Muchos ciudadanos hemos podido ver lo ocurrido en la Población de Galápagos hace pocos días, cuando con motivo de los encierros que allí se celebran acudieron a la Localidad miembros del PACMA (Partido Antitaurino Contra el Maltrato Animal) y un equipo de filmación de Tele 5. Su intención era grabar la diversión principal que el […]
Muchos ciudadanos hemos podido ver lo ocurrido en la Población de Galápagos hace pocos días, cuando con motivo de los encierros que allí se celebran acudieron a la Localidad miembros del PACMA (Partido Antitaurino Contra el Maltrato Animal) y un equipo de filmación de Tele 5. Su intención era grabar la diversión principal que el Ayuntamiento ofrece y organiza durante los festejos locales: la persecución de varios toros por el campo empleando para ello vehículos de todo tipo, desde todo terrenos hasta motos, pasando por quads e incluso tractores. Es como si el Ejército de Atila hubiese resucitado en la era de la tecnología pero movido por los mismos instintos que albergaba en el Siglo V. En este caso los romanos se han transformado en toros, pero la horda que los persigue sobre ruedas e impulsada por un motor, nada tiene que envidiar en inclinación por la crueldad y en afán de destrucción -un exterminio de vidas que es lo más infame- al Caudillo de los Hunos y a sus huestes.
Si los contemplamos en su aspecto legal, existe la presunción de que los encierros de Galápagos puedan estar incumpliendo varias Normas: el Reglamento Taurino, la Ley de Seguridad Vial o la Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana. Pero más allá de esta posible vulneración de la legislación, lo que quiero es expresar la opinión que me merece la actitud de unas cuantas personas ante la presencia de los activistas y de los periodistas, vecinos probablemente de la Villa alcarreña la mayoría de ellos y que defienden la continuidad, tal y como está concebida, de una tradición en la que no es difícil imaginarse la angustia del toro, sintiéndose acosado por docenas de vehículos y sufriendo las consecuencias terribles de tal hostigamiento hasta que, al parecer por preservar la seguridad, la Guardia Civil decide en cada edición acabar con su vida de un disparo.
Las secuencias rodadas en Galápagos no pueden dejar indiferentes a los ciudadanos y mucho menos a las autoridades, no a las que lo son por el simple hecho de ocupar un cargo, ya que presumiblemente entre los que increparon y agredieron a los visitantes había incluso concejales locales, sino a los que se dicen realmente comprometidos con el ejercicio de una labor pública orientada al servicio eficiente de la sociedad, y eficiencia es apoyar el progreso y la justicia, no la inmundicia moral y la brutalidad. El comportamiento fascistoide y violento de esas personas, cuya prueba irrefutable es la grabación del mismo, o sirve como base para la prohibición de este tipo de celebraciones, o para la exigencia de responsabilidades a la administración por pasarlo por alto y dejar que se sigan alimentando conductas lesivas para hombres y para animales. Pero en lo que no se puede quedar es en un simple rodaje que vaya cayendo en el olvido en algún servidor de vídeos. Tal indolencia interesada por parte de los que deben de extraer conclusiones e implantar medidas, sería un insulto a la ciudadanía y un crimen consentido con los animales.
Pocos dudan que no sólo en Galápagos, sino en todos aquellos lugares en los que tienen lugar estas demostraciones de crueldad con seres vivos, sus autores son individuos en los que la defensa de tales excesos está por encima de cualquier consideración ética o hacia los derechos de terceros. Eso no es una sorpresa, sin embargo y aunque son sucesos habituales, es menos sencillo encontrar demostraciones visibles de semejante conducta, ya que una cosa son sus verdaderos sentimientos y otra la imagen que tratan de vender a la sociedad. Se puede ser un cafre pero eso no significa carecer de la astucia necesaria como para hacer gala de ello únicamente entre iguales y amparado por su complicidad, o frente a quien no puede defenderse ni denunciarlo, por ejemplo un toro.
Pero en esta ocasión les ha podido su naturaleza pendenciera y se han olvidado de la necesaria teatralidad para avalar sus razones, y como suele ocurrir con aquellos que se envalentonan cuando forman parte de un grupo y eso les lleva a ensañarse con la víctima, no han tardado en encontrar apoyo en comentarios como los incluidos en la Página del Patronato del Toro de la Vega, en los que se alegran de la hostilidad con la que fueron recibidos los miembros del PACMA y de Tele5, llegando incluso a advertir que será eso mismo lo que se encontrarán en el caso de que se atrevan a aparecer por Tordesillas con motivo de la próxima celebración del Toro Alanceado.
Los agredidos en Galápagos eran personas, iba más de uno y contaban con equipos de grabación, y sin embargo todo eso no evitó que se desatase contra ellos la ferocidad presente en la naturaleza de esa gente. Es necesario ponerse en su piel para comprender cual pudo ser su sensación de pánico y desvalimiento ante aquellos preliminares de un linchamiento. No quiero ni imaginar que no será por lo tanto lo que sienta el desdichado toro frente a esa misma turba, pero sin disponer de las armas defensivas de las gozan las personas por el hecho de serlo. La protección legal es prácticamente nula en el caso del animal, pero su capacidad sensorial ante el miedo y el dolor, es muy parecida a la del hombre. ¿En qué nos convierte tal discriminación indigna y mortalmente dañina de la que somos responsables?
Contemplando las imágenes, es difícil no asociar la reacción de los galapagueños y los que sin serlo mostraban su connivencia en lo sucedido, ante los que ellos veían como «intrusos» y su comportamiento con el toro. Si con los animalistas y con los reporteros no fueron más allá, no fue por sensibilidad ni por empatía con el derecho de otros a expresarse en contra de tal salvajada, sino que fue simplemente porque tenían miedo a las consecuencias legales si se les «iba la mano» en su actitud violenta -además de por la posterior presencia de la Guardia Civil- temor que en caso del toro no existe, pues se saben amparados por la ley y que nada les va a ocurrir aunque descarguen en él toda su ferocidad impregnada de unas dosis de sadismo escalofriante.
Los de Galapágos, al igual de los de Tordesillas, Benavente, Coria, Medinaceli o cualquier localidad en la que tengan lugar estas demostraciones de crueldad extrema con animales, repiten una y otra vez que sus costumbres son ante todo manifestaciones culturales y artísticas. Si tal cuestión es cierta, ¿por qué no permiten que se divulguen para que toda la Sociedad las conozca y si así lo desea, participe de ellas? Parece coherente que si uno se siente orgulloso de sus tradiciones y las considera sanas y beneficiosas, lo que anhela es que se difundan cuanto más mejor. Sin embargo, estas personas tratan por todos los medios de que sus rastreras diversiones permanezcan ocultas al resto de los ciudadanos y es que posiblemente, en el fondo sean conscientes de lo miserable de su naturaleza, además de sospechar que se puedan estar cometiendo presuntas irregularidades, pero su egoísmo es tal que ni tales certezas o presunciones son suficientes como para que decidan ponerles fin.
Puede parecer que los que se desplazaron a Galápagos con la intención de ilustrar con imágenes lo que viene siendo una exhibición de crueldad poco conocida más allá del entorno en el que se celebra, no tuvieron éxito en su empeño ya que después de ser víctimas de las agresiones se vieron obligados a salir del Pueblo escoltados por la Guardia Civil. Cierto es que no lograron filmar el encierro, ni el encarnizamiento con esas criaturas de los «cultos y artísticos» perseguidores montados en sus vehículos mientras el aterrado toro padece al verse acosado y golpeado, entre el ruido y la polvareda, por una caterva que se va creciendo en abyección cuanto mayor es la angustia del animal.
De cualquier modo, su trabajo ha sido posiblemente mucho más provechoso que si hubieran grabado el hostigamiento del toro, puesto que en este País, si no es con coches o con tractores es con sogas, con palos, con lanzas, con fuego o con cualquier otro modo de manifestar la perversión de la que el hombre es capaz, pero los ciudadanos ya están acostumbrados a ver, con la sensibilidad adormecida, como los animales son martirizados e inmolados con la disculpa de preservar una tradición, sin embargo, el ataque físico hacia las personas sí que despierta el rechazo en más conciencias -lo justo no sería reaccionar con unas víctimas sí y con otras no si el sufrimiento está presente en todas ellas, sino con todas- y en Galápagos, se ha hecho evidente lo que vienen diciendo innumerables profesionales del estudio de la conducta del hombre desde hace mucho tiempo: que aquel que es violento con los animales, posee la tendencia a serlo con las personas y que lo más probable es que antes o después, acabe por demostrarlo.
¿Qué harán los políticos locales ante lo ocurrido?, no es difícil adivinarlo y más comprobando cuál ha sido su primera reacción: decir que los agresores no eran de Galápagos -¿no les suena esa disculpa?- y claro, han puesto pose torera y con esa chulería tan propia de los bravucones y fanfarrones, han declarado que los encierros son legales, que a la gente le gustan y por lo tanto, se seguirán celebrando. Si la brutalidad del ser humano es un acto ruin, alcanza la categoría de maligna cuando se canaliza gracias a las instituciones.
Quiero acabar con una palabras que he extraído de la carta escrita por un hombre admirable, Carles Marco Morellón -luchador infatigable contra el maltrato a los animales y Concejal del Partido Socialista de Catalunya- y que forman parte de una misiva dirigida por él a los responsables del Ayuntamiento de Galápagos. El valor que tienen sus reflexiones es todavía mayor por darse la circunstancia de que este Pueblo está gobernado también por socialistas. La valentía, la dignidad, la lucidez, la sensibilidad y la interpretación adecuada de qué es estar al servicio de la Sociedad de este político catalán, contrastan con las tinieblas en el entendimiento y en la emotividad que caracterizan a los mandatarios de Galápagos, pero alimenta la esperanza de que algún día, sean estadistas como el Sr. Marco los que gestionen los recursos en vez de estos «Atilas» redivivos. He aquí sus palabras: «Pero aunque todos seamos cargos electos, aunque pertenezcamos a partidos políticos afines, siento que un abismo nos separa. Nos separa la capacidad de conmiseración con un ser vivo, nos separa la ética, la moral, el raciocinio, la capacidad de discernir cuando algo es ético o cuando no lo es… Tómense unos instantes y recapaciten, es su responsabilidad como cargos electos, es un ejercicio indispensable para todo aquel que está al servicio de una comunidad…». Creo que todos deberíamos de reflexionar sobre ellas.