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Tomás Gutiérrez Alea, "Titón" (1928-1996)

Pensar desde el lente el siglo XXI

Fuentes: La Jiribilla

Ahora que han pasado tres lustros de su desaparición física, urge revisar el legado cinematográfico de Tomás Gutiérrez Alea. En tiempos cuando las nuevas tecnologías permiten el acceso irrestricto a la fabricación audiovisual, en momentos en que algunos filósofos y teóricos siguen postulando las postrimerías de la cultura y el arte, el fin de la […]

Ahora que han pasado tres lustros de su desaparición física, urge revisar el legado cinematográfico de Tomás Gutiérrez Alea. En tiempos cuando las nuevas tecnologías permiten el acceso irrestricto a la fabricación audiovisual, en momentos en que algunos filósofos y teóricos siguen postulando las postrimerías de la cultura y el arte, el fin de la historia y del autor, las películas que consiguió hacer el director de Fresa y chocolate permanecen en estatus paradigmático gracias al espesor intelectual que exudan.

 

No es demasiado conocido que en 1961 Gutiérrez Alea participó como corresponsal de guerra en Playa Girón, en la realización del documental ¡Muerte al invasor!, que formó parte del Noticiero ICAIC Latinoamericano, dirigido por Santiago Álvarez. Sobre este documental, y sobre la necesidad de que el cine se convierta, también, en un espejo de su época, aseguró el autor en el artículo Los documentales del ICAIC más representativos del período 1959-1983: «Recuerdo la primera imagen de la guerra con que nos tropezamos: una columna de humo a lo lejos y ya cuando nos acercamos, los restos humeantes de un avión que nuestras fuerzas acababan de derribar en las cercanías del Central Australia. A partir de ese momento ya no pudimos descansar. Las imágenes se agolpaban cada vez más dramáticas y más reveladoras y no podíamos atraparlas todas con nuestras cámaras pero sabíamos que lo que estábamos haciendo tenía un sentido, que era importante estar ahí para dar testimonio ante el mundo de lo que la ‘primera grande e histórica derrota’ del imperialismo en América. Hoy, al cabo de más de 20 años, eso es lo que hace del filme un documento de especial significación».

Además de empeñarse en cronicar los tiempos pasados y presentes de la Isla, desde sus primeras películas, más o menos logradas, Historias de la Revolución, Cumbite o Las doce sillas, Gutiérrez Alea se consagra a la eliminación de las fronteras entre lo culto y lo popular, entre la alta estética y el entretenimiento, a delinear el perfil de una cinematografía nacional que se acercara a su público natural sin distanciarse de los paradigmas artísticos universales, ni enajenarse de las corrientes más actuales del cine moderno como el neorrealismo italiano y la nueva ola francesa.

Desde sus primeros filmes, destaca la intención de ponerse al tanto respecto al legado humanístico que trasunta la mejor literatura, universal y cubana, mediante las adaptaciones que implicaron la comedia de costumbres Las doce sillas (1962, a partir de la novela de Ilya Ilf y E. Petrov adaptada en países tan diversos como EE.UU., Georgia y Yugoslavia) y Cumbite (1964, con guion del realizador y de Onelio Jorge Cardoso a partir de Los gobernadores del rocío, novela de Jacques Roumain).

 

En Historias de la Revolución y Las doce sillas, con todo y sus defectos, se manifiesta la tendencia del realizador a conformar retratos coloquiales de la condición humana, inspirados sobre todo en Luis Buñuel, en la heterodoxia nuevaolera y en el humanismo neorrealista. En el artículo Simplemente Titón, del cineasta e historiador Miguel Torres, se asegura que Las doce sillas «es una deliciosa comedia y que todavía conserva, porque pueden apreciarse en ella, las huellas del neorrealismo. El filme se deleita en situaciones que reflejan el entorno social de una época, a la par que muestra un humor disparatado y efectivo donde la irreverencia ocupa un lugar destacado. Era ya para el director y para el cine cubano, una obra de madurez».

En su constante búsqueda de un referente cultural y artístico que le permitiera encausar sus propias inquietudes, es sintomático que poco después de concluir su segundo largometraje de ficción, Las doce sillas, en 1962, Gutiérrez Alea dicta un ciclo de conferencias sobre Billy Wilder en el Palacio de Bellas Artes. La influencia del cineasta austriaco, el mejor narrador y comediógrafo del cine norteamericano, el autor de Algunos prefieren quemarse y El apartamento, saltaría a la vista en el homenaje a la comedia de golpe y porrazo, con matices de humor negro y humorada italiana sureña, que sería La muerte de un burócrata, la película cubana que se adelanta a la costumbre posmoderna de la cita y el homenaje en medio de su delirio antidogmático.

La burla a la solemnidad (el inicio de La muerte de un burócrata y el final de Guantanamera se ambientan en el cementerio), las críticas sardónicas a la hipocresía, el estancamiento, la pasividad y los prejuicios pequeño- burgueses en Memorias del subdesarrollo, Los sobrevivientes, La última cena y Hasta cierto punto trascienden la invectiva oportunista y de ocasión para proveer la vertical reflexión de un artista preocupado por el futuro de su país y en pleno acercamiento a la historia y a las tradiciones nacionales.

Para mediar en esa proximidad a la inmediatez, y registrar el impacto de los cambios operados por la Revolución desde la siquis de un inadaptado, Memorias del subdesarrollo (1968) se inspiró en la novela homónima de Edmundo Desnoes -quien participó en la creación del guion- combinó documental y ficción, retrato íntimo y crónica social, y así terminó de confirmar las dos grandes tendencias temáticas de la obra creada por Gutiérrez Alea: las relaciones entre el poder y el individuo, la frustración y la muerte vistas mayormente en un estilo sarcástico, rocambolesco, que recupera la mejor tradición del cubanísimo choteo. Tales temáticas, sobre todo la relación del poder con el individuo, manifestaban absoluta afinidad con las filmografías de otros realizadores contemporáneos en la URSS (Andrei Mijalkov Konchalovski y Andrei Tarkovski), España (Carlos Saura), Polonia (Andrzej Wajda) o Italia (Bernardo Bertolucci), de modo que Memorias del subdesarrollo afina a la perfección con otras películas emancipadoras e intimistas de esta época: Andrei Rubliov y Tío Vania, Ana y los lobos y El jardín de las delicias, Los abedules y El hombre de mármol, El conformista y Novecento.

En La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo se trasciende por completo el punto de partida neorrealista, pues a Gutiérrez Alea jamás le preocupa reflejar fielmente la realidad, sino criticarla, exagerarla, deformarla, y así provocar al espectador. En la década de los años 70 y 80, sus filmes se distancian aparentemente de la contemporaneidad para investigar en los orígenes de la nación o en los vicios del pasado republicano. Una pelea cubana contra los demonios (1971), La última cena (1976) y Los sobrevivientes (1978) marcaron el auge de una expresión metafórica, tangencialmente referida a problemas del presente. Una pelea cubana contra los demonios adapta la obra homónima de Fernando Ortiz mediante un guión coescrito por Miguel Barnet y Vicente Revuelta, dos imprescindibles de las letras y el teatro en Cuba. La última cena es tanto un brillante ejercicio de estilo como de análisis político concentrado en las relaciones entre poderosos y desposeídos.

Su indagación acerca de los orígenes de la nación lo lleva incluso a colaborar en la dramaturgia de El otro Francisco, ópera prima de Sergio Giral, basado en la primera novela antiesclavista cubana, escrita por Anselmo Suárez y Romero en 1839. Aunque, según el crítico francés Marcel Martin, más que de una adaptación fiel se trata de un filme que «pretende criticar el estilo romántico y la visión idealista del autor sobre la esclavitud, aportando la imagen auténtica del esclavo. El filme confronta así, paso a paso, el universo literario de un autor burgués con la realidad del marco económico, social y político de la sociedad colonial».

Sin embargo, Gutiérrez Alea tampoco se conformó con refugiarse en el análisis del pretérito -evidente también en su regreso al documental para realizar el corto de siete minutos El arte del tabaco– y colaboró con el guion, y luego con la terminación, del largometraje de ficción de corte documental De cierta manera, cuando su realizadora Sara Gómez falleció antes de poder concluirlo. Según el crítico cubano Juan Antonio García, tal vez el más vehemente estudioso con que cuenta la obra de Gutiérrez Alea en Cuba, ha dicho que el cine de Sara Gómez «permanece como una de las propuestas nacionales que más se empeñó en mostrar la ‘realidad’ cubana en profundidad. No debe ser casual que haya sido justo Titón el que, a mi juicio, mejor consiguió revelar las intenciones últimas en el accionar artístico de esta realizadora. Según Alea, ‘a Sara le hubiera gustado hacer cine sin cámaras, sin micrófonos: directamente, y eso es lo que le da esa fuerza, y esa cosa única que lamentablemente, no creo que haya sido suficientemente valorada con los años'».

En la misma cuerda de la película realizada por Sara Gómez, en su análisis de la contemporaneidad, los problemas raciales y los sectores menos favorecidos de la sociedad, realiza la contemporánea, autorreflexiva y controversial Hasta cierto punto (1983) y luego, haciendo alarde de versatilidad, la retro, literaria y romántica Cartas del parque (1988), inspirada en un pasaje de El amor en tiempos del cólera, la popularísima novela de Gabriel García Márquez.

El escritor colombiano estaba al centro también de Contigo en la distancia, un cortometraje realizado en México en 1991, y apenas conocido en Cuba, sobre la historia de una mujer mayor, ya casada y con hijos y nietos, quien recibe al cabo de muchísimos años una carta de su novio de adolescencia citándole para escapar de sus padres y ser felices. En el corto aparece Roberto Cobos, protagonista de Los olvidados, de Luis Buñuel, quien generó poderosa influencia en la filmografía del cubano y de muchos otros cineastas latinoamericanos.

En la década de los años 90, Gutiérrez Alea le dio continuidad a su poética risueña, racionalista y adolorida con Fresa y chocolate (1993) y Guantanamera (1995), en codirección con su discípulo Juan Carlos Tabío, que resultan sus dos filmes postreros, ejemplos del desencanto y el cierto pesimismo típicos del período inmediatamente posterior al derrumbe del muro berlinés. Ambos filmes representan el pleno retorno a la temática contemporánea, a un cine de sesgo crítico e intelectual que resultara atractivo para el espectador y ofreciera disfrute estético a una gran cantidad de personas.

Tomás Gutiérrez Alea jamás le interesó la propaganda política ni el elitismo, pero siempre se pronunció apasionadamente a favor de la autonomía intelectual y las virtudes que provee el conocimiento. Fresa y chocolate conforma junto con La muerte de un burócrata, Memorias del subdesarrollo, La última cena y Hasta cierto punto mural donde se representa a los cubanos tal como somos, sin idealización ni conformismo. Y para lograr tan formidables creaciones -o similares- hace falta, en primer lugar, cultura, rigor intelectual, compromiso con el destino de la nación y el valor de correr todos los riesgos, menos el facilismo y la conformidad. Tomás Gutiérrez Alea se valía de todas estas cualidades para enfrentar su oficio de cineasta. Y todas ellas son muy necesarias, por mucho que algunos sigan pensando que hoy por hoy basta con una cámara, tres actores y una computadora programada para editar.

Fuente: http://www.lajiribilla.cu/2011/n520_04/520_25.html