En aquellos tiempos, quiero decir cuando Rodolfo Martin Villa no era presidente de Endesa, Manuel Fraga Iribarne de la Xunta de Galicia o Carlos Carnicero tertuliano de la Ser, varias generaciones de vascos-as (las que ahora rondan la horquilla, pongamos de los cincuenta a los setenta años) seguíamos tomando conciencia a tiempo completo socializando el […]
En aquellos tiempos, quiero decir cuando Rodolfo Martin Villa no era presidente de Endesa, Manuel Fraga Iribarne de la Xunta de Galicia o Carlos Carnicero tertuliano de la Ser, varias generaciones de vascos-as (las que ahora rondan la horquilla, pongamos de los cincuenta a los setenta años) seguíamos tomando conciencia a tiempo completo socializando el compromiso, la revolución tangible y la construcción de una patria libre y socialista. Es cierto que convivíamos en tribus diversas y muchas veces enfrentadas entre sí. Eran los principios de una izquierda educada en la atomización y en la verdad insoslayable de los manuales propios e intransferibles. Pero, quien más quien menos, todos compartíamos la esperanza colectiva de que el mal estaba viviendo sus últimos estertores y que la ruptura democrática en nuestro País era sencillamente inevitable bajo la seducción de las siempre científicas «condiciones objetivas». El Proceso de Burgos, el atentado contra Carrero, los estados de excepción, el aumento de la población en tránsito en Iparralde, los fusilamientos de Txiki y Otaegi junto a los compañeros del Frap, las matanzas de Gasteiz o Montejurra, las acciones de los grupos de extrema derecha, las semanas pro-amnistía, las movilizaciones estudiantiles, las respuestas obreras, la represión policial… Todo venía a corroborar que nuestro destino del Adur al Ebro había aprendido por fin las lecciones de la Historia. Cuestión de organización y voluntad popular, esta vez sí, el alto precio de la lucha por nuestra identidad y conciencia social culminaría en el metafórico asalto final al Palacio de Aiete, mientras Mikel Laboa, Benito Lertxundi, Xabier Lete, Pantxoa ta Peio, Oskorri o Gontzal Mendidil y Xeberri se encargaban de la banda sonora.
Claro que no todo terminó ajustándose al guión. Pasó que, como nos contaba al oído el siempre cercano José Agustín Goytisolo, «nos decimos que esto acaba, que no puede durar y muchos hemos apostado cenas, no sé, dinero a que antes del fin de año algo sucede… y siempre hemos perdido». Porque, lo descubrimos muy pronto, no se trataba sólo de una cuestión de voluntades. Ellos también estaban muy activos. Intensa y armadamente activos para ser exactos. La desaparición de Pertur el 23 de julio de 1976 fue otro golpe maestro. A lo largo de todas estas décadas, consiguieron insertar en las venas de miles y miles de ciudadanos-as vascos-as el virus de la duda, de la sospecha y del supuesto «ajuste de cuentas» por discrepancias internas. El efecto buscado en los efectivos y globalizados decálogos de la contrainsurgencia: el 30 de mayo de 1976 el diario «La Voz de España», editado en Donostia y marcadamente vinculado al Movimiento franquista, publicaba un artículo firmado por E. S. Martin, bajo el nada ambiguo título de «Diez millones para matar a quienes mataron». En el texto se conjeturaba con el inicio de una cacería humana contra los dirigentes de las entonces dos ramas de ETA (milis y polimilis) promovida por personas que habrían puesto precio a los militantes más conocidos de la organización. En la lista aparecían siete nombres. El primero de ellos era Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur, miembro de la ejecutiva de ETA político-militar. Dos meses después, se producía su secuestro en Behobia. A los cuatro días, una llamada de la «Triple A» anunciaba su ejecución. Nunca apareció el cadáver. Pero, prácticamente desde el momento de su desaparición, determinados medios de comunicación (vascos y españoles) comenzaron a difundir la idea de que el asesinato de Pertur había sido ordenado por compañeros de su propia organización, entonces sumida en un fuerte debate interno que culminaría con el tiempo en diversas opciones ante el futuro de su actividad. No fueron pocos los ex compañeros de Pertur que abalaron esta teoría. Y no hemos sido pocos, tampoco, los que a lo largo de estos intensos, duros y también dolorosos años posteriores, hemos arrastrado la larga sombra de esta tragedia entre razones sin confirmar, pasiones extremas, debates arrojadizos o silencios nunca aconsejables.
En el verano de 2007, el productor Angel Amigo, presentaba en el Zinemaldia de Donostia una película documental bajo el título «El año de todos los demonios». En ella, el que fuera persona cercana a Pertur y también compañero de militancia, propone una tesis aparentemente novedosa: su secuestro y asesinato fue realizado por neofascistas italianos a sueldo de los servicios secretos españoles. A lo largo de setenta y dos minutos, Amigo desgrana los hechos incorporando la opinión de antiguos polimilis (muchos de ellos hablando por primera vez ante una cámara), de responsables de los servicios de inteligencia españoles y franceses de la época… Más allá de la valoración cinematográfica del trabajo, la valentía de Angel Amigo me sorprendió. Y más conociendo su trayectoria política y su absoluto alejamiento de los postulados que podríamos identificar hoy con la izquierda abertzale en su acepción más amplia. Se lo pregunté en una ocasión:
– Angel, ¿en tu decisión de hacer el documental ha habido también algo de lo que podríamos llamar «mala conciencia» con el paso de los años?
– » Sí, también. No te lo niego. Algo de mala conciencia hay»
Me gustó mucho su respuesta. Sincera, sin ambages. Porque sólo desde esa perspectiva añadida, se puede entender el valor de buscar la verdad de unos hechos que seguían, como tantos otros, perdidos en las voluminosas carpetas de los «casos cerrados». Por eso, las noticias que nos han llegado esta pasada semana desde Roma y que hablan de las declaraciones judiciales de los neofascistas Angelo Izzo y Pier Luigi Concutelli abriendo nuevas perspectivas respecto a su implicación y una posible ubicación del cadáver, vienen a confirmar una línea de investigación siempre negada desde las estructuras del poder.
No es un tema menor. Como tampoco lo es la importancia de seguir aprendiendo de la historia. De asumir en tiempos como éstos nuestro pasado, para reivindicar nuestro compromiso y corregir nuestros errores. Para recuperar los parámetros de la ilusión colectiva y recomponer desde la base una propuesta amplia y plural, esencialmente democrática (interna y externa) que, constituyendo mayorías, huya por fin de exclusiones y sectarismos. Todo ello sustentado en una de las sociedades civiles más activas de esta vieja y caduca Europa, por más que el reflujo de la marea continúe postergando los baños en la playa. Miles y miles de vascos-as de distintas generaciones, sí, que hemos aprendido cómo, más allá de las contradicciones y los cansancios siempre humanos, el sueño de una Euskal Herria libre y socialista sigue tejiéndose a mano y sin permiso. Porque, como decía Pertur, «debemos de tratar conscientemente de crear fenómenos nuevos y no sólo limitarnos a asumir lo ya existente». Una tarea colectiva y abierta en la que todos-as debemos tener (y tenemos) espacio.
Joseba Macías. Sociólogo y Periodista. Profesor de la EHU-UPV