres de Egiraz? ¿Saben ustedes que los fotogramas de la primera película vasca fueron regalados a quien compraba dulces en una pequeña tienda de Bilbao? Nuestro Gobi, lleno de leyendas, es hoy campo de tiro de la OTAN y la cueva mágica de un curandero de hace 15.000 años en las cercanías de Deba está a punto de ser devorada por una cantera. ¿Han visto el portentoso Jai Alai de Gernika comido por el cemento de unas construcciones que lo asfixian? ¿Es de recibo que las mayores colecciones de libros vascos hayan sido privadas?
Para nuestro patrimonio, desperdigado, urge una postura de choque. Como para el euskara, el agujero en la capa de ozono, la desaparición de las ballenas o el avance del desierto. Nos dicen que llueve. Desde hace demasiado tiempo. Y que no seamos impacientes. Es cierto. Llueve y soy un impaciente. Pero es que no puedo soportar viajar a Madrid, Chicago o Frankfurt y sentir que apenas he salido de casa. Que Hollywood ha penetrado en nuestros hogares y que cuando la ministra Calvo diga una supina tontería que demuestra su incultura apenas le contesten. No puedo soportar el deterioro a mi alrededor, el abandono de la casa de mi padre (y madre, con permiso de los griegos). Y siento envidia de los vecinos cercanos y lejanos que se afanan en su patrimonio. Porque nosotros, fieles a nuestra tradición, seguimos confabulando para nada. –