«La serpiente en la maleza sobrevive. Sí, la serpiente es más sabia. Hasta el final de los tiempos será así. Las serpientes y las ratas prosperarán. Y los espíritus nobles y libres caerán.»
(Baltasar Gracián: Oráculo manual y arte de prudencia.)
No dimitió. Algunos llegaron a temer que sus enemigos hubiesen dado con la criptonita para acabar con Supersánchez. Otros piensan ahora que todo fue un paripé de aquel que proclaman ser el supervillano más temible que ha padecido la democracia de este país. Expresiones ambas, se dirá, de las dos Españas machadianas. Confieso que para mí es un misterio. Es una evidencia que nuestro actual presidente del Gobierno es un adversario político difícil de doblegar. Que se lo digan si no a los gerifaltes de su propio partido, que no es que lo acogieran con los brazos abiertos cuando ascendió a la secretaría general del PSOE. Audaz ha demostrado ser de sobra al promover la ya histórica moción de censura contra el gobierno de Mariano Rajoy y al adelantar las elecciones generales que se celebraron el pasado verano y cuyo resultado le permitió ser investido para permanecer una legislatura más en su cargo.
Este amago de quebrarse plasmado en la consabida carta no me cuadra, en cualquier caso, con su retrato de hombre que suscribe un manual de resistencia. Este desconcertante comportamiento suyo apelando a la empatía y a la reflexión colectiva sobre hacia dónde se dirige nuestra democracia me malicio yo que en poco, si no en nada, va a cambiar la tendencia degenerativa de nuestro debate mediático y político actualmente dominado por la trifulca y la agresividad descalificadora. La consigna no va a cambiar –ya se lo he oído decir a doña Isabel Natividad Díaz Ayuso–: hay que ir «con todo» contra Pedro Sánchez. La directriz exegética de la oposición para este inédito y ciertamente desconcertante episodio es tan clara como contundente: el Presidente es un ególatra patológico que ha planeado maquiavélicamente –en el sentido más perverso del adverbio– una operación de reivindicación de sí mismo apelando de la más rastrera forma populista a las masas emocionalmente manipuladas por su carta «adolescente» y así amarrarse a la poltrona de la presidencia del gobierno en un momento en el que lo está pasando mal en términos políticos; al mismo tiempo –sigue el desenmascaramiento– arma así la excusa que requiere su artero plan para subvertir el orden constitucional actualmente vigente y colarnos un cambio de régimen (al modo «bolivariano» se entiende implícitamente) «por la puerta de atrás de su obra de teatro» –Alberto Nuñez Feijoó dixit–. En realidad, nada nuevo bajo el sol, porque esta supuesta deriva dictatorial del Estado a manos de la coalición socialcomunista, separatista y filoetarra que sustenta a su gobierno es algo que viene denunciando la derecha prácticamente desde la susodicha moción de censura. Por parte de los más afectos al actual ejecutivo se seguirá insistiendo en la cacería que persigue cobrarse la pieza de quien está al frente de la España progresista que quiere transformar el país de acuerdo con los principios que definen la política de izquierdas. Como si Sánchez fuese el líder de un movimiento revolucionario que al fin va a corregir las injusticias que esta sociedad, como todas las que se rigen por regímenes democráticos liberales, vienen padeciendo desde tiempo inmemorial. Delirio sobre delirio y más delirio.
Este es el enésimo caso de pelea a cara de perro por el relato: ¿Sánchez es un cuasimártir de la democracia o un peligroso dictador en ciernes al que no le importa conducir a su país al pozo ciego de la barbarie con tal de mantenerse eternamente en el poder? Y así, día tras día, en periódicos, webs, redes sociales, tertulias de radios y televisiones, y en todo el infinito y redundante orbe mediático responsable de la infodemia que padecemos y que ha convertido la verdad en un elemente irrelevante para el debate democrático. De esta forma la realidad se pierde, hundida en lo profundo de un piélago de palabras e imágenes que abotagan el entendimiento que debiera ser el anclaje primordial del ejercicio de la virtud cívica. Sin ella la democracia es una mera cáscara. Esta idea es lo único verdaderamente valioso del mensaje que Sánchez afirma haber querido enviar mediante su desconcertante carta.
Pero ha cometido un error al hacerlo como lo ha hecho. Ha contribuido a reforzar la estrategia personalista de sus adversarios políticos, que centran en su persona toda su labor de oposición. Porque han logrado que cale en una parte decisiva de la ciudadanía la convicción de que el Presidente de nuestro gobierno democráticamente elegido es un sátrapa con diabólicos poderes y con un inacabable repertorio de mañas para la seducción. Así, el problema sobre el que él supuestamente pretendía llamar la atención queda opacado por la épica personalista. Lo mismo básicamente pasó durante la campaña de las autonómicas y municipales de hace un año. Entonces ya comprobamos el daño que podía hacer esa personalización del debate político a los intereses electorales de su partido (sobre ello escribí en No es el quién; es el qué: algunas reflexiones tras el 28M (y antes del 23J), artículo que publiqué en su momento en este mismo medio).
La lucha contra los bulos y el planteamiento de la necesidad de una regeneración democrática con todo lo que hay de fondo en lo que justifica tales propuestas pierde poder de captación de la atención pública frente a la confrontación por el relato sobre quién es verdaderamente Sánchez. La reflexión madura de carácter eminentemente cívico que legitimaba supuestamente su desconcertante maniobra personal (lo subraya el hecho de que haya sido una decisión tomada en soledad y en el ámbito de su privacidad) pierde su poder de convocatoria ciudadana frente al morbo de la lucha, casi pugilística, entre los más icónicos representantes de la polarización política hoy por hoy en nuestro país que no son otros que el propio Sánchez y Ayuso. A esta los mamporros recibidos a cuenta de los chanchullos de su hermano y el fraude fiscal reconocido por su novio apenas le han rozado la cara; y ahora, lo que debería ser un escándalo que la desgastara cada día, sencillamente ha desaparecido de los foros mediáticos y del debate político. En el cuadrilátero donde estos dos púgiles son colocados inevitablemente por sus respectivos hinchas, en este momento y tras el último movimiento del que viste el calzón rojo del PSOE, es Sánchez el que se está tambaleando. La Presidenta de Madrid lo ve nítidamente y procederá con más brío si cabe motivada por la expectativa de cobrarse la más valiosa presa tras haberse atribuido la defenestración política de Pablo iglesias.
Habrá quien considere legítimo en términos éticos plantear la duda de si Sánchez ha usado su caso, que es el de la conducta de su mujer, para denunciar el problema o ha denunciado el problema para tapar su caso; ¿y quién podrá negarle sentido a la duda desde el punto de vista estrictamente lógico a tenor del proceder del jefe del Gobierno? Plantear su denuncia, por descontado justificable atendiendo a los hechos que observamos en el foro político, desde su ámbito personal, porque tiene su origen en una respuesta suya de carácter emocional, la presenta desconectada del sistema institucional al que por su forma de proceder hace daño.
El caso es que, yo creo que sin quererlo, Sánchez ha contribuido al programa de distracción que quienes detentan el verdadero poder ejecutan sobre la mayoría de la ciudadanía desde vaya a saber usted cuándo. Lo que conviene a tales efectos es que nuestra atención se vea capturada por temas que galvanicen las pasiones y reduzcan a la minoría de edad nuestros entendimientos en una especie de regresión contraria a los valores de la Ilustración que inspiraron la fundación de la democracia moderna. Y, claro está, un elemento clave de este programa verdaderamente antilustrado es lograr la irrelevancia política de la verdad.
El escándalo de las corrupciones como la del dichoso Koldo García o la supuesta de la propia Begoña Gómez nos entretienen y nos hacen sentir vivos mediante la excitación de nuestros peores afectos, mientras la corrupción radical –en el sentido de que corrompe de raíz– de nuestra democracia, como la de todas las democracias que en el mundo actualmente son, consiste en la apropiación oligárquica del gobierno representativo a la que alude el filósofo norteamericano Michael J. Sandel en la edición renovada de su libro El descontento democrático.
En España, a los hechos me remito. La crisis de 2008 no la pagaron principalmente quienes la causaron, sino quienes se hallaban en una situación económica más precaria, perdiendo sus casas (recordemos la ola de desahucios), sus trabajos, viendo sus salarios congelados e incluso disminuidos, como en el caso de los funcionarios, y sus pensiones devaluadas. En Europa se implantaron las políticas de austeridad que supusieron un drama social de proporciones desconocidas en las últimas décadas y cuyo más sangrante exponente fue lo que pasó en Grecia, donde hará pronto diez años la Unión Europea hizo gala de una crueldad impropia de un ente político que tiene en la solidaridad entre sus territorios uno de sus principios fundacionales, poniéndose del lado de los acreedores financieros y condenando a una parte significativa del pueblo griego a años de miseria. Recordémoslo ahora que se acercan las próximas elecciones europeas y se entonarán de nuevo las quejas por la desafección ciudadana respecto del proyecto europeo y por el previsto ascenso de la extrema derecha.
Parece que todo eso se nos ha olvidado; y fue la prueba irrefutable de que todo el proceso de remodelación neoliberal del paradigma de capitalismo, eminentemente socialdemócrata diseñado tras la Segunda Guerra Mundial, provocaba un daño enorme al bienestar de una mayoría de la ciudadanía. Como consecuencia de aquella indignación sobrevenida por aquel cataclismo del capitalismo financiero global asistimos a una reactivación política ciudadana que, incluso a escala internacional, representó el movimiento del 15-M. ¿Alguien se acuerda? Las manifestaciones, las plazas ocupadas. Hasta en Estados Unidos hubo réplica con Occupy Wall Street. En un primer momento hubo lamentos autocríticos por parte de figuras señeras de la política como Nicolas Sarkozy, quien en septiembre de 2008 propuso refundar sobre bases éticas el capitalismo cuando hacía más de una década ya que la democracia había renunciado a controlar la economía, cediéndole el poder. Incluso popes de la economía ortodoxa reconocieron haberse equivocado al confiar ciegamente en la sabiduría del libre mercado. El mismísimo Alan Greenspan, en aquel entonces al frente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, admitió que aquello fue un error frente al Comité de Control de Cámara de Representantes de su país.
La demostración de cómo las conmociones como la de la crisis de 2008 generan turbulencias sociales de compleja manifestación política es el hecho de que el movimiento del 15M nace el mismo año, 2011, de la victoria del Partido Popular de Mariano Rajoy que, para mayor causa de perplejidad, logró la mayoría absoluta. Entonces, y en los años inmediatamente sucesivos, el descontento democrático, o la indignación como se le llamaba entonces a ese malestar generalizado contra el sistema, se tradujo en el surgimiento de nuevos partidos políticos. Nacieron y rápidamente crecieron por la necesidad urgente de regeneración democrática. Fue cuando se decretó la liquidación del bipartidismo y se denunciaron los vicios de la «casta», es decir, del gremio de los políticos profesionales, esa clase que vivía en su burbuja institucional sin contacto con la dura realidad que padecía la mayoría de la ciudadanía. ¿Se acuerda ahora alguien de aquel ensayo de Stephane Hessel que con su título lo decía todo: ¡Indignaos!? Parece todo tan antiguo ya, pero no hace tanto.
Podemos y Ciudadanos son partidos que nacieron al socaire de ese malestar social que Michael J. Sandel identifica más precisamente como descontento democrático. En ellos se vio el advenimiento de una nueva forma de hacer política que trajo la esperanza a amplios sectores de la ciudadanía hace tan solo una década. Nada más que sus denominaciones –Podemos, Ciudadanos– movían a poner la vista en el horizonte de una devolución del poder a quienes de principio eran aquellos para los que fue alumbrada la democracia, los hombres y mujeres que constituyen la masa social (demos)de la comunidad política (Polis), no sus élites.
Recuerdo un diálogo entre sus respectivos líderes de aquel entonces, propiciado por Jordi Évole en su programa de televisión, en el que percibí más acuerdos que desacuerdos entre ellos, así como un tono igualmente compartido de sensatez que resultaba ciertamente reconfortante en lo que habitualmente era un ambiente áspero de confrontación sin apenas resquicio para el entendimiento entre los dos grandes partidos tradicionales. Fue la época del acceso a las alcaldías más importantes de Manuela Carmena y Ada Colau; el momento en el que la corrupción del partido en el gobierno, el PP, quedó expuesta impúdicamente conduciendo al éxito de la moción de censura de Pedro Sánchez. Esa etapa culminó con el acceso al gobierno de Podemos en coalición con el PSOE y los pactos incomprensibles de Ciudadanos con el Partido Popular. El paréntesis inverosímil de la pandemia de la Covid-19 con sus aplausos a los sanitarios y el reconocimiento al esfuerzo impagable de los así llamados trabajadores esenciales hizo que muchos analistas de los acontecimientos decretaran la victoria del sector público a la hora de salvar lo que importa para la mayoría, e incluso el final del imperio de los principios neoliberales. Pedro Sánchez le enmendó la plana a Margaret Thatcher reivindicando la existencia de la sociedad y la necesidad de pensar en términos sociales para asegurar el bienestar individual. ¿Alguien se acuerda de aquello que se repitió tantas veces de que «íbamos a salir mejores»?
Pero ya entonces se estaba trabajando duro para deslegitimar el gobierno de coalición. Sus socios parlamentarios y el trauma de la crisis provocada por el procés independentista de Cataluña empezaron a ser usados como arietes contra la acción gubernativa. Fue en el confinamiento que emergió la figura de Isabel Díaz Ayuso como némesis de Pedro Sánchez y como santa heroína a lo Juana de Arco de la causa de la libertad. Con la crisis del PP que desalojó a Pablo Casado de la presidencia del partido la derecha toma un nuevo impulso espoleada por el ascenso de Vox, prácticamente irrelevante cuando aparecieron Podemos y Ciudadanos, y con su victoria en las municipales y autonómicas de mayo del año pasado. La audaz reacción de Sánchez adelantando las generales para julio y el consiguiente resultado que deja con la miel en los labios a los partidos de la derecha y más allá, conduce a que desde todos los sectores conservadores se conjuren bajo el llamado de líderes de la talla de José María Aznar y la propia Ayuso para salvar España del maléfico proyecto que para todos ellos representa el sanchismo. «¡Españoles de bien, levantaos por la libertad!» serían las palabras que resumirían la convocatoria a la noble rebelión.
En este apretado relato se resume el más reciente capítulo de la lucha por el poder en nuestro país. Lo que exacerbó el descontento democrático que se venía gestando desde que el neoliberalismo tiene éxito en establecer su modelo de capitalismo global, algo que se desarrolla en todas las democracias a lo largo de la década de los noventa del siglo pasado, fue la catástrofe económica de 2008. Eso llevó a unas políticas económicas que apostaron evidentemente por salvar a las élites financieras y por conservar intacto el modelo de capitalismo financiero global mediante el empleo de ingentes cantidades de fondos públicos que conllevaron el empobrecimiento de la mayoría de la ciudadanía, mientras sin embargo apenas había consecuencias para los responsables del desastre, que de la manera más ultrajante no dejaban de cobrar sus desorbitadas primas y bonus por su trabajo depredador de la riqueza colectiva. Los españoles en shock volvieron sus ojos a partidos como Podemos o Ciudadanos y a una figura que parecía mostrar algo de valentía, la de Pedro Sánchez. Pero el poder, es decir, esos que son los que verdaderamente definen el marco dentro del cual se propone qué leyes se pueden aprobar, y deciden en la opacidad más absoluta cuáles son las opciones entre las cuales se nos permite elegir, han sabido reaccionar y han puesto los medios para que, en lo esencial, todo siga igual que estaba en aquel lejano 2008 (o peor, debido al ascenso imparable de la ultraderecha). Me temo que con su amago de dimisión nuestro en tantas otras cosas admirable presidente del Gobierno se lo ha puesto más fácil.
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