Pedro J. Ramírez ha sido una vez más apartado de la dirección de un periódico por resultar incómodo. Cuando hace veinticinco años fundó El Mundo venía de sufrir un episodio parecido. Las presiones del gobierno de Felipe González habían empujado a Juan Tomás de Salas a echarlo de Diario 16. Dos gobiernos de signo distinto. […]
Pedro J. Ramírez ha sido una vez más apartado de la dirección de un periódico por resultar incómodo. Cuando hace veinticinco años fundó El Mundo venía de sufrir un episodio parecido. Las presiones del gobierno de Felipe González habían empujado a Juan Tomás de Salas a echarlo de Diario 16. Dos gobiernos de signo distinto. Dos hechos que retratan un Régimen laberíntico del que el propio periodista fue puntal.
Entonces, en 1989, Pedro J. venía de meter sus narices en algo tan gordo como la implicación del gobierno en los GAL. Ya sabemos cómo acabó aquello después… y cómo estuvo a punto de terminar. Me pregunto si pasará algo parecido con Bárcenas y la Gürtel. O con la Casa Real.
Por el momento Pedro J. Ramírez seguirá vinculado al periódico, escribiendo su carta los domingos, con la condición de que no vendan el diario ni que una fusión desvirtúe su identidad. En caso contrario, como dejó claro ayer en su discurso de despedida, abrirá una nueva rotativa.
Soy lector de El Mundo desde el primer número. Es el periódico que se compraba en mi casa. Yo tenía entonces doce años, y me apasionaba leerlo cada tarde junto al bocadillo y un vaso de leche. Seguí durante mi adolescencia con indignación las revelaciones sobre los GAL, Filesa, Juan Guerra, Roldán, Ibercop y tantos otros escándalos del felipismo.
Me encantaba Javier Ortiz, redactor jefe y también responsable de opinión en varios periodos de aquella década de los noventa. Comencé a desarrollar cierta dependencia de las opiniones cinematográficas de Carlos Boyero. Disfrutaba con las columnas de Paco Umbral, aunque a veces me incomodara su brusquedad, su altivez. Sus artículos me llevaron a novelas como Mortal y rosa o Las Ninfas, que me hicieron apreciarlo a fondo por encima del personaje. Siempre me cayó bien Raúl del Pozo. No podía dejar de admirar el oficio y las crónicas de Julio Fuentes, de Javier Espinosa. Solía acudir a las columnas de Jesús Cacho esperando encontrar ese algo más del poder. Me encantaba Forges, aprendía con Martín Seco y qué decir de Ricardo y Nacho. Quizá en esos años aquello que lo hacía más mío era el Dazibao, una sección escondida del suplemento Campus. Entonces ya tendría unos quince años, y era un chico feliz de la zona noroeste de Madrid, así que disculpen esta nostalgia sesgada de El Mundo que viví.
El caso es que aquel periódico donde un tal Alfonso Rojo escribía celebradas crónicas desde Bagdad mientras un tipo de la CNN le hacía la vida imposible, fue poco a poco naufragando. Quizá fuera inevitable desde sus mismos inicios, pues enseguida quedó claro que el periódico no pertenecería a la redacción, lo que a la larga se ha demostrado un error capital. Flirtear con el sensacionalismo, cuando no abrazarlo en ocasiones, tampoco le hizo ningún bien.
Pedro J. Ramírez, además de una amplia cultura tiene pasión y vocación periodística, eso es innegable. Junto a cierta voluntad de independencia son algunas virtudes que le han permitido ser considerado el periodista más destacado de los últimos años. También el más odiado. Ningún otro director de las cabeceras en papel más tradicionales ha tenido su coraje, ni ha metido tanto la pata. En mi opinión fue la persona, con sus debilidades a cuestas -llámense egolatría, cercanía del poder o lo que fuera-, quien se comió con patatas al director.
Es decir, El Mundo tenía enormes profesionales y un director de talento para haberse convertido en un gran periódico. Las cada vez más claras asunciones neoliberales de sus editoriales podían capearse si permitía luego semejante pluralidad y calidad en su seno. No sería hoy mi periódico de cabecera, pero hubiera podido marcar una época para bien. Pedro J. Ramírez sin embargo decidió convertirlo en su panfleto.
Cada vez más ideologizado, más jerárquico, el amigo que jugaba con Aznar al pádel iría abriendo las puertas de la rotativa a Jiménez Losantos, Isabel San Sebastián, Salvador Sostres y otras columnas del montón. Se plegó a los salones del poder político y las finanzas que, ahora sí, le adulaban. Quiso jugar en ellos como uno más y participar del reparto. No en vano los populares le debían gran parte de la victoria electoral de 1996. El drama fue que muchos lectores le siguieron en un camino donde las privatizaciones o el nacionalismo español se convirtieron en machacón dogma de fe.
Empezaron entonces a desfilar al exilio voluntario o impuesto Ortiz, Boyero, Forges, Martín Seco, Cacho, Fernando Garea… hasta Melchor Miralles. Al primero incluso le llegó a censurar una columna para proteger a Emilio Botín. Peor aún fue la que emprendió contra Francisco Frechoso por denunciar las manipulaciones del periódico durante la huelga general de 2002. El propio director se estaba dando la puntilla a sí mismo, a toda la credibilidad que pudiera haber logrado en sus inicios.
Y a pesar de la recuperada dignidad que supuso rechazar la segunda guerra de Irak, en contra de su amigo Aznar, lo que montó tras el 11M sencillamente no tiene nombre. Como tampoco lo tuvo el acoso y derribo al controvertido Baltasar Garzón, otrora aliado suyo. Lo que ayer era blanco se convertía en negro desconcertando a sus lectores. Poco a poco iba desapareciendo cualquier disidencia interna -las inocuas cartas al director fueron buena muestra de ello- así como todo vestigio que oliera a pensamiento crítico de enjundia.
La primera década del siglo veintiuno, contra lo que pudiera indicar su cabecera, dio así paso a un periódico ya agotado. Un folleto cada vez más delgado e insustancial, con una revista que se asumía incapaz de competir con El País Semanal -también en decadencia-, una sección internacional que apenas podía sobrevivir con su puñado de grandes corresponsales, y poco más que cuatro islotes de buen periodismo en sus hojas.
Sus portadas atronaban contra Zapatero desde la demagogia, silenciaban más que nunca a la izquierda, se enrocaban con las víctimas de ETA más montaraces, jugaban en la baja política coqueteando con Esperanza Aguirre o Rosa Díez, y en definitiva, se perdía un tanto el norte de quien se tenía a todas luces por liberal pero acababa bailándole el agua a la reacción.
Hasta que apareció Mariano Rajoy en la presidencia del gobierno. Entonces Pedro J. se atrevió a tirar del hilo una vez más, allá donde otros reculaban o no les dejaban llegar. Algún resquicio ético, una solidaridad con su yo de los noventa o el simple despecho por no lograr más cadenas de TDT, le impidió desarrollar con Rajoy el papelón que El País hizo con Felipe. Entrevistó a Bárcenas… y se desató la caja de los truenos. Sin ser nada radical en esto, la guinda a su caída la puso su empeño en no callar ante el desplome de la Monarquía.
Es de reseñar que en su despedida Pedro J. Ramírez ha dejado caer algo que a todas luces sería gravísimo, como es la implicación de la Casa Real en su destitución.
Por otra parte se involucró de lleno en estos últimos tiempos, con el compromiso que se debe exigir a los buenos directores, en las innovaciones que llegaban a un sector en crisis -conocida es su insistencia con Orbyt desde Twitter-. También fichó periodistas consagrados como Enric González, supo dar relevancia al talento de Lucía Méndez o atrajo jóvenes figuras como Manuel Jabois. Al mismo tiempo, sin embargo, no se frenó a la hora de llevar adelante un ERE en la redacción. Un personal, el que queda, que en cualquier caso le despidió ayer con una larga y cerrada ovación.
El Mundo estaba convirtiéndose en un periódico raro, que en medio de la debacle económica combinaba ese aire decadente y panfletario de la última década con destellos de buen periodismo y pasión por el oficio.
Pero volvió a toparse con un gobierno más cercano a la mafia que a la democracia. Recordemos que Pedro J. denunció sentirse espiado por la policía hace apenas unos meses. Y recordemos también que con el felipismo ya agonizante sufrió una de las trampas más infames jamás pensadas contra una voz incómoda: el asunto del famoso vídeo.
Apuesto así que esta vez, a la larga, tampoco callará. Con todos sus defectos, Pedro J. es un periodista de vuelo alto. Pensemos que hoy lo estarán celebrando desde Ignacio González a Rubalcaba, Rajoy y Juan Carlos de Borbón, por no hablar de Vocento, Planeta y hasta algunos dirigentes de UGT. Es difícil reunir enemigos tan poderosos y aparentemente tan diversos. Si malvenden o fusionan el periódico que fundó, ha anunciado batalla. Contra lo que pueda parecer, las espadas están aún en todo lo alto en una pequeña tregua hasta que se aclare el panorama.
A la vez, a nadie se le escapa que abrir otro medio sería un paso arriesgado para él. La edad pesa. Su última aventura puede acabar mostrándonos a plena luz todas las miserias de quien pudo ser el gran periodista de su época pero que, finalmente, acabó formando parte central de un Régimen que en sus estertores ha terminado por engullirlo sin compasión. Está por ver, eso sí, si no se le indigesta.
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