Un maestro carpintero, que trabaja en la ciudad de El Alto desde su infancia, me contó que era originario de Peñas, la comunidad aymara donde fue descuartizado Túpac Katari. Ni bien terminó de hablar, le pregunté a quemarropa: ¿Y cómo se siente uno que nació en ese pueblo histórico? Él se encogió de hombros y, […]
Un maestro carpintero, que trabaja en la ciudad de El Alto desde su infancia, me contó que era originario de Peñas, la comunidad aymara donde fue descuartizado Túpac Katari. Ni bien terminó de hablar, le pregunté a quemarropa: ¿Y cómo se siente uno que nació en ese pueblo histórico? Él se encogió de hombros y, esbozando un gesto de desinterés, contestó: «Normal, uno se siente normal. Además, allí no hay nada…». Luego él volvió a su faena cotidiana y yo me quedé pensando en que Peñas debía ser algo más que un monumento histórico, así que decidí viajar para comprobar si era cierto lo que me afirmó el maestro carpintero, que por ese entonces estaba construyendo, de manera artesanal, los modestos estantes de mi biblioteca.
El microbús, atestado de pasajeros, partió desde la avenida Chacaltaya de la ciudad de El Alto y avanzó por una carretera asfaltada y flanqueada por un paisaje que exhibía la belleza del altiplano en todo su esplendor. Yo tenía la mirada puesta en los picos nevados de la cordillera y, a ratos, me imaginaba que las montañas despertaban envueltas en un frío metálico, como en una suerte de témpano que, al contacto con los primeros rayos del sol, reverberaban hiriendo la vista, mientras en el alma andina se retorcía la tristeza con furor incontenible. No en vano Óscar Cerruto describió en sus versos: «El Altiplano es resplandeciente como un acero/…rayado de caminos y de tristeza/ como palma del minero/… duro de hielos/ y donde el frío es azul como la piel de los muertos».
Por suerte, el día de mi viaje, la mañana despertó radiante y apenas se sentían las corrientes de aire frío. Además, estaba convencido de que todo viaje implicaba experimentar la maravilla ante lo trascendental y el asombro ante lo insólito, aparte de descubrir un mundo exterior, explorar lo desconocido, adquirir información sobre lo ajeno, conocer otras gentes y adentrarse en costumbres ancestrales. Esta vez pude constatar lo mismo, pues apenas llegué a la plaza del pueblo, sentí la emoción de encontrarme, bajo el sol que caldeaba la mañana, en un sitio que poseía la virtud de estar rodeado de un halo misterioso, que invocaba a fantasear sobre un hecho histórico que marcó un antes y un después en las luchas anticolonialistas en el Alto Perú.
No es para menos, este milenario pueblo del municipio de Batallas de la provincia Los Andes, situado a 80 kilómetros de la sede de gobierno, es el lugar donde el caudillo indígena Túpac Katari hizo su fortín y pasó los últimos días de su vida. Aquí está la cueva llamada Concuntiji, donde se escondió de la persecución, luego de haber sitiado dos veces la ciudad de La Paz, y aquí está la tierra polvorienta donde encontró la muerte a manos de sus adversarios, quienes lo juzgaron por sus rebeliones y lo sentenciaron a muerte el 14 de noviembre de 1781, a poco de haber sido delatado por los suyos, entre ellos, por su comadre, quien, convencida por los españoles que le prometieron no hacer daño y respetar la vida del «rebelde», no dudó en conducirlos hacia la cueva, ubicada en una escarpada grieta que se abre entre dos enormes peñas (kharkhas, en aymara), que dan la apariencia de ser zonas estratégicas desde las cuales Túpac Katari podía dominar no sólo una parte de la pampa y la cordillera de picos nevados, sino también el ingreso de las tropas realistas rumbo a la comunidad.
Los libros oficiales de historia, escritos casi siempre desde la perspectiva de los vencedores, cuentan que Julián Apaza (Ayo Ayo, 1750 – Peñas, 1781) lideró una de las rebeliones independentistas más extensas contra las autoridades coloniales en el Alto Perú. Asimismo, los testimonios sobre su vida, conservados en la memoria colectiva, indican que era huérfano desde la infancia y que se hizo sacristán en la parroquia de su comunidad natal. No tuvo acceso a la educación debido a su humilde condición, pero nutrió sus conocimientos con la sabiduría popular transmitida por la tradición oral, de generación en generación y de padres a hijos.
Compartió desde siempre el sufrimiento de sus hermanos de raza y manifestó públicamente su rechazo a los sistemas de opresión. Algunas versiones confirman que el caudillo indígena, antes de emprender su lucha contra la dominación del Imperio Español, trabajó como panadero y contrajo matrimonio con Bartolina Sisa, una joven comerciante de coca y tejidos nativos, oriunda de la comunidad de Q’ara Q’halu, situada en la provincia Loayza del departamento de La Paz. Ambos guerreros, que compartían la misma ideología y fortaleza de lucha, decidieron organizar un ejército de rebeldes para liberar a sus pueblos.
Tras el descuartizamiento de Túpac Amaru en la plaza del Cusco y el asesinato de Tomás Katari, el líder de la insurrección de Chayanta, con quienes mantuvo relaciones y trazó estrategias de resistencia organizada, Julián Apaza adoptó el seudónimo de Túpac Katari, con el que protagonizó una de las rebeliones más trascendentales del siglo XVIII.
Se dice que durante el levantamiento, puso en pie de guerra a un ejército compuesto por miles de hombres, quienes tendieron cercos a la ciudad de La Paz, entonces controlada por los españoles, con el propósito de impedir el ingreso de los productos del campo hacia La Hoyada y provocar una hambruna generalizada; todo esto en aras de afianzar su lucha contra el tributo a la tierra, la encomienda y los trabajos forzados, que los colonizadores impusieron a los indígenas.
Sin embargo, aunque contaba con 80 mil combatientes bajo su mando, dispuesto a conquistar la soberanía nacional, la libertad y la justicia social, los dos levantamientos culminaron en fracaso, debido a las maniobras políticas tramadas por las huestes de la corona española y la traición por parte de algunos de sus colaboradores.
Túpac Katari, a pesar de las derrotas, se mantuvo fiel a sus ideales y a las aspiraciones de su pueblo, hasta el día en que cayó a merced de sus enemigos, quienes le cortaron la lengua antes de atar sus extremidades a las cinchas de cuatro caballos que, al comando de galope, partieron en direcciones opuestas, desmembrando el cuerpo del caudillo aymara, quien, sin brazos ni piernas, acabó por ser decapitado ante los ojos atónitos de Bartolina Sisa. Sus restos fueron repartidos en diferentes comunidades del Alto Perú, como muestra de «escarmiento para los indios rebeldes» -su cabeza fue expuesta en el cerro de K’ili K’ili, su brazo derecho en Ayo Ayo, el izquierdo en Achachachi, su pierna derecha en Chulumani y la izquierda en Caquiaviri-, pero el nombre del Túpac Katari se perpetuó en la memoria del pueblo y su lucha libertaria marcó un hito en la historia del continente latinoamericano.
Aunque no advertí ningún alarde de exotismo al alrededor de Peñas, pude contemplar el paisaje rural y visitar un pueblo que, a primera vista, parecía abandonado y despoblado por el silencio reinante en sus escasas calles. No en vano algunos de sus habitantes, refiriéndose a la falta de infraestructura turística y a la emigración de los jóvenes hacia las urbes del interior, afirmaban que el pueblo quedó en el olvido, porque le tocó la maldición desde la muerte de Túpac Katari. Por ejemplo, sorprende ver, en una esquina de la plaza, la casona abandonada en la cual pasó largas temporadas el Mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana, quien escrutaba, entre lecturas y meditaciones, la histórica plaza del pueblo desde la ventana del segundo piso. Ahora la vieja casona, que no fue refaccionada desde que un juego pirotécnico incendió su techo de paja en una fiesta de San Juan, está deshabitada y abandonada a su suerte. Lo increíble es que en medio de la sala principal, creció un árbol cuyas frondas verdes se divisan desde cualquier ángulo de la plaza, donde luce el majestuoso monumento de Túpac Katari.
En medio de la tranquilidad sepulcral, lo único que parecía tener vida era el templo de Nuestra Señora de la Natividad de Peñas, cuyas campanas redoblaban, aquella mañana inundada de sol, convocando a los creyentes a la misa dominical. En su interior reinaba una paz celestial, mientras se celebraba una misa en la que, como parte de la evangelización y adoctrinamiento, se hablaba de la realidad basada en la vida de los agricultores y habitantes del altiplano. El cura, al cabo de predicar la palabra de Dios ante un retablo de estilo barroco mestizo, que al parecer corresponde al Siglo XVIII, tocó la guitarra con destreza y cantó un salmo a viva voz, acompañado por las voces discordantes de los feligreses: «…Déjame sentir el fuego de tu amor,/ aquí en mi corazón, Señor…».
Se cuenta que este antiguo templo, con ornamentación que data de la época renacentista, antes de ser restaurado de un incendio que sufrió en la década de los años 80, estaba a merced de los amigos de lo ajeno, quienes, al amparo de la noche y el descuido de los vecinos, sustrajeron gran cantidad de patrimonio artístico de la época colonial, consistente en cuadros originales, piezas de platería y tesoros de diverso valor, que hasta hoy no han sido repuestos, ni con la alabanza de los rezos, ni con la gracia de Dios.
La visita al pueblo de Peñas me enseñó, una vez más, que los lugares vistos en persona y con ojos propios, tienen siempre la magia de algo que no se encuentra en la letra muerta de los libros de historia ni se escucha en la versión oral de los cuentacuentos. Estaba conforme de haber vivido una experiencia extraordinaria, de haber disfrutado de su entorno ecológico, de haber conocido la cueva donde se escondió Túpac Katari, la plaza mayor donde lo ejecutaron, la casona del Mariscal Andrés de Santa Cruz y el templo de Nuestra Señora de la Natividad.
Peñas es un pueblo que reúne todas las condiciones para convertirse en atracción turística, al menos para quienes tienen interés en el pasado histórico de una nación hecha de caudillos y acontecimientos que forjaron los cimientos del nuevo Estado Plurinacional de Bolivia. No en vano este pueblo, que atesora un pasado glorioso, fue declarado Monumento Nacional, mediante Ley Nº 773, el 31 de enero de 1986.
Abordé el minibús de retorno y, mientras me alejaba de Peñas, no dejaba de pensar en que la ciudad de El Alto, principal escenario de la rebelión indígena, es la legítima heredera del legado de Túpac Katari, cuya grandiosa gesta sirvió de ejemplo a los alteños, quienes, repitiendo la frase que el caudillo aymara pronunció en el patíbulo: ¡A mí me matan, pero volveré y seré millones…!, han dado muestras de su coraje y decisión de lucha por una patria más justa e independiente de la dominación imperialista.
El último ejemplo lo dieron en la llamada Guerra del Gas, cuando sacudieron los cimientos del país y derrotaron, a fuerza de barricadas en las calles y sangrientos enfrentamientos entre la población civil y las fuerzas del orden, al gobierno entreguista de Gonzalo Sánchez de Losada, quien, en octubre de 2003 y dejando un saldo de setenta muertos, huyó del país ante una multitud enardecida, mientras los alteños, hermanados como en los tiempos de Túpac Katari, repetían el grito de guerra: ¡El Alto de pie, nunca de rodillas!
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