Sucedió en 1972 en Reikiavik, Islandia. El telón de fondo era un telón de acero y la partida de ajedrez una reproducción en miniatura de la Guerra Fría. A un lado del tablero, el soviético Boris Spassky defendía su divisa de campeón. Al otro lado, el aspirante estadounidense Bobby Fischer se preparaba para conquistar el […]
Sucedió en 1972 en Reikiavik, Islandia. El telón de fondo era un telón de acero y la partida de ajedrez una reproducción en miniatura de la Guerra Fría. A un lado del tablero, el soviético Boris Spassky defendía su divisa de campeón. Al otro lado, el aspirante estadounidense Bobby Fischer se preparaba para conquistar el título y poner fin a veinticuatro años de dominio rojo sobre los escaques. Después de dos meses de contienda y veintiún partidas, Spassky telefoneó al árbitro y arrojó la toalla. Lo llamaron «la partida del siglo». Fischer murió en 2008. Pocos años después, sentado sobre una silla de ruedas, Spassky confesó que todavía hablaba con Fischer en sueños.
Pero si hay una rivalidad ajedrecística longeva y mitológica, es la que mantuvieron durante diez años y 144 partidas los rusos Anatoli Kárpov y Garri Kaspárov. Tanto duró la pelea que por el camino vieron caer el muro de Berlín, conocieron a Gorbachov, la Perestroika, cambiaron de bandera después de que se desmoronara la Unión Soviética, salieron ilesos del golpe de estado de 1991 y vieron a Yeltsin subido en un tanque. Kárpov y Kaspárov pasearon su rivalidad por todo el mundo. Incluso llegaron a disputarse el título mundial en Sevilla y las torres del tablero fueron reemplazadas por pequeñas réplicas de la Torre del Oro.
Para entender mejor esta rivalidad es necesario regresar a Moscú al campeonato mundial de 1984. Kárpov defendía el título desde la renuncia de Fischer en 1975. Era un duelo a treinta y un partidas y Kaspárov llegó a tener un cinco a cero en su contra. Pero cuando Kárpov estaba a punto de sentenciar el campeonato, cometió un desliz que permitió a Kaspárov arrancar un empate agónico. A partir de aquel momento, la suerte cambió de bando y Kaspárov logró alargar la contienda durante seis meses y cuarenta y ocho partidas a base de forzar tablas. Kárpov se desesperaba. Para entonces, hacía tiempo que los periodistas habían sucumbido a la pereza y se habían largado a cubrir las Olimpiadas de Tesalónica. En febrero de 1985, el presidente de la Federación suspendió el campeonato por agotamiento. Aquel mismo noviembre, Kaspárov arrebató por fin el título a Kárpov. Lo retuvo durante quince años.
No es un tablero de ajedrez, pero se parece. En los asientos del Congreso de los Diputados se extienden 350 piezas que en cada votación conforman alineaciones sorprendentes y juegos de mayoría inesperados. Esta semana pasada hemos dicho adiós a Mariano Rajoy. Un presidente que ha gobernado desde la barrera, consciente de que en España es más fácil conservar el poder gracias a los errores ajenos que a los aciertos propios. Hemos visto el cambio de gobierno en una atropellada sucesión de imágenes tan inesperadas como elocuentes. Rajoy atrincherado durante ocho horas en el restaurante Arahy. El bolso de Sáenz de Santamaría calentando la butaca vacía del presidente saliente. El vertiginoso cambio de chaqueta de Aitor Esteban. La proclamación pírrica de Pedro Sánchez. Los aplausos entusiastas de la bancada morada. Sí se puede.
Se retira Rajoy sin más drama ni estridencia que los aullidos cavernarios de la derechona mediática. La cantinela del gobierno Frankenstein, el espantajo inverosímil de la confabulación castrochavista con su consorte de secesionistas catalanes y vascos con pasamontañas. Es la vieja murga, en fin, de un sector de la grada que puede parecer testimonial y extravagante pero que todavía levanta fervores en las momias embalsamadas del franquismo. Vemos las últimas manifestaciones de Vox contra «los enemigos de España» y nos despiertan una emoción ambigua entre la perplejidad y el espanto.
En el otro extremo del estadio, damas y caballeros, hay un sector de la grada que descorcha botellas de champán y hace la ola. Como si Pedro Sánchez, que hace apenas dos años negociaba carteras ministeriales con Albert Rivera, hubiera adquirido de pronto galones de mesías redentor para la izquierda. O somos de un optimismo inquebrantable o es que tenemos la memoria efímera de una carpa de acuario. Parece claro que desalojar al PP de la Moncloa era un necesario ejercicio de profilaxis democrática. Que después de siete años de recortes, mordazas y desfiles de imputados, es difícil no deleitarse en la revancha. Pero de ahí a las efusiones festivas hay un trecho kilométrico.
En primer lugar porque hay que entender esta moción de censura dentro del interminable contexto electoral que padecemos. En un escenario fragmentado de alianzas inestables y cambalaches parlamentarios, el golpe de mano del PSOE tiene mucho de ingeniería mediática y de estrategia de partido. Si hay que reconocerle algún mérito, es la eficacia del regate. De un solo gancho, Pedro Sánchez ha mandado los dientes de Rajoy a la lona, ha dejado sonado a Rivera y ha conseguido la adhesión desinteresada de los dirigentes de Podemos. Todos le daban por muerto y sin embargo, ahí está el potro de Tetuán, salvado por la campana y asaltando la pole position de la carrera hacia las urnas.
La segunda razón para guardar el cava viene con el reparto de ministerios. No es porque Ana Botín haya celebrado la llegada de Nadia Calviño al despacho de Economía. No es que Teresa Ribera, ministra para la Transición Ecológica, avalara el fraude del gas natural en el Proyecto Castor. Tampoco se trata de que Màxim Huerta se haya curtido en las vísceras informativas del matinal de Ana Rosa antes de aceptar la cartera de Cultura y Deporte. Olvidemos por un momento que Josep Borrell acompañó a Vera y Barrionuevo a la puerta del penal de Guadalajara o que su adhesión militante a Societat Civil Catalana va a distorsionar su periplo por Exteriores en plena pugna de Llarena con la justicia europea. Pasemos por alto, pelillos a la mar, las cinco condenas del Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra la vista gorda de Fernando Grande-Marlaska ante seis casos de tortura. Perdonemos al ministro de Interior su defensa de los CIE, el archivo del caso Yak-42, la persecución contra el 15-M o la doctrina del todo es ETA. Hagamos de tripas corazón por un momento.
Porque detrás de estas trayectorias más bien inquietantes hay un rizado mar de fondo. La irrupción de Ciudadanos en 2015 tanto en los parlamentos autonómicos como en el Congreso de los Diputados ha servido para desplazar el tablero político hacia la derecha más ultramontana. Los hooligans naranjas del 155 han celebrado la exaltación de la mano dura con un liberalismo patriótico pero también joven, desenfadado, chic y sobre todo oportunista, capaz de arrimarse al sol que más calienta y dispuesto a cambiar de bando con la velocidad y los escrúpulos de un batallón de mercenarios. Ciudadanos es un chaleco reversible que lo mismo te viste a una Cristina Cifuentes que te abriga a una Susana Díaz. Ciudadanos no nació para ganar sino para inyectarnos el miedo en los sondeos gratinados de Metroscopia. Ciudadanos es la razón por la que un tecnócrata liberal como Pedro Sánchez nos parece un oasis de progresismo en medio de la devastación parlamentaria. Vota PSOE, que viene el lobo.
Después de casi dos años enterrado en vida, Pedro Sánchez ha repetido la proeza de Garri Kaspárov. Cuando todo el mundo le daba por muerto, dimitido de la secretaría general del PSOE y de su escaño de diputado, supo salir a flote a costa de guardar un bajo perfil de oposición y de acoplarse al reparto de medallas del 155. Igual que un ajedrecista curtido de paciencia, ha esperado el traspiés de la Gürtel para lanzar su jaque. Ahora, con la partida ya en sus manos, le ha sobrado tiempo para armar una escuadra ministerial que agradará más a los votantes del PP y de Ciudadanos que a quienes le han investido presidente. El nuevo gobierno Kaspárov es la constatación de que el viejo bipartidismo no solo sigue vivo sino que goza de una salud excelente, ahora con la muleta ambidiestra de Albert Rivera.
Nos esperan gestos epidérmicos, despliegues simbólicos de modernidad que harán suspirar a las almas cándidas del progresismo pero que seguirán perforando los bolsillos de la mayoría trabajadora. Permanecerán intactas las columnas del 78. El mismo modelo productivo. La misma dictadura bancaria. El mismo entramado mediático. La misma legislación laboral celebrada por las patronales. El mismo desmán inmobiliario. Los mismos beneficios obscenos de las eléctricas. Las mismas puertas giratorias en los consejos de administración. La misma corona. El mismo rey. Y todavía tendremos que agradecer que no nos gobierne Ciudadanos. El problema no es quién gana la partida. El problema es el tablero.