Durante las últimas semanas parece que han pasado años en cuestión de velocidad política. Negociaciones de Gobierno, encuestas, opiniones, escándalos de corrupción, y otros sucesos a escala nacional que se completan con movimientos europeos como la reconfortante ‘Nuit Debout’ en Francia o el infame acuerdo UE-Turquía. A veces da la sensación de que mientras la […]
Durante las últimas semanas parece que han pasado años en cuestión de velocidad política. Negociaciones de Gobierno, encuestas, opiniones, escándalos de corrupción, y otros sucesos a escala nacional que se completan con movimientos europeos como la reconfortante ‘Nuit Debout’ en Francia o el infame acuerdo UE-Turquía. A veces da la sensación de que mientras la ventana de oportunidad que abrió Podemos se va cerrando, los movimientos e instituciones reaccionarias se van asentando.
En España la noticia es que Podemos está en crisis, que hay dos facciones diferenciadas, pero no se sabe quién es quién. Uno es moderado, otro rupturista, uno de Pablo, otro de Íñigo, y otro de su propia casa. La destitución de Sergio Pascual y las dimisiones de una parte de los consejeros autonómicos de Madrid son la excusa. El objetivo, claramente, es el desgaste interno y externo de la organización para así cerrar una crisis por la vía neoliberal y/o autoritaria, en última instancia independiente de si gobierna el PSOE con Ciudadanos, hay una gran coalición con el PP o lo hacen en minoría. Los poderes fácticos, representados por su mayor intelectual, el Grupo PRISA, ya han dejado clara su posición con respecto a la arrogancia de Podemos de intentar marcar una agenda donde la plebe nunca ha tenido cabida. La osadía no ha sido reclamar un sillón, sino articular un sujeto político que daba sus primeros pasos con el 15M. Este sujeto ya existía objetivamente por el conflicto de clases, pero hacía falta una identidad colectiva que lo fortaleciera para caminar.
El estado excepcional de los últimos tres meses está reavivando intensos debates -la mayoría de veces como cruces de palabras en artículos de opinión o intermediadas por la prensa del régimen- sobre el modelo organizativo de Podemos, la legitimidad del Secretario General y la deriva de las posiciones. ¿Se debe volver a hacer un Vistalegre? ¿Es preferible que Podemos vuelva a sus orígenes asamblearistas? Son cuestiones que la gente puede y debe debatir legítimamente, además de reforzar su participación política para que el cambio venga en forma de multitudes preparadas para ganar la guerra. Sin embargo, a mi entender, el problema de fondo reside en la propia concepción de Podemos. La constitución del Partido no responde más que a un interés popular como mera herramienta cuya forma responde a los propósitos de los creadores y a la coyuntura del momento. Si los fines no cambian (y no deben hacerlo jamás), lo variable, lo moldeable, es el segundo elemento. Cualquier organización revolucionaria debe vivir los tiempos, «tomar el pulso» de sus gentes y atender las especifidades nacionales y continentales donde se libra la batalla. El núcleo duro de Podemos entendió bien ese momento, a sabiendas de que las contradicciones son ni son pocas ni agradables.
El error del ultraizquierdismo y del oportunismo que orbitan alrededor de Podemos (no necesariamente como participantes dentro de las siglas) es el mismo: subestimar las estructuras del Estado; la respuesta al diagnóstico, claro, ha sido diferente. Mientras los primeros han insistido en la lucha de la calle sin necesidad de formar Gobierno o participar del teatrillo burgués a su entender, los segundos tienen la inercia de convertir a Podemos en un fin en sí mismo, pervirtiendo su propósito inicial, que es la construcción del partido orgánico que, en última instancia, cambie la sociedad en su conjunto. El ultraizquierdismo subestima ingenuamente (o no tanto) a la oligarquía, irónicamente, mientras vocea a los cuatro vientos lo terrible que es y cómo nos come la vida. Si sabemos que los gestores del Estado tienen armas sofisticadas, influencia en la sociedad civil y han cooptado a diferentes personalidades y maquinarias para volverlas en contra de las clases populares, está claro que el sistema democrático que se reivindica desde las organizaciones políticas y sociales no existe en España. Si la coyuntura es la de la generación del desánimo que vuelve a politizarse pero que todavía no ha madurado lo suficiente para atacar con todas sus fuerzas, ¿qué sentido tiene reorganizar Podemos con estructuras aparentemente democráticas pero que sirven para que el poder se infiltre más fácilmente en dichas estructuras, y dinamitar el bloque de cambio desde dentro? No es nada nuevo, la policía se ha infiltrado históricamente en partidos y sindicatos, desde los bolcheviques rusos hasta la CNT en España, y lo que no sepamos. Sabiendo que los cambios los hacen las masas, estas necesitan una organización y una disciplina que convierta las aspiraciones en estrategias con el menor coste posible, en términos de desgaste humano y económico, pues las buenas gentes ya han sido desposeídas de demasiados derechos como para perder toda su vida. El izquierdismo funcional al régimen no repara en consignas incendiarias como una representación maximalista de la lucha de clases, mientras propone un modelo organizativo que no se corresponde con la coyuntura política actual, demostrando así ni comprender a los oprimidos ni entender la fortaleza de los opresores. Mientras tanto, es la ciudadanía la que carga con la rutina diaria del neoliberalismo. La distancia entre la élite activista y los pobres es más grande de lo que se supone a veces, pues quien está cómodo en la situación del «contra algo», jamás pensará en tácticas y estrategias superadoras que lo despojen de esa satisfacción personal; no estará, por tanto, dispuesto a emancipar a los pobres, a anteponer lo realmente colectivo a su panfleto.
De otra parte, los oportunistas, moderados o como se quieran llamar, necesitan a Podemos como una maquinaria que se eternice en el tiempo, cuyo fin es su propia reproducción en un clima de comodidad, eludiendo las tensiones de una lucha social y política para la que Podemos fue creado. Cambiar la sociedad sin cambiar las estructuras que la rigen es, a todas luces, un imposible. Cualquier intento de cambio caerá en saco roto si no se es consciente de que más tarde o más temprano la cuestión elemental del «cómo» se plantará encima de la mesa como un pesado yunque, y no valdrá intentar retirarlo con evasivas. No existe el cambio cómodo en una sociedad no democrática. Podemos no nació para eso, porque Podemos es una herramienta que sirve a una causa, y no al revés. Cierto es que las inercias organizativas muchas veces conducen a los propios revolucionarios a una burocratización, a un aislamiento fruto del duro trabajo que es sostener una organización destinada a la ruptura democrática. Es algo que los dirigentes de Podemos saben y con lo que batallan.
La forma organizativa de Podemos no puede, por tanto, subestimar a la burguesía dominante ni quedarse en el camino. Tampoco se puede volver a formas atrasadas que corresponden a una etapa anterior. Podemos no volverá a su forma de hace dos años porque los tiempos no retroceden o avanzan a merced de nuestras voluntades, como si estuviésemos manipulando una película. Los tiempos evolucionan, a favor o en contra, sin retorno. Podemos deberá hacer lo mismo. Se aceptó la tesis de la máquina de guerra electoral, y cuando este ciclo se agote, se deberá transformar en la coyuntura que venga, porque es la organización la que se adapta a aquello sobre lo que opera, porque la herramienta debe ser útil a quien sirve; quien piense de forma contraria estará condenado al olvido de sus semejantes. No debemos caer en la trampa del espejismo democrático que fortalece las etiquetas de los inoperantes o de la moderación de quienes tienen intereses puramente partidistas. No estamos aquí para complacer a ninguna élite, sea del activismo, de la burocracia o de la actual clase dominante. Pero que no se confunda nadie, pues esto significa que ahora más que nunca necesitamos una centralización de la organización, en comunicación constante con los Círculos y las mareas ciudadanas. La maquinaria debe cumplir los fines propuestos, y eso implica tomar decisiones. Tales decisiones sólo se podrán tomar sólo si nos adelantamos al enemigo, que este sea incapaz de infiltrarse y cooptar cualquier mínima estructura. La democracia ni hace prisioneros ni se supedita a pasiones puramente particulares. La pasión razonada, colectiva, es la que debe primar sobre los intereses privados. Quien crea que con una asamblea del «deber ser» se cambiarán las cosas, es decir, con un formato adaptado a nuestras aspiraciones y no a la realidad donde se debe operar, al ser, es un necio. Y lo último que necesitamos son más necios entre «nuestras filas».
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