Se respira otro aire en las calles y plazas de Bogotá. Un aire perfumado de esperanzas, y ya no aquel -plomizo, infausto, medroso- de la violencia eterna y del conflicto interminable. La guerra en Colombia es una de las más viejas del mundo (1), comenzó (o se intensificó) cuando la oligarquía asesinó, el 9 de […]
Se respira otro aire en las calles y plazas de Bogotá. Un aire perfumado de esperanzas, y ya no aquel -plomizo, infausto, medroso- de la violencia eterna y del conflicto interminable. La guerra en Colombia es una de las más viejas del mundo (1), comenzó (o se intensificó) cuando la oligarquía asesinó, el 9 de abril de 1948, a Jorge Eliécer Gaitán, un líder social inmensamente popular que reclamaba justicia social, incluyendo reforma del sistema financiero y reforma agraria (2). Desde entonces, el número de víctimas mortales se calcula en centenares de miles (3)… Hoy, en un subcontinente ampliamente pacificado, este conflicto -la última guerra de guerrillas de América Latina- aparece como un vestigio de otra época.
Viajando por el país y conversando con diplomáticos, intelectuales, trabajadores sociales, periodistas, académicos o moradores de barriadas humildes se deduce que, esta vez, la cosa va en serio. Algo parece moverse de verdad desde que el presidente Juan Manuel Santos anunció públicamente, a principios de septiembre pasado, que el gobierno y la insurgencia iniciarían negociaciones de paz (4). Primero en Oslo y luego en La Habana, con el apoyo de los gobiernos de Cuba y Noruega como «garantes», y de los gobiernos de Venezuela y Chile como «acompañantes». Los ciudadanos están creyendo en el proceso; sienten que se ha llegado a una configuración interna y externa que autoriza -con prudencia- a soñar. ¿Y si la paz fuese por fin posible?
En 65 años de guerra, no es la primera vez que autoridades e insurgentes se sientan a negociar. Porque este conflicto ha tenido muchas fases. Después del asesinato de Gaitán, se desencadenó una verdadera guerra civil -«la Violencia»- que causó decenas de miles de muertos. Para defender a los campesinos y a las clases medias, surgen entonces ejércitos guerrilleros de estricta estirpe liberal (Gaitán era el líder del Partido Liberal), el más grande de ellos en los Llanos Orientales. Apoyándose en las Fuerzas Armadas asesoradas por Estados Unidos, la oligarquía conservadora lanza una verdadera ola de terror y represión. Los grupos armados liberales abandonan las armas y se reincorporan a la vida política. No lo hacen pequeñas facciones armadas focalizadas en departamentos como Tolima, Huila y Cundinamarca, algunas de las cuales, con el paso de los años, se hacen comunistas, y, en 1964, fundan, bajo la dirección de Manuel Marulanda «Tirofijo», las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
Un año más tarde, en 1965, bajo la influencia de la revolución cubana se crea el Ejército de Liberación Nacional (ELN), guerrilla en las filas de la cual muere Camilo Torres, cura guerrillero devenido, para los cristianos progresistas, símbolo del compromiso de la Iglesia con los pobres. Al ELN, pertenecerá también el sacerdote español Manuel Pérez. Otra fuerza guerrillera nace en 1965, el Ejército Popular de Liberación (EPL), brazo armado del Partido Comunista-Marxista Leninista PC(ML), maoísta, dirigido por Pedro Vásquez Rendón y Pedro León Arboleda.
En 1973, aparece una nueva organización guerrillera, el Movimiento 19 de Abril (M-19). Expresión de protesta de una parte de las clases medias urbanas contra el fraude que privó al general Gustavo Rojas Pinilla de su victoria en las elecciones presidenciales del 19 de abril de 1970. Un grupo armado que, con el paso de los años, se irá radicalizando políticamente.
También emerge, en la década de 1980, el «tercer actor» (además de las Fuerzas Armadas gubernamentales y las guerrillas): los paramilitares, financiados por los grandes terratenientes y entrenados por el Ejército, cuya finalidad es aterrorizar, mediante salvajadas y atrocidades, a las bases sociales campesinas de las guerrillas. Hay que añadir, en esa época, al «cuarto actor»: los narcotraficantes (5) que poseen sus propias bandas armadas, compran la complicidad de los paramilitares y pagan «impuestos» a los insurgentes.
Este era, en síntesis, el cuadro del conflicto colombiano hasta los años 1980. Con un elemento social complementario constituido por los millones de campesinos empujados, a causa del nivel de violencia en el campo, al éxodo rural. Y que vinieron a hacinarse en barriadas autoconstruidas de la periferia de las grandes ciudades (6). En particular en torno a la capital Bogotá, cuya área metropolitana tiene hoy cerca de 9 millones de habitantes, o sea más del 20% de la población del país…
¿Qué ha ido cambiando en las últimas tres décadas? Hubo varias tentativas de acabar con la guerra. El presidente conservador Belisario Betancourt consiguió establecer, en 1984, un acuerdo de «cese el fuego» con las FARC y el M-19. Comprometiéndose a hacer reformas y a facilitar la incorporación de los guerrilleros a la vida política. Las FARC crean entonces el movimiento Unión Patriótica (UP) que participa en las elecciones de 1986 y obtiene 6 escaños en el Senado, 23 diputados y más de 300 consejeros municipales. Pero este éxito electoral desencadena una ola de atentados y de asesinatos contra los miembros de la UP. En poco tiempo, más de 3 000 cuadros y dirigentes de esa formación son exterminados… Lo cual produce un profundo traumatismo en el seno de las FARC que relanzan con mayor intensidad la lucha armada. En cambio, el M-19 abandona las armas en 1989 y se integra a la acción política civil.
En 1998, el presidente Andrés Pastrana da un golpe de teatro y se entrevista con Manuel Marulanda, reinicia las negociaciones con las FARC y, a pesar de las fuertes críticas en el seno de su propio bando, desmilitariza una zona rural en la región del Caguán para facilitar los contactos con la insurgencia. Hace lo mismo con el ELN. Pero los paramilitares sabotean, una vez más, estos esfuerzos, multiplicando las matanzas de campesinos. Las FARC tampoco juegan el juego y retoman la lucha (7). Despechado y defraudado, el gobierno firma un acuerdo militar con Estados Unidos para poner en marcha el «Plan Colombia» con el propósito de derrotar militarmente a las guerrillas. Después de la elección de Álvaro Uribe en 2002, esta apuesta por una opción exclusivamente militar se refuerza. Las ofensivas del ejército redoblan en intensidad con armamento sofisticado procurado por Washington. Varios líderes de las FARC (Raúl Reyes, Alonso Cano, José Briceño «Mono Jojoy») son abatidos (8).
¿Por qué el nuevo presidente Juan Manuel Santos, electo en agosto de 2010, que fue un implacable ministro de Defensa contra las guerrillas en la era Uribe, ha optado por la negociación? (9). Porque esta vez, dice él, «los planetas están alineados». O sea, la coyuntura nacional e internacional no puede ser más propicia.
En primer lugar, las FARC ya no son lo que eran. Obviamente siguen siendo la guerrilla más formidable de América Latina, con sus cerca de 20.000 combatientes que operan en decenas de frentes. Y es asimismo el único ejército guerrillero que no ha sido vencido militarmente en América Latina. Pero la vigilancia por satélite y el uso masivo de drones militares permiten ahora a las Fuerzas Armadas gubernamentales controlar sus comunicaciones y sus desplazamientos. La selva, en la que las FARC hallaban refugio, se ha convertido en una jungla de cristal transparente donde la supervivencia resulta cada vez más aleatoria. Por otra parte, la decapitación sucesiva de su cúpula dirigente (mediante el uso de la técnica israelí del «asesinato selectivo») complica la reorganización de la guerrilla.
Además, algunos métodos odiosos de lucha usados por las FARC (secuestros, ejecuciones de prisioneros, atentados ciegos) han causado rechazo por una parte importante de la sociedad civil (10). Las FARC no están vencidas ni mucho menos, y podrían probablemente proseguir el conflicto durante años. Pero lo seguro es que se hallan en la incapacidad de vencer. La perspectiva de una victoria militar ha desaparecido. Y eso lo modifica todo. La negociación de paz, si desembocase en un acuerdo digno, les permitiría salir con la frente alta, decirle adiós a las armas e incorporarse a la vida política.
Pero si el presidente Santos decidió, ante la sorpresa general, abrir unas negociaciones de paz con la insurgencia no fue sólo porque las FARC se encuentren disminuidas militarmente (11). Es también porque la oligarquía latifundista que, desde hace 65 años, se opone a una reforma agraria en Colombia (este país es prácticamente el único en América Latina que, por la cerrazón de los terratenientes, no ha realizado una redistribución de tierras) ya no tiene el poder dominante que tenía. En los últimos decenios se ha consolidado una nueva oligarquía urbana mucho más poderosa e influyente que la oligarquía rural.
Durante los años más terribles de la guerra, las grandes aglomeraciones quedaron aisladas del campo. Era imposible circular por tierra de una localidad a otra y la «Colombia útil» se convirtió en una suerte de «archipiélago de ciudades». Estas metrópolis, en las que se acumulaban los millones de personas que huían del conflicto, desarrollaron su propia economía cada vez más pujante (industria, servicios, finanzas, importación-exportación, etc.). Hoy es ella la que domina el país y a la que, en cierta medida, representa Juan Manuel Santos. Igual que Álvaro Uribe representa a los grandes terratenientes que se oponen al proceso de paz.
A la oligarquía urbana, la paz le interesa por razones económicas. Primero, el coste de la paz, o sea una -probablemente modesta- reforma agraria, lo asumirían los latifundistas, no ella. Su interés no está en el suelo, sino en el subsuelo. Porque, en el contexto internacional actual, la pacificación le permitiría explotar los inmensos recursos mineros de Colombia de los que la insaciable China sigue sedienta. Por otra parte, el empresariado urbano estima que, en caso de paz, los excesivos presupuestos militares podrían consagrarse a reducir las desigualdades que siguen siendo abismales. Los empresarios constatan que Colombia va hacia los 50 millones de habitantes. Lo cual constituye una masa crítica importante, en términos de consumo, a condición de que el poder adquisitivo medio aumente. En ese sentido, observan que las políticas de redistribución que se están llevando a cabo en varios países de América Latina (Venezuela, Brasil, Bolivia, Ecuador, Argentina, etc.) han reactivado la producción nacional y favorecido la expansión de las empresas locales.
A todas estas razones, se añade otro aspecto regional. América Latina está viviendo un gran momento de integración con la reciente creación de la UNASUR (Unión de las Naciones del Sur) y la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños) en las que Colombia representa un papel importante. Frente a esta dinámica, la guerra es un anacronismo, como lo ha denunciado repetidas veces el presidente Hugo Chávez de Venezuela. Las FARC lo saben. La hora de que callen las armas ha llegado. Además, la realidad actual de América Latina demuestra que, a pesar de los obstáculos, la conquista del poder por la vía pacífica y política es posible para una organización progresista. Ha quedado demostrado en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Uruguay, Brasil, etc.
Muchos peligros acechan aún. Los adversarios de la paz (halcones del Pentágono, ultras de las Fuerzas Armadas, terratenientes, paramilitares) tratarán de sabotear el proceso (12). Pero todo parece indicar, mientras continúan las negociaciones en La Habana, que el desenlace del conflicto se avecina. Por fin.
NOTAS:
(1) Con el conflicto de Cachemira, que opone desde 1947 a Pakistán y a la India; y el de Oriente Próximo donde se enfrentan, desde 1948, Israel y los palestinos.
(2) Léase Luis Emiro Valencia, Gaitán. Antología de su pensamiento social y económico, ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2012.
(3) Marco Palacios, Violencia política en Colombia 1958-2010, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2012.
(4) Las conversaciones para la resolución del conflicto se habían iniciado secretamente en Cuba a partir del 23 de febrero de 2012. Cf. «Qué se sabe del proceso de paz», Semana, Bogotá, 3 de septiembre de 2012.
(5) Los cárteles colombianos de la cocaína ya no tienen el poder que tuvieron en la época de Pablo Escobar (años 1980), ahora son los cárteles mexicanos los que dominan el tráfico de drogas en América Latina.
(6) Léase Raúl Zibechi, «Cerros del sur de Bogotá. Donde termina el asfalto», Programa de las Américas, 18 de febrero de 2008. http://www.pensamientocritico.org/rauzib0308.html
(7) Léase Fidel Castro, La Paz en Colombia, Cubadebate, La Habana, 2008. http://www.cubadebate.cu/reflexiones-fidel/2008/11/13/la-paz-en-colombia/
(8) En cuanto a Manuel Marulanda, falleció el 26 de marzo de 2008.
(9) Léase Hernando Calvo Ospina, «Juan Manuel Santos, de halcón a paloma», Le Monde diplomatique en español, marzo de 2011.
(10) Las FARC figuran, desde 2003, en la lista de las «organizaciones terroristas» elaborada por Washington.
(11) Léase Christophe Ventura, «La nouvelle donne qui explique les pourparlers de paix», Mémoire des luttes, 28 de septiembre de 2012. http://www.medelu.org/Colombie-la-nouvelle-donne-qui
(12) Léase Carlos Gutierrez, «La Mesa de Oslo. Las complejidades del proceso», Le Monde diplomatique, edición colombiana, octubre de 2012.
Fuente: Editorial de Le Monde Diplomatique nº 206 (diciembre 2012) http://www.monde-diplomatique.es/?url=editorial/0000856412872168186811102294251000/editorial/?articulo=5accf1f3-47bd-4b3b-8a1e-c72ef81ccc7f