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A propósito del debate sobre IU

Pesimismo revolucionario y esperanza de la razón y la indignación

Fuentes: El Viejo Topo

En uno de sus estimulantes trabajos Michael Löwy recuerda la coincidencia entre Walter Benjamin y Pierre Naville en su percepción del pesimismo revolucionario como puente de afinidad entre surrealismo y comunismo: «Ese pesimismo no quiere decir, evidentemente, aceptación resignada de lo peor: significa que no nos fiamos del ‘curso natural de la historia’, que nos […]

En uno de sus estimulantes trabajos Michael Löwy recuerda la coincidencia entre Walter Benjamin y Pierre Naville en su percepción del pesimismo revolucionario como puente de afinidad entre surrealismo y comunismo: «Ese pesimismo no quiere decir, evidentemente, aceptación resignada de lo peor: significa que no nos fiamos del ‘curso natural de la historia’, que nos preparamos a nadar contracorriente, sin certidumbre en la victoria. No es la creencia teleológica en un triunfo rápido y seguro lo que motiva al revolucionario sino la convicción profundamente arraigada de que no se puede vivir como un ser humano digno de ese nombre sin combatir con tenacidad y voluntad incorruptible el orden establecido» (1).

Me vino a la memoria esta reivindicación -que, por supuesto, se puede extender a otros pensadores-activistas que, siguiendo el hilo rojo y cada vez más mestizo de sucesivas generaciones, dejaron de compartir la fe «científica» en la revolución sin por ello pasarse al bando del «enemigo»- a la luz, sobre todo, de los alarmantes «progresos»de la tendencia a la catástrofe socio-ecológica que atraviesa el mundo (por no hablar de las «humanitarias», derivadas de las pandemias y las guerras, que siguen formando parte de la realidad cotidiana) y de las enormes dificultades para poner el cada vez más reclamado freno de emergencia a esa carrera hacia el abismo.

Pero también me parece oportuna a la vista del momento político-cultural tan crítico en que se encuentra la izquierda radical, puesto recientemente de relieve en el contexto europeo por las graves concesiones al discurso de la «gobernanza» capitalista hechas por el Partido de Refundación Comunista, reflejadas en su apoyo a los compromisos geopolíticos y militares de Italia y en la expulsión fulminante (bajo el eufemismo, eso sí, de «alejamiento») del senador disidente Franco Turigliatto por decir no a la guerra en Afganistán. Un dato más preocupante si cabe si recordamos que ese giro a la derecha proviene de un partido que había aparecido, entre los procedentes de la tradición comunista oficial, como el más identificado con el nuevo movimiento «antiglobalización» que tuvo sus máximas expresiones en Génova en el verano de 2001 y en las manifestaciones del 15-F de 2003. En cuanto al caso español, no me es nada difícil estar de acuerdo con Manolo Monereo en su diagnóstico sobre la triple crisis que afecta a IU -de proyecto, de estrategia política y de modelo organizativo-, o con Jaume Botey cuando se refiere al fundamentalismo político de izquierdas como «la tentación de buscar en pasados gloriosos las raíces identitarias para trasladarlas mecánicamente al presente»; aunque a esto último yo añadiría que esos pasados son interesadamente mitificados para poder presentarlos como «gloriosos».

Ni realismo del «mal menor» ni fundamentalismo sectario

Partiendo, por tanto, de un diagnóstico común y de un pronóstico pesimista respecto al futuro de la humanidad y del planeta, podríamos coincidir también en que el reto que tenemos es doble: por un lado, «la urgencia de una alternativa real al capitalismo es mayor que nunca» frente a la indignación cotidiana que provoca su obsesión depredadora y esto nos obliga a dedicar todos los esfuerzos posibles -sin caer en la ingeniería política- a volver a hacerla «deseable, viable y factible» (2) ante las mayorías sociales; por otro, el balance de la trayectoria histórica de las principales corrientes de la izquierda, mediante su aceptación del capitalismo y su cultura de la «gobernanza», así como de las limitaciones de las que fueron y son minoritarias para ofrecer vías revolucionarias exitosas, obliga a repensar y ensayar nuevos caminos, sin por ello entrar en callejones sin salida como los sugeridos por John Holloway.

Lo primero exige hacer el ajuste de cuentas necesario con las experiencias fracasadas de «despotismo burocrático» y aprender de las nuevas que surgen a partir del proceso de ruptura o salida del neoliberalismo que se está emprendiendo en algunos países de América latina, con todas sus contradicciones pero también con el peso innegable de movimientos sociales en los que los pueblos originarios se hacen definitivamente visibles y pugnan por una «segunda descolonización». No faltan tampoco reflexiones teóricas de interés en el mundo intelectual occidental e incluso asiático sobre qué debería ser un socialismo reformulado para el siglo XXI, si bien ahí encontramos nuevas ilusiones en eludir el proceso rupturista necesario, como en el caso de Eric Olin Wright.

Lo segundo nos obliga a ubicarnos en el contexto europeo y español en que nos movemos para dejar de decir generalidades y buscar caminos de recomposición efectivos y esperanzadores que eviten los escollos del falso «realismo» en el que han caído fuerzas como Izquierda Unida pero también el retorno a las peores versiones del stalinismo.

Porque la «Europa» de hoy ya no es la que en la historia contemporánea se erigió en el «centro» imperialista del mundo, ni la que después de la Segunda Guerra Mundial se fue reconstruyendo dividida en dos bloques aparentemente irreconciliables ni, en fin, la que representaba el espejo de ese «bienestar» que se convertía en horizonte a alcanzar para otros pueblos del mundo. Hoy Europa es, más que nunca, un «objeto políticamente no identificado», motor de una globalización neoliberal que, sin embargo y pese a contar con una moneda «fuerte», la está relegando a un segundo plano en relación tanto con la superpotencia estadounidense -con la que mantiene, pese a sus diferencias, una solidaridad geoeconómica y militar- como frente a las grandes potencias asiáticas competidoras. Una Europa sacudida internamente por su realidad multicultural cada vez más acentuada y, a la vez, por las tensiones identitarias y xenófobas en los distintos países en detrimento de la centralidad de la cuestión social y del debate sobre la necesidad de un cambio de modelo civilizatorio que se niegue a más guerras por el petróleo y el gas natural y apueste decididamente por otro modo de vivir, trabajar, producir y consumir. Ha sido, sin embargo, el repunte de la conflictividad social en países como Francia y, aunque con menor relevancia, en Holanda, el catalizador de un amplio y prolongado movimiento social que ha contribuido decisivamente al No mayoritario a un Tratado Constitucional que ahora las elites políticas y los «lobbies» de Bruselas nos amenazan con resucitar antes de las elecciones de 2009.

No ha sido éste nuestro caso, ya que, como pudimos comprobar con ocasión del referéndum sobre ese mismo Tratado aquí en febrero de 2005, todavía se vive la sensación de haber conseguido entrar en el «club de los ricos». España ha conquistado, gracias a la reinserción en una «Europa» cada vez más neoliberal, la condición de país neoimperialista, con el consiguiente protagonismo de unas empresas transnacionales beneficiarias en muchos casos de privatizaciones salvajes, de una burbuja financiera e inmobiliaria que está tocando ya techo y de la precarización de viejas y nuevas generaciones de trabajadores. Todo esto está fomentando una nueva dinámica de polarización social y deterioro ambiental pero también la conciencia de «nuevos ganadores» en sectores significativos de la población, temerosos ahora de un cambio de ciclo. Este proceso se apoya, además, en la entrada masiva (sin dejar de pagar por ello el trágico precio de las ya incontables muertes en la frontera sur más injusta del planeta) de una fuerza de trabajo inmigrante cuya presencia precarizada es imprescindible para proseguir el «crecimiento» económico; pero que, a la vez, corre el riesgo de convertirse en oportuno chivo expiatorio del miedo de determinadas capas populares ante el futuro de inseguridad social provocado por el neoliberalismo y la competencia interimperialista.

Agendas de investigación y nuevo activismo político para parar la «guerra global permanente» e iniciar una «segunda transición»

La «solidaridad occidental» frente al «resto del mundo» constituye sin duda la amenaza mayor en los tiempos que corren pero todavía podemos impedir que se realice esa profecía autojustificatoria para un proyecto neoimperialista. Por eso una tarea impostergable de la izquierda debería ser superar su etnocentrismo y su acomodación a las menguantes «clases medias blindadas», pasando a mirar el mundo con los ojos de los pueblos del «Sur» y del precariado del Norte con un propósito firme: desvelar la injusticia global inherente a un capitalismo basado en una acumulación y concentración de riqueza creciente en una minoría y en la difusión de una cultura del individualismo posesivo y consumista -ahora ya, definitivamente insostenible- a escala global. Quizás por ese camino -que implica, obviamente, la lucha permanente por convertir en centro de la agenda política los problemas globales de la humanidad y el planeta- podríamos llegar a poner en pie programas de emergencia que nos permitieran avanzar hacia una «reafirmación radical de la esperanza», en palabras de una exmilitante del PT brasileño, Moema Miranda; una esperanza que surja de la indignación razonada y de la capacidad de ir construyendo espacios de resistencia desde los cuales se vaya generando otra idea de la seguridad basada en la socialización de los bienes comunes para la satisfacción efectiva de las necesidades humanas y planetarias (3).

Junto a ello parece necesario estudiar e investigar las diversas formas que adoptan la conflictividad social y las consiguientes redes y movimientos sociales que emergen periódicamente en el espacio público, aunque no logren ser reconocidas o sean criminalizadas por los grandes medios de comunicación. Aquí es donde sí podemos hallar datos esperanzadores de un nuevo activismo social, político y cultural que es fácil hoy conocer a través de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y que depara sorpresas por su irrupción inesperada en las calles. Es en esas redes donde se está produciendo un proceso de acumulación de fuerzas a través del cual parte de la nueva generación juvenil accede a la acción política, entendida ésta como algo muy distinto de la política partidaria e institucional.

A propósito de esto también conviene extraer lecciones del ciclo de luchas protagonizado por el movimiento «antiglobalización» desde finales de 1999 (¡Seattle!) hasta el 15-F de 2003 (la manifestación global contra la guerra de Iraq). Porque a lo largo de las acciones de protesta que transcurrieron durante esos años pudimos comprobar de nuevo el enorme potencial de deslegitimación ética y simbólica que tiene un movimiento social en ascenso pero, a continuación, también sus dificultades para arrancar logros sustanciales, aunque fueran parciales, en el terreno de las demandas concretas o de un freno efectivo del rumbo neoliberal. Es precisamente en el reflujo cuando hemos podido ver la debilidad de las redes de esos movimientos y, en lo que nos afecta, la de las formaciones políticas para favorecer la confluencia de sus luchas y su prolongación en el ámbito institucional, si dejamos aparte casos como el de Bolivia. El hecho de que en los años recientes hayamos visto una intensificación de la ola neoconservadora y militarista que recorre el mundo -y que tiene en países como Italia y España unos exponentes especialmente beligerantes (Berlusconi, Aznar)- no ha encontrado, además, una réplica desde la izquierda sino todo lo contrario: ha arrastrado a las fuerzas «social-liberales» y, con ellas, a otras como el PRC italiano y a IU más a la derecha, contribuyendo así a permitir que siga avanzando. Ello no impide reconocer que tenemos que analizar los factores que explican el arraigo social de esa «nueva derecha» (que en el caso español va más allá del franquismo sociológico) y existen ya reflexiones de interés sobre esto (4); pero nuestro retraso en ese terreno no puede ser excusa para adaptarse a sus presiones tanto en el fomento del populismo punitivo (no sólo frente al «entorno terrorista») como en su aspiración a borrar de la memoria la legitimidad de las luchas del siglo XX contra el fascismo y el franquismo.

Pese a los retrocesos y a la subalternidad respecto a los grandes poderes que se produce en la izquierda política mayoritaria, la voluntad de resistencia al nuevo desorden global por parte de minorías especial e intensamente activas que innovan constantemente su repertorio de acciones es un dato esperanzador. Que esa labor se desarrolle desde una diversidad de colectivos no exentos de un «narcisismo de la diferencia» que no siempre facilita su articulación y convergencia, no es óbice para reconocer que desde ellos se está practicando una nueva relación entre lo local y lo global, entre los «grandes combates» y los «microcombates», como también observa Jaume Botey, entre la «Política» y la «política» de la vida cotidiana. En esto me atrevería a decir que las miradas críticas de pensadores como Marx y Foucault estarían confluyendo en una nueva praxis cognitiva que tiende a a extender la idea de «política» a todo lo que tiene que ver con las distintas escalas y ámbitos en los que se reflejan relaciones de poder (5).

Por eso más importante que el diseño de un futuro socialista me parece que es la construcción colectiva de un proyecto de salida del neoliberalismo, de la guerra global permanente y del «modelo» civilizatorio capitalista y produccionista, capaz de ir articulando respuestas híbridas a las diversas formas de desigualdad e injusticia estructurales que aquél genera. Es en este terreno en el que las referencias programáticas basadas en el socialismo, el feminismo y la libre opción sexual, el ecologismo y el antimilitarismo siguen siendo necesarias, sin olvidar las que tienen que ir madurando en el plano plurinacional, en el intercultural o en el impulso de procesos de democratización en todas las esferas de la vida.

Si aterrizamos en el caso español, el desarrollo de un proyecto de izquierdas tiene otro reflejo más concreto: el de la necesidad de una efectiva «segunda transición» no sólo en el plano del reconocimiento democrático de la realidad plurinacional (aunque en esto el respeto al derecho de la ciudadanía vasca y navarra a decidir su futuro en ausencia de violencia es una condición necesaria para poder avanzar en el proceso a escala estatal) sino también en otros como el republicano -en el doble sentido que Paco Fernández Buey sugería en otro artículo de esta misma revista (6)-, o el de una laicidad que lleve a acabar definitivamente con los privilegios de la Iglesia católica y sea respetuosa de la diversidad; sin olvidar la reformulación constitucional de derechos sociales que obliguen efectivamente a los poderes públicos a garantizar su ejercicio para todas las personas con residencia estable en nuestro territorio (y por eso mismo con plenos derechos de ciudadanía), como está ocurriendo hoy en Francia con el debate sobre derecho a una vivienda digna.

Es en la reafirmación de un proyecto semejante, dispuesto a superar el bloqueo en que nos quieren encerrar hoy una derecha neoconservadora extrema y una izquierda social-liberal timorata, en lo que deberíamos poner todo el esfuerzo. Se trata, en suma, de impedir que la «contrarrevolución preventiva» a escala mundial que se inició a comienzos de la década de los 70 acabe consolidándose en nuestro país.

La cuestión del gobierno y la relación con el social-liberalismo

Pero ni la apuesta por un proyecto emancipatorio asumible a largo plazo por un bloque social, político y cultural plural y mestizo ni la disposición a volver a poner de actualidad una «segunda transición» garantizan evitar la caída en viejos errores de la izquierda. Uno de ellos, especialmente grave, es el que dentro de la tradición comunista oficial de la segunda mitad del siglo XX ha significado la fórmula «partido de lucha y de gobierno». No se trata, por supuesto, de negar la necesidad de llegar al gobierno pero situar al mismo nivel el plano de la lucha -seña de identidad imprescindible- y el del gobierno -medio al servicio de aquélla- se ha convertido en una forma de justificar en la práctica la tendencia de los partidos de izquierda a privilegiar cada vez más el plano competitivo electoral y a subordinar a ello su compromiso con programas rupturistas y la centralidad de la movilización social, como también reconoce Botey. Esto es más criticable aún cuando, como en el caso de ICV-EUiA e IU, se accede a formar parte minoritaria de gobiernos con mayoría social-liberal o a ser «socios preferentes» de los mismos, ya que entonces el camino de la adaptación a ese desplazamiento a la derecha al que me refería al principio se hace inexorable, incluso en condiciones de removilización social, como también estamos viendo ahora en Italia. Esta cuestión es la que ha generado también diferencias, por desgracia no superadas, entre el PC, la LCR y otros colectivos en Francia en el debate sobre la posibilidad de impulsar una candidatura unitaria a las presidenciales de este mes de abril.

Porque es evidente que la izquierda anticapitalista tiene que seguir aspirando a estar presente en las instituciones y en los gobiernos, sobre todo en el ámbito local, ya que se trata de «laboratorios» necesarios para experimentar y demostrar nuestra capacidad de hacer otra política y hacerla de otra manera. Pero esto no se puede hacer sin valorar en cada caso -sobre todo en los ámbitos estatal y autonómico- cuál es la relación de fuerzas y qué condiciones hay para generar una contrahegemonía capaz de hacer frente a las presiones institucionales y de los partidos con los que se puede llegar a gobernar. En esto es triste constatar cómo la experiencia de IU ha demostrado la dificultad para hacer ver a unos -los empeñados en gobernar o apoyar al PSOE- y a otros -los obsesionados en la confrontación sistemática con ese partido- que existía y hay un tercer camino posible. Este fue ya esbozado incluso en el Tercer y Cuarto Congreso de la Internacional Comunista tras el fracaso de la primera ola revolucionaria europea y los inicios del ascenso del fascismo: el que proponía una orientación que permite el rechazo incondicional a la derecha y emplazamientos al conjunto de la izquierda para hacer frente a aquélla pero preserva simultáneamente la autonomía estratégica y táctica de una izquierda anticapitalista respecto al social-liberalismo.

Una vez apuntadas algunas ideas sobre la crisis de proyecto y de estrategia política que afectan a IU, queda ahora decir algo sobre la que tiene que ver con el modelo organizativo. Aquí hay que reconocer abiertamente que el balance supera las previsiones más pesimistas de hace unos años: la tendencia de esta formación a convertirse en un partido electoralista y burocratizado se ha consumado prácticamente en la mayoría de las Federaciones, siendo quizás su manifestación más extrema la que se da en la Comunidad de Madrid, en donde los discursos y las propuestas de resolución de los conflictos organizativos entre las principales fracciones se deben más a intereses que a ideas y proyectos diferentes. Me temo que ni siquiera cabe pensar en que una nueva ola de removilización social pudiera contribuir a renovar esta formación, ya que ni el paso de lo «social» a lo «político» se da como en anteriores etapas históricas ni las estructuras de acogida necesarias para ello son ya visibles para quienes se inclinaran a tomar esa opción. Queda únicamente la esperanza de que en el plano local se haga un definitivo esfuerzo por recuperar credibilidad como fuerza alternativa al sistema imperante allí donde se desarrollen experiencias efectivas de democracia participativa y de otra forma de hacer política. Por eso, sin negarme a seguir intentando una refundación de IU, sería mejor pensar en la construcción de espacios de reflexión y agrupamiento entre las gentes que dentro y fuera de esta formación podamos encontrar mayor afinidad en la búsqueda de respuestas que ayuden a salir de un actitud meramente contemplativa ante una crisis general que no deja de agravarse.

Pero en esto tampoco IU es un caso aislado ya que coincide con el fracaso de otros ensayos de «formación política de nuevo tipo» y, singularmente, de Los Verdes alemanes. El balance pormenorizado hecho por uno de sus portavoces más conocidos durante un tiempo, Frieder Otto Wolf, en un artículo reciente (7), sobre cómo se han ido desvirtuando y abandonando los distintos objetivos de «partido antipartidos» que se habían fijado es bastante contundente: no disociar lo que se dice de lo que cada uno hace y vive cotidianamente; buscar el consenso interno antes de optar por el sistema de votación mayoritario; promover federalismo y descentralización; practicar la paridad de géneros; rotatividad de mandatos y de cargos; transparencia y publicidad de todos los procedimientos y debates; no a la concentración de cargos en el partido y en el parlamento; salarios equivalentes al sueldo medio de un trabajador; prioridad de la actividad en y desde los movimientos sociales sobre la política parlamentaria; programas basados en proyectos y propuestas y no en el marketing político; apuesta por una cultura política alternativa y no subordinada a los «mass media»; búsqueda de un grado elevado de autonomía financiera y fomento de la economía alternativa, etc. Su conclusión es bastante rotunda: ninguno de ellos ha terminado cumpliéndose.

Si vamos a otras latitudes, no es difícil reconocer que experiencias como la que representó el PT brasileño han terminado generando también enormes frustraciones a medida que se ha ido convirtiendo en partido dispuesto a garantizar la «estabilidad» y el «buen gobierno». ¿ Ocurrirá lo mismo con el MAS boliviano? No lo sabemos: en todo caso, nuestra obligación es continuar ensayando nuevos proyectos que ofrezcan una forma de articulación distinta entre movimientos sociales, política institucional y transformación radical del orden existente, siempre desde la mayor democracia participativa posible.

NOTAS

* Este artículo es una versión ligeramente modificada del publicado en la revista Elviejo topo, nº 231, abril 2007, en diálogo con artículos anteriores de Manolo Monereo y Jaume Botey, publicados en los números 229 y 230 de la misma revista.

  1. L’étoile du matin. Surréalisme et marxisme, Syllepse, 2000, París (hay ya edición en castellano de El cielo por asalto, 2006, Buenos Aires)

  2. Eric Olin Wright, «Los puntos de la brújula. Hacia una alternativa socialista», New Left Review, 41, 2006, edición española. Sobre esta cuestión, también: Albert Recio, «Socialismo y alternativas al capitalismo. Sugerencias para el debate», mientras tanto, 100, 2006, y el «Plural» de Viento Sur, 90, 2007. Respecto al debate abierto en Venezuela, me limito a recomendar el artículo de Edgardo Lander «Creación del partido único: ¿aborto del debate sobre el socialismo del siglo XXI?» (http://www.aporrea.org/ideologia/a28743.html, 25/2/06).

  3. «Rebuild politics as a place for alternatives and common goods», intervención de Moema Miranda en el «work in progress» Networked politics. Rethinking political organisation in an age of movements and networks, de H. Wainwright, O. Reyes, M. Berlinguer, F. Dove, M. Fuster i Morrell, J. Subirats (eds.), Transnational Institute, enero 2007 (se puede consultar en http://www.tni.org/detail_pub.phtml?know_id=39&menu=11f ). En ese documento se pueden encontrar otras reflexiones e intervenciones que merecerían mayor comentario; entre ellas, la de Ezequiel Adamovski tiene especial interés por provenir de la experiencia argentina y del reconocimiento de los límites de la «política autónoma», tema que desarrolla también en «Problemas de la política autónoma: pensando el pasaje de lo social a lo político» (se puede consultar en http://argentina.indymedia.org/news/2006/03/382729.php )

  4. Me refiero, por ejemplo, a la «carpeta» sobre la nueva derecha publicado en Archipiélago, 72, 2006.

  5. Me remito sobre esta cuestión que reconozco controvertida a varios de los artículos publicados en el número especial de la revista Actuel Marx, 36, 2004, en especial los de Thomas Lemke y Stéphane Legrand. Para análisis empíricos recientes de cómo en el caso español se observa el nuevo activismo político y sus características: el monográfico «Movilización social y creatividad política de la juventud» de Revista de Estudios de Juventud, 75, 2006, INJUVE, Madrid.

  6. «Sobre republicanismo, laicidad y democracia», El viejo topo, 229, febrero 2007.

  7. Se puede encontrar un resumen de ese balance en Networked politics…, tema que ha desarrollado más ampliamente en su artículo «Party-building for Eco-Socialists: Lessons from the Failed Project of the German Greens», Socialist register 2007, Londres, Merlín Press (reproducido en castellano en Viento Sur, 90 y 91, 2007)