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Peces-Barba y no me toques la Constitución

Fuentes: Rebelión

El estado es un aparato de dominación Para muchos, especialmente si se trata de juristas, el Estado se consagra y condensa en un papel. En este estado español el papel de marras es la constitución de 1978. Algunos la adoran como si fuera un relicario. Otros, quizá D. Gregorio Peces-Barba entre ellos, la quieren como […]

El estado es un aparato de dominación

Para muchos, especialmente si se trata de juristas, el Estado se consagra y condensa en un papel. En este estado español el papel de marras es la constitución de 1978. Algunos la adoran como si fuera un relicario. Otros, quizá D. Gregorio Peces-Barba entre ellos, la quieren como a una hija. Estos patriotas constitucionales ven con malos ojos cualquier deseo de tocar el mentado papel, pues intuyen que algo sostenido cual castillo de naipes podría caerse. Estamos, en definitiva, ante un fenómeno muy español, algo así como un libreto de zarzuela, algo así como el penoso espectáculo taurino. Demostraciones de fuerza que revelan en el fondo debilidad. Llamamientos al orden y al miedo, para que nada cambie y cada uno se mantenga en su sitio. Mientras tanto, la «monstruosa» configuración heterogénea de los territorios del estado sigue sin resolverse en esta bendita constitución, pues en ella sigue existiendo esa «España» inventada que niega realidad política a las naciones fagocitadas por ella en diversas fases de la historia.

El estado es un aparato de dominación. No vamos a discutir si se trata de un imperativo de la naturaleza humana. Hay quien dice, en efecto, que sin un estado los hombres dejaríamos de ser ciudadanos, y acabaríamos devorándonos mutuamente. La discusión filosófica en torno a si el estado es necesario, o si es universal, queda zanjada ante la evidencia etnológica de que no todas las sociedades humanas han exigido darse a sí mismas este tipo de aparato coercitivo. Sí es cierto que el estado aparece en cuanto que la jerarquización de los seres humanos en el seno de una sociedad es acusada y genera tensiones irresolubles. Esto suele darse en sociedades urbanizadas o en proceso de urbanización, donde emerge además algún tipo de jefatura política que encarna (literalmente) el estado. El experimento social de revertir las condiciones, esto es, volver más igualitaria la sociedad con el fin de ver que desaparezca el estado, constituye más que un ensayo teorético. Es la revolución. Si la aniquilación del estado tras de este experimento social es inmediata o, por el contrario, exige una transición socialista de años, o quizá siglos, es cuestión crucial que ha fracturado la unión anti-capitalista casi desde sus comienzos.

El estado monopoliza la violencia, y desde luego siempre la empleará contundentemente en su propia defensa. Los ejemplos de estados tolerantes, o cuando menos blandos en cuanto el trato dispensado a sus adversarios reales, son más bien escasos en el mundo. El grado de tolerancia o blandura de los estados está en proporción directa con el grado de seguridad en sí mismos, de firmeza de sus bases y de confianza en su continuidad futura, por encima de cualquier golpe recibido. La democracia formal de «nuestro entorno» (hemisferio norte, blanco, occidental, europeo, etc.) cuenta con un amplio grado de consenso de capas sociales extensas que se benefician de este tipo de estado y que, al menos desde la inacción o el consenso tácito, apoyarán la violencia discreta de sus estados. Además, a la violencia discreta, arropada bajo el manto de la «legitimidad», se une la violencia en sentido lato (no estrictamente violencia física, sino también psicológica) que emana de los medios de comunicación masiva, de los aparatos de propaganda y adoctrinamiento institucional, el recurso al miedo, la criminalización de colectivos según círculos de radio creciente, etc. Estos mecanismos de ataque y defensa por parte de los estados, esta violencia con pretensiones monopolizadoras y legítimas, no puede por menos de generar contra-violencia. En ocasiones la chispa de la contra-violencia se extingue del todo por una represión eficaz. Otras veces, la chispa se exacerba por medidas represivas desproporcionadas y descaradas, y se entra en una dinámica circular cerrada y de aumento sostenido del sufrimiento. Es muy raro que los estados, incluso las democracias formales más afianzadas y con el sistema de capitalismo tardío, alcancen un consenso total y un enmudecer absoluto de las conciencias. Por otra parte, debido al hecho de que las fronteras de los estados ya no sean totalmente impermeables a los problemas tradicionalmente tenidos por «extranjeros», y por tanto debido a que tales conflictos se globalicen, se da entonces la coartada perfecta para que los estados refuercen y ultimen sus mecanismos de ataque-defensa, su cometido exacto en calidad de detentores del poder y ejecutores únicos de la violencia «legítima».

Un estado democrático es aquel que permite la discusión permanente y sin coacciones de todos y cada uno de los fundamentos en que este estado se sostiene. Se trata de un ideal del que dudamos mucho acerca de su cumplimiento efectivo en rincón alguno del mundo. Desde luego, el estado español está lastrado gravemente por sus antecedentes históricos. Estos son el franquismo y una transición vigilada por los militares (y en última instancia por los EE UU y el capital internacional). La redacción de una constitución bajo amenaza continua de golpe de estado, de involución fascista y del constante terrorismo de uniforme y sotana, no fue precisamente una situación ideal para el diálogo no coactivo de los sectores sociales condenados a entenderse. El «patriotismo constitucional», que tanto gusta de invocarse en nuestros días, quiere hacer tabla rasa sobre aquellas condiciones de violencia de estado, de verdadero terrorismo de estado agonizante desde el cual había de parirse un estado de nueva naturaleza, refundado por obra y gracia de un texto constitucional. Hacer de ese texto unas Tablas de Moisés inamovibles no tiene nada de democrático, y negar la discusión de su reforma, e incluso negar la posibilidad de una nueva redacción radical de su articulado significa, verdaderamente, seguir con la mácula del Pecado Original.

Constitución de 1978: no tienes nada de gloriosa. Naciste hija del miedo, del fascismo que no se resignaba a morir, de un pacto coyuntural del que no vamos a discutir ahora su utilidad en el momento (eso ya es labor de los historiadores), pero sí su vigencia. No podemos aceptar, y si lo hacemos nos autoconsideramos súbditos, pero no ciudadanos, el recurso al miedo. Ese es el recurso invocado por el «Padre» Peces-Barba. Este reverendo constitucionalista no quiere que sus hijos mancillen el legado que él les ha confiado. Escribe:

«Debe cuidarse que la reforma constitucional no sea un campo de desconfianza y de desencuentros que abra de nuevo la puerta de los demonios familiares. Sería un error de fatales consecuencias. La Historia juzgará muy duramente a quienes propicien estas situaciones» (G. Peces-Barba: «La Reforma de la Constitución», Claves de Razón Práctica, Nº 148, Diciembre de 2004, p. 30).

Aunque de forma un tanto críptica, este señor alude al peligro de guerra civil. Si en el estado nos volvemos a fracturar en posiciones irreconciliables, acabaremos tomando las armas. Los «demonios familiares» ya sabemos lo que son: guerras civiles, rosario de alzamientos y matanzas que resumen perfectamente la historia contemporánea del estado español. Recuerda mucho esta invocación al miedo, a aquella otra que en estas mismas páginas señalábamos en Eugenio Trías (vid. Carlos X. Blanco: «Trias, Patriota Constitucional»)

«Ante actitudes independentistas que se manifiestan como pacíficas, o no violentas, siempre me pregunto lo mismo: ¿Saben exactamente lo que quieren? ¿Conocen las consecuencias de su orientación y tendencia? ¿Han reflexionado de verdad sobre lo que arriesgan? ¿Se inspiran en un examen serio sobre las posibilidades reales que su proyecto independentista posee? ¿Pueden vislumbrar, aunque sea de forma tentativa y aproximada, los modos, las rutas o los meandros posibles a través de los cuales su idea política puede llegar a implantarse? ¿Tienen en cuenta la situación geopolítica en que Cataluña y Euskadi se hallan? ¿Son las suyas actitudes verdaderamente responsables?» (E. Trías: «Defensa de las nacionalidades históricas» :http://www.nodo50.org/reformaenserio/articulos/enero2005/trias.htm).

El conservadurismo constitucional tiene un lema: «este tinglado, mejor es no tocarlo». Conservador, pues, es aquel que quiere conservar lo bueno. Contra esa actitud, nada habría que reprochar en democracia. Pero ¿de veras es tan buena la Constitución de 1978? ¿No se pueden hacer enmiendas, reformas e incluso renegociar aspectos sustanciales de la misma sin el recurso al miedo y a la guerra civil? Decir «esto es lo bueno» cuando se tiene de su lado a todo el poder del estado, no ya solo el aparato jurídico, los medios de adoctrinamiento y persuasión, etc. , sino la coacción uniformada, no tiene mucho que ver con el diálogo en condiciones de ausencia de coacción de estilo habermasiano, que parece invocarse en el concepto de Patriotismo Constitucional. Muchas naciones del estado tienen bloqueada la posibilidad de renegociar pacíficamente su status dentro del estado por este recurso al miedo. La criminalización de todo nacionalista e independentista pacíficos, las falsas e interesadas analogías con el conflicto vasco, las invocaciones a los «demonios familiares» de la guerra civil, el desprecio a las diferencias nacionales dentro del estado, con términos tales como «reinos de taifas», etc., son moneda vulgar y corriente para esa parte de la sociedad que añora viejas estructuras centrales (otrora, Imperiales) que en realidad nunca funcionaron, y menos ahora lo harán revestidas de un rosáceo manto de democracia formal y constitucional. La Historia, a la que invoca Peces-Barba como magistrada inapelable en el sumarísimo del porvenir, es maestra, no juez. Y nos enseña una cosa. Que las naciones y regiones del estado español han sufrido mucho con el centralismo impuesto. Que el estado español es un invento de Castilla, con el ánimo de ser Imperio aglutinador de territorios. Y que muerto el Imperio, muere la rabia de su corona, y de todo consejero áulico que la sostiene y la reverencia. Que sepan los señores de la Corte, grandes consejeros, que hace ya mucho tiempo que se ha muerto Franco, que todo es negociable en democracia. Que sepan que el problema territorial está ahí candente, y que no se puede circunscribir interesadamente a Euskadi y Cataluña: que es problema del mismo estado, es su pecado original. Y que sepan también que su recurso al miedo es violencia institucional.