Atravesando y consolidando la violenta unidad de su obra está la razón visible de su existencia, la lucha revolucionaria que explica el ajuste (para usar un término que él amó tanto) entre los propósitos políticos y morales de Martí y los cauces y géneros de que se valió fundamentalmente. Si se olvida o minimiza aquella […]
Atravesando y consolidando la violenta unidad de su obra está la razón visible de su existencia, la lucha revolucionaria que explica el ajuste (para usar un término que él amó tanto) entre los propósitos políticos y morales de Martí y los cauces y géneros de que se valió fundamentalmente. Si se olvida o minimiza aquella razón, no es dable, por ejemplo, entender el espacio y la intensidad que en sus letras tuvo el periodismo. Pedro Henríquez Ureña escribió: «Su obra es […] periodismo; pero periodismo elevado a un nivel artístico como jamás se ha visto en español, ni probablemente en ningún otro idioma.» Fina García Marruz añadió que, inmerso en la dinámica vida estadounidense, se produjo en Martí «la sustitución de una literatura libresca por una literatura periodística, atenta a la vibración del instante. Lo habitualmente desdeñado por ‘prosaico’ es para él la nueva poesía moderna, la épica nueva y el taller formidable». [19] Desde luego que un concepto desdeñoso y estrecho (y además arcaico) del periodismo, no permite comprender el papel extraordinario que este tuvo en Martí, en un momento en que, por añadidura, el periódico iba a acoger colaboraciones de no pocos escritores hispanoamericanos coetáneos o más jóvenes, obligados a hacerse periodistas ante presiones socioeconómicas conocidas. En el caso de Martí, sin que dejaran de existir tales presiones, se valió con frecuencia del texto periodístico, al igual que del discurso y la carta como vehículos para trasmitir su pensamiento: es decir, ocuparon un sitio central en su obra por razones funcionales. Pero hay que insistir en que esto ocurrió sin desmedro alguno de ese «nivel artístico» impar que señalara Henríquez Ureña; antes bien, realizando «la nueva poesía moderna, la épica nueva y el taller formidable» de que habló García Marruz, quien también destacó «el lenguaje anticipadamente cinematográfico» (op. cit., p. 386) del periodismo martiano.
Aquí, como en tantos aspectos, es conveniente mirar a Martí no desde su pasado ni su contemporaneidad (o mejor: no «solo» desde ellos), sino también desde su porvenir. En este sentido, por ejemplo, es notable la cercanía de parte de su obra con lo que algunos escritores y artistas de la vanguardia rusa defenderían a raíz del triunfo de la Revolución de Octubre. Uno de aquellos fue Serge Tratiakov, quien sucedería a Mayacovsky en la dirección de la revista Nuevo Lef, y que en 1929 escribiera:
Nosotros tenemos nuestra epopeya. Nuestra epopeya es el periódico. […] De qué novela […] se puede hablar, cuando cada día, por la mañana, después de haber sostenido el periódico, volvemos finalmente la última página de esa novela, la más sorprendente, que lleva por título nuestra época.
Somos los héroes, los escritores, los lectores de esa novela. [20]
Acaso sea igualmente útil considerar el periodismo martiano a la luz de lo que, sobre todo en los convulsos años 60 de este siglo, se conoció en los EE.UU. con el título de su famoso manifiesto-antología: The New Journalism (1973), presentado y compilado por Tom Wolfe; si bien para este el llamado «nuevo periodismo» no pretendía, como Tretiakov, sustituir a la novela, también desdeñada en su tiempo por los surrealistas franceses (aunque por razones distintas), sino merecer ser leído como ella. No es extraño que en 1987 Wolfe publicara su primera novela, The Bonfire of the Vanities, de previsible éxito.
Opiniones como la de Tretiakov (más que las de Wolfe) nos invitan a detenernos un momento en una cuestión importante. El Martí joven, anterior a la fecha en que inicia sus textos mayores, expresó en cuanto al realismo en literatura y arte un manifiesto rechazo que solo años después empezaría a recibir comentarios acertados.[21] En 1879, al polemizar en el Liceo de Guanabacoa sobre el asunto, dijo, de acuerdo con las notas suyas que se conservan para dicha polémica: «El arte no puede, lo afirmo en término absoluto, ser realista.// Pierde lo más bello: lo personal.// Queda obligado a lo imitativo: lo reflejo».[22] Ahora bien, ¿a qué realismo se estaba oponiendo entonces Martí? Indudablemente, al realismo ramplón, meramente especular, de ciertos positivistas, al naturalismo, a las estrecheces propias de un materialismo vulgar. Por lo cual, al oponerse a ese realismo amputado, Martí se encontraba, como expresó Mirta Aguirre, más cerca del punto justo, y añadió: «A Marx no dejaba de acercarse Martí -Tesis sobre Feuerbach- al rebelarse contra un realismo que se presentaba como un método de reproducción puramente contemplativa de un objeto ajeno al sujeto, sin tomar en cuenta el influjo de lo subjetivo en las consecuencias prácticas de la actividad humana sensorial».[23]
Aquel rechazo por Martí de un realismo empobrecedor, lo preparó para la aceptación y la práctica de un realismo creador, de alto vuelo. Al bocetar, presumiblemente al final de su vida, un prólogo para su novela Amistad funesta (Lucía Jerez), escribió (y piénsese, ante la vergüenza confesada, en la altivez con que habla de su poesía):
El autor, avergonzado, pide excusa. Ya él sabe bien por dónde va, profundo como un bisturí y útil como un médico, la novela moderna. El género no le place, sin embargo, porque hay mucho que fingir en él, y los goces de la creación artística no compensan el dolor de moverse en una ficción prolongada: con diálogos que nunca se han oído, entre personas que no han vivido jamás.
El despego martiano hacia el género novelístico prevaleciente en su época («la novela moderna», a la cual, aludiendo a la relación Zola/ Bernard, compara con un bisturí y un médico) no fue pues accidental, sino esencial en su teoría literaria. Lo que coexiste en él con los elogios que dedicara a otras novelas, de Flaubert a Twain; con sus libres y creadoras traducciones de novelas de Hugo y H.H. Jackson; con la realización de sus admirables cuentos de La Edad de Oro. ¿Y dónde puede encontrarse «en la literatura» ese rechazo de la «ficción prolongada»? ¿Dónde diálogos «que se han oído», personas «que han vivido de veras» (aspiraciones que para nada se avienen con un rechazo a todo realismo)? No en la novela hegemónica en su época, sino en ese tipo de literatura que desde hace unos años solemos llamar testimonio, emparentada con la que antes había sido nombrada (por autores como el propio Tretiakov) «literatura factual». En un cuaderno de apunte cuya fecha se ignora, Martí enumera algunos libros que hubiera querido hacer. Entre ellos menciona uno, poemático, cuyo esbozo es el siguiente:
Mi tiempo: fábricas, industrias, males y grandezas peculiares: transformación del mundo antiguo y preparación del nuevo mundo. Grandes y nuevas corrientes: no monasterios, cortes y campamentos, sino talleres, organizaciones de las clases nuevas, extensión a los siervos del derecho de los caballeros griegos: que es cuanto, y no más, se ha hecho desde Grecia hasta acá. Fraguas, túneles, procesiones populares, días de libertad: resistencias de las dinastías y sometimientos de las ignorancias. Cosas ciclópeas. [24]
Esas palabras están precedidas por estas otras: «Recoger toda la savia de la vida, y darla a gustar en un vaso ciclópeo: los tres libros que acumulo, y no tendré tiempo para hacer». Pero ¿fue realmente así? ¿Es verdad que Martí no tuvo tiempo para hacer al menos este libro? ¿No existe tal libro en su obra, tal «vaso ciclópeo» que indudablemente es una epopeya? Recordemos las palabras de Tretiakov: «Nosotros tenemos nuestra epopeya. Nuestra epopeya es el periódico». Aquel «libro» de Martí existe, y es realmente ciclópeo: sus páginas son, en primer lugar, las trepidantes crónicas que escribiera durante sus muchos años de residencia en los EE.UU.; son sus numerosísimos trabajos en publicaciones como La Edad de Oro y Patria; son, también, las de su formidable Diario de campaña. Allí están, en la enumeración aparentemente caótica que caracterizará a la poesía whitmaniana o a los murales de Diego Rivera, fábricas, industrias, males y grandezas peculiares: transformación del mundo antiguo y preparación del nuevo mundo; grandes y nuevas corrientes; no monasterios ni cortes, pero sí campamentos de la guerra por la independencia, talleres de tabaqueros, organizaciones de las clases nuevas, «los pobres de la tierra»; aparecen fraguas, túneles, procesiones populares que saludan el trabajo, condenan el monopolio y piden la excarcelación de los obreros de Chicago; días de libertad en la radiante manigua; resistencias de las dinastías -las coronadas de la vieja Europa y las financieras de la Europa americana-y sometimientos de las ignorancias. Cosas ciclópeas.
Es sobre todo en su gigantesca literatura factual donde Martí habrá encontrado el «molde natural, desembarazado e imponente» de que hablara a Mercado: tríada de adjetivos que recuerda, por cierto, a la que el propio Martí dedicara a Whitman en 1887, al llamarlo el poeta «más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo». [25] Refiriéndose a las colaboraciones periodísticas de Martí en La Nación, de Buenos Aires, escribió a raíz de su muerte Rubén Darío -quien después afirmaría que en muchos textos martianos «se siente como el clamor de una épica rediviva»: [26]
Con una magia incomparable, hace ver aquí unos EE.UU. vivos y palpitantes, con su sol y sus almas (…)Mi memoria se pierde en aquella montaña de imágenes, pero bien recuerdo un Grant marcial y un Sherman heroico que no he visto más bellos en otra parte; una llegada de héroes del Polo; un puente de Brooklyn literario igual al de hierro; una hercúlea descripción de una exposición agrícola, vasta como los establos de Augías; unas primaveras floridas y unos veranos ¡oh, sí! mejores que los naturales; unos indios sioux que hablaban en lengua de Martí como si Manitu mismo les inspirase; unas nevadas que daban frío verdadero, y un Walt Whitman patriarcal, prestigioso, líricamente augusto, antes, mucho antes de que Francia conociera por Sarrazin al bíblico autor de las Hojas de hierba.// Y cuando el famoso congreso panamericano, sus cartas fueron sencillamente un libro. En aquellas correspondencias hablaba de los peligros del yankee, de los ojos cuidadosos que debía tener la América Latina respecto a la hermana mayor; y del fondo de aquella frase que una boca argentina opuso a la frase de Monroe.[27]
Como lo reitera esta cita, la variedad de los trabajos periodísticos de Martí es enorme, y sería forzar la mano intentar reducirlos precipitadamente a un denominador común. Por el contrario, hay que reconocerles su rica diversidad. Entre ellos hay ensayos a la vez poemáticos y sociopolíticos, como «Nuestra América» (1891); artículos de fondo, como los dedicados a combatir a los congresos panamericanos (1889-1890, 1891); críticas, como las consagradas a Flaubert (1880), Pushkin (1880), Wilde (1882), Longfellow (1882), Pérez Bonalde (1882), los pintores impresionistas franceses (1886), Whitman (1887), Munkacsy (1887), Heredia (1888), Louisa May Alcote (1888), Vereschaguin (1889), Twain (1890), Casal (1893); etopeyas («ensayos biográficos»), dirá Marinello), como las de Cecilio Acosta (1881), Emerson (1882), Jesse James(1882), W. Phillips (1884), Grant (1885), Lucy Parsons (1886), H.W. Beecher (1887), Páez (1888), Céspedes y Agramante (1888), San Martín (1891), Gómez (1893), Maceo (1893); crónicas, como «El centenario de Calderón» (1881), «Coney Island» (1881) , («Honores a Karl Marx, que ha muerto») (1883), «El puente de Brooklyn» (1883), «El terremoto de Charleston» (1886), «Fiestas de la estatua de la Libertad» (1887) , «El cisma de los católicos en Nueva York» (1887), «Un drama terrible» (La guerra social en Chicago) (1887), «Cómo se crea un pueblo nuevo en los Estados Unidos» (1889), («El asesinato de los italianos») (1891); e incluso muchos de los textos para niños y muchachos que ofrece su revista La Edad de Oro. Cercanas a algunas de esas páginas, pero a la vez separadas de ellas por la total inmediatez de sus vivencias, están los testimonios de aquellos hechos de los que Martí fue protagonista, como El presidio político en Cuba (1871) y sus diarios, en especial el Diario de campaña (1895). [28]
* Fragmento del ensayo «Naturalidad y novedad en la literatura martiana», en Introducción a José Martí de Roberto Fernández Retamar. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2006. Pp. 310-317.
Notas:
19- Pedro Henríquez Ureña: Las corrientes literarias en la América hispánica (1940-1941), trad. De J. Díez-Canedo, México, 1949, p. 167; Fina García Marruz: «El tiempo en la crónica norteamericana de Martí», Varios: En torno a José Martí, cit., en nota 5, p. 387. Martí ejerció el periodismo, con frecuencia valiéndose de él para sus tareas políticas, desde su adolescencia (en periódicos cubanos como El Diablo Cojuelo y La patria Libre, que solo lograron editar un número cada uno, en 1869) hasta sus días. Se hizo plenamente periodista en México, donde entre 1875 y 1876 publicó sobre todo en la Revista Universal, y también en otros periódicos como El Socialista y El Federalista. En Nueva York, a cuyo influjo su faena periodística alcanzaría plena dimensión, colaboró en 1880 en The Hour y The Sun: en este último, al parecer, lo hizo hasta su muerte. Entre las publicaciones que fundó y dirigió (y a veces redactó íntegramente) sobresalen la Revista Venezolana (Caracas, 1881), La Edad de Oro (Nueva York, 1889) y el órgano oficioso del Partido Revolucionario Cubano, Patria (fundado en Nueva York en 1892). Además Martí colaboró copiosamente en periódicos como La Opinión Nacional, de Caracas (1881 y 1882), La Nación de Buenos Aires (desde 1882), La América (desde 1882), El Avisador Cubano (desde 1885), El Economista Americano (desde 1886) -estos tres últimos de Nueva York-, El Partido Liberal, de México (desde 1886), y La Revista Ilustrada de Nueva York (entre 1891 y 1892). A finales de la década del 80, una veintena de periódicos del Continente difundía sus trabajos. Aunque no pocos estudiosos habían señalado ya la importancia y la singularidad del periodismo martiano (las citas de Henríquez Ureña y García Marruz son harto elocuentes), merece destacarse el libro de Susana Rotker Fundación de una escritura: las crónicas de José Martí, La Habana, 1992.
20- Serge Tretiakov: Dans le front gauche de l’art, trad. de varios, París, 1977, pp. 114 y 116. Énfasis de S.T.
21 Cf. por ejemplo: Juan Marinello: «Sobre el modernismo. Polémica y definición» [c.1955], Dieciocho ensayos…, cito en nota 18; Arturo Arango: «Notas sobre la posición de Martí frente al realismo», Varios: Aspectos en la obra de José Martí, La Habana, 1977; Mirta Aguirre: «Los principios estéticos e ideológicos de José Martí», Anuario del Centro de Estudios Martianos, No. 1, 1978: María Poumier: «Aspectos del realismo martiano», Ibid; Fina García Marruz: Op.cit. en nota 19.
22- José Martí: «Apuntes para los debates sobre «El idealismo y el realismo en el arte»» [1879], XIX, 421.
23- Mirta Aguirre: Op. cit. en nota 21, p. 142.
24- José Martí: «Libros», XVIII, 291.
25- José Martí: «El poeta Walt Whitman» [1887], XIII, 132.
26- Rubén Darío: «José Martí, poeta. I» [1913], Archivo José Martí, No. 7, 1944, p. 331.
27- Rubén Darío: «José Martí» [1895], Los raros [1896], Buenos Aires, 1952, pp. 197-198. En sus últimas palabras, Darío alude a la doctrina Monroe, emitida en 1823 y sintetizada en la frase América para los americanos, cuyo verdadero sentido es América para los Estados Unidos; y a la frase de Roque Sáenz Peña, a nombre de la delegación argentina en la Primera Conferencia Panamericana: «Sea la América para la humanidad», que tanto satisfizo a Martí (VI, 81).
28- Jaime Concha llamó a El presidio político en Cuba «el primer testimonio latinoamericano en sentido estricto y actual.» J.C.: «Testimonio de la lucha antifascista», Casa de las Américas, No. 112, enero-febrero de 1979, p.97. Y el carácter «documental, testimonial», del Diario de campaña fue considerado entre otros por Víctor Casaus el «El Diario de José Martí: rescate y vigencia de nuestra literatura de campaña», Anuario del Centro de Estudios Martianos, No. 1, 1978.