Terminó la Cumbre de Río entre abrazos y apretones de manos. ¡Se selló la paz! Suena lindo decirlo así, ¿verdad? Pero quizá la situación real no es tan así. No hubo guerra entre países latinoamericanos (Colombia, Ecuador, Venezuela, Nicaragua). Probablemente, incluso, dado el escenario actual, nunca iba a haberla. Pero más allá de las declaraciones […]
Terminó la Cumbre de Río entre abrazos y apretones de manos. ¡Se selló la paz! Suena lindo decirlo así, ¿verdad? Pero quizá la situación real no es tan así. No hubo guerra entre países latinoamericanos (Colombia, Ecuador, Venezuela, Nicaragua). Probablemente, incluso, dado el escenario actual, nunca iba a haberla. Pero más allá de las declaraciones diplomáticas de este tipo de encuentros -más rimbombantes que efectivas, siempre con algo de ambigüedad- el mapa político no ha tenido una gran alteración.
Toda esta recién pasada semana fue álgida, caliente, inusualmente movida. Se llegó a hablar casi temerariamente de conflicto bélico entre países de la región, hubo movimiento de tropas, escaladas mediáticas, rompimientos de relaciones diplomáticas. Amén de un operativo antiguerrillero de las fuerzas regulares de Colombia -uno más de tantos, como hay casi a diario- pero con el agravante de las circunstancias en que se hizo: en territorio ecuatoriano y en el medio del inicio de un proceso de negociación con uno de los movimientos insurgentes que operan en el país. Y, según lo denunciado por varias fuentes, con el apoyo tecnológico directo del gobierno estadounidense. Operativo, justamente, que fue el que desencadenó toda la crisis, ahora diplomáticamente resuelta.
Se resolvió la crisis, y eso, por lo pronto, es importante. De esa manera se le cierra el camino a una opción militarista, a un proyecto de «calentamiento» regional y de exportación de la guerra interna de Colombia a toda una región con el estandarte de lucha «antiterrorista». Si se pretendía hacer un Medio Oriente de Sudamérica con un Israel local protagonizado por el país neogranadino en este caso, la jugada no se cumplió. Pero queda una serie de interrogantes luego de esta maniobra.
Lamentablemente mucho de lo que sucede en la región tiene que ver, en forma directa o indirecta, con las perspectivas geoestratégicas de Washington, quien asume a Latinoamérica como su propiedad. Las reservas petroleras de la zona (las más grandes en Venezuela, pero no las únicas), el agua dulce de los grandes ríos del subcontinente y del acuífero Guaraní y la biodiversidad de la Amazonia son los motores básicos de la estrategia regional que el imperialismo estadounidense tiene puesto en marcha ya desde hace un buen tiempo, además del control político-social -y llegado el caso: militar- de todas estas sociedades, siempre con el beneplácito de las oligarquías locales. De ahí los planes guerreristas que desde hace ya una casi una década viene desarrollando, con Colombia como punta de lanza, e independientemente del partido gobernante de turno en Estados Unidos (el Plan Colombia comenzó con los demócratas bajo la presidencia de Bill Clinton amparado en el hipócrita discurso del combate al narcotráfico, y el actual Plan Patriota -su continuación- no variará un milímetro en su concepción, independientemente de quién quede en la Casa Blanca en las próximas elecciones presidenciales).
Con júbilo puede decirse que ahora no triunfó la guerra, que el entendimiento y el espíritu de convivencia se impusieron ayer en la Cumbre de Río. Pero se podría decir también que los planes trazados por el imperialismo no terminan, y esta victoria de la diplomacia es muy relativa. La declaración final, solución de compromiso que intenta dejar tranquilas a todas las partes pero siempre a partir de concesiones donde alguien pierde más que otro, condena la acción del gobierno colombiano, pero no con la fuerza que reclamaba Ecuador, al mismo tiempo que no utiliza el término «terroristas» para referirse a las FARC, lo cual sí puede ser un triunfo para las fuerzas más progresistas.
¿Por qué tuvo lugar esta crisis? ¿Realmente estuvimos al borde de una guerra regional -más allá del movimiento de tropas que hizo el gobierno venezolano, muy significativo y oportuno en términos políticos, sin dudas- y del cruce de ríspidas acusaciones de algunos mandatarios? ¿En cierta forma se le fue de las manos la situación a Alvaro Uribe, o esto fue un globo de ensayo?
Todo lo sucedido esta semana tiene una lógica que, obviamente, va más allá de lo azaroso. El presidente colombiano, siguiendo un guión que le traza Washington, golpeó de modo fuerte en el corazón mismo de las FARC. El mensaje que explotó con las bombas que mataron al comandante guerrillero Raúl Reyes y a una veintena de guerrilleros más en suelo ecuatoriano y en clara violación al derecho internacional, tenía varios destinatarios: esa es la respuesta al plan de paz que pareciera querer nacer en Colombia con la intermediación del presidente venezolano Hugo Chávez, es una amenaza al gobierno ecuatoriano que no renovó el permiso para la base militar estadounidense de Manta y está marchando «demasiado» a la izquierda, es una amenaza para los países que conforman el ALBA. Las posteriores acusaciones de autoridades colombianas a partir del montaje organizado con las risibles pruebas de «narcoterrorismo» halladas en unas computadoras sobrevivientes al ataque, más allá de poder provocar hilaridad no dejan de ser preocupantes: esa puede ser una matriz de intervención para el futuro inmediato con el Plan Patriota, tanto de instancias colombianas como estadounidenses, quizá a través de organismos multilaterales. El combate al «terrorismo» es infinito, da para todo (léase: guerras preventivas). Y si en la región se une al combate contra el narcotráfico, la cruzada podría ser infinitamente más justificada.
Probablemente no estaba contemplada la respuesta enérgica de la comunidad de países latinoamericanos cerrando filas a la expansión de la guerra por la región, y en ese sentido puede decirse que al no triunfar plenamente la estrategia de Uribe y del imperio, hay razones para festejar desde el campo popular. Pero el plan Patriota sigue estando allí, con su capacidad militar intacta y con un gobierno nacional como la actual administración de Colombia siempre listo para efectivizarlo. De hecho Uribe va por un nuevo mandato presidencial, no olvidarlo. De ningún modo se ha dicho que estos mecanismos de control fueran a terminarse. Pese a la militarización absoluta del territorio colombiano, el narcotráfico sigue creciendo, aunque eso es harina de otro costal: el Plan Patriota obviamente apunta a otra cosa. Su verdadero objetivo no ha cambiado, y la paz ayer cantada en Santo Domingo sigue amenazada: los ataques a la integración latinoamericana que va arrancando con el proyecto ALBA arrecian, y si bien ahora no hubo «denuncias» por terrorismo en la Corte Penal Internacional, el sólo hecho de haberlo planteado intenta sentar un precedente.
No hubo guerra, felizmente. Pero la crisis nos recuerda que lejos, muy lejos estamos de la distensión. Y que la espada de Damocles sigue pesando sobre todos los latinoamericanos. Hoy por hoy, sólo la unidad latinoamericana con miras a la justicia social puede impedir más violencia. Lo cual nos recuerda trágicamente, pero con realismo, que, aunque no lo deseemos, como decían los romanos: «si queremos la paz, debemos estar preparados para la guerra».