Este artículo fue publicado en eldiario.es el día 26 de octubre, pero en una versión reducida. Ofrecemos aquí la versión completa
Con independencia de la sintonía que inequívocamente el fenómeno Podemos ha logrado establecer con un electorado tan amplio como variopinto, reacciones de distinta procedencia exhiben desde hace meses una pasmosa unanimidad al insistir en que el éxito cosechado en las pasadas elecciones europeas y la actual estimación de intención de voto, lejos de representar ninguna novedad o anunciar una regeneración del sistema, merece clasificarse dentro de alguna de las variantes del populismo, un viejo conocido para la experimentada ciudadanía de nuestro continente. Uno de los expedientes más antiguos mediante los que un pueblo se engaña a sí mismo, refugiándose en una cómoda minoría de edad. Ya saben, esa conducta pretendidamente política que manipula a su antojo la voluntad colectiva al alimentar a la población con quimeras demagógicas y cuya potencia retórica está íntimamente relacionada con su capacidad para desdibujar los límites entre lo hacedero y lo imposible. A la vista del patente consenso reflejado por las columnas de opinión de buena parte de la prensa del país -como una inesperada armonía preestablecida sospechosamente coincidente con los límites de lo que se nos dice que es nuestro margen de decisión-, yo diría que Podemos «ha tocado hueso». No se trata del «hueso» de la política a la que una ciudadanía consciente de sus derechos y deberes aspira, sino que remite más bien a la oligarquía de partidos que nos ha conducido a la situación presente -el célebre bipartidismo, periclitado en sus capacidades, pero bien asentado en su presunta legitimidad y derechos adquiridos-, esto es, el «hueso» del mejorable escenario institucional que desde la llamada Transición ha determinado las reglas de la esfera pública y del juego político en este país. Hablamos de un orden al que algunos querrían hacer pasar más por natural que por político, a la vista de que durante estos casi 40 años se ha rehuido tanto someter su génesis empírica a ninguna exploración como proceder a una saludable revisión de los pactos y compromisos alcanzados entonces. Se ha pretendido convertir a la continuidad en un valor indiscutible en sí mismo -no se fuera a hacer de la Transición un proceso interminable-, superior a cualquier espíritu de reforma, aun al precio de aceptar lo insostenible. Algo propio de una política de lo peor. Y es que lo inescrutable del origen del poder supremo, de la misma soberanía, no debe confundirse con abandonar la necesaria y trabajosa criba entre la legitimidad política y sus dobles fraudulentos. En esas, Podemos irrumpe en el panorama político. Y el análisis del fenómeno ofrecido por un buen número de profesos en filosofía y teóricos de las ciencias sociales evidencia una creciente fobia a esta novedad política, que calibra la línea de flotación social desde reivindicaciones que hasta hace poco se consideraban indiscutibles en nuestro país. Vayamos por partes.
A finales de septiembre, José Luis Pardo presentaba lo que él mismo denominaba «modestísima contribución léxica» al esclarecimiento de la voz populismo del Diccionario de la lengua española (El país, 27 de septiembre de 2014), cifrando el sentido del término en la invocación por parte de ciertos líderes políticos de un «»pueblo» (ilusorio) anterior y superior a la Constitución», conducta que no podría sino desembocar en el descrédito de la política representativa y en la consiguiente apología de un producto -tan vaporoso como soberbio- supuestamente mucho mejor que la actividad política. Pero lo más interesante de todo el diagnóstico, justamente por lo que tiene de expresivo de nuestro mal du siècle, reside en la acusación de que Podemos dice al pueblo o a la gente lo que éstos quieren oír, denuncia repetida también por el sociólogo Ignacio Urquizu en un artículo de opinión publicado en El país el 18 de octubre de 2014, donde puede leerse lo siguiente: «recuperar la confianza en la política implicará algo más que decir lo que la gente quiere escuchar, justamente la base del éxito de Podemos«. En armonía con estas posiciones se encuentra la crítica que Antonio Elorza ha dirigido también recientemente a la «apertura democrática plebeya» declarada por Pablo Iglesias y a la presunta transustanciación del funcionamiento bottom-top de Podemos en top-down (El país, columna de opinión del 9 de septiembre de 2014), en virtud de la simpatía de este incipiente partido por la estructura de los partidos comunistas clásicos. Semejante paternalismo frente a los cauces organizativos de una nueva formación -que J.L. Villacañas ha calificado acertadamente como «cuadrar el círculo» («¿Cuadrar el círculo? El éxito de Podemos«, El confidencial, 21 de octubre de 2014)-, cuyo ejercicio del liderazgo político aspira a mantener en todo momento una comunicación orgánica con los círculos, parece la inversión del discutible elogio de la España analfabética que llevara a cabo José Bergamín en La importancia del demonio: una sobredosis de alfabetismo que poco tiene que ver con los fines de la Ilustración. Como si cualquier crítica dirigida a la maltrecha salud de las instituciones convirtiera a quien la pronunciara en un maestro ignorante del verdadero ser de la política y de la sociedad, inexperto en sus prácticas efectivas, un especialista en extraer de la necedad aparente sabiduría -merecedor del reproche ex pumice aquam postulas. En efecto, las posiciones enumeradas parten del supuesto de que la política real y posible siempre deja un margen de insatisfacción y de impotencia, que hay que aceptar como es lógico, habida cuenta de que los seres humanos no son los titanes con que soñaran los románticos, sino seres finitos, conscientes de que su condición política depende de la pericia en el manejo de un espacio de distancias arbitrado por la palabra representación. Nada habría que decir en contra de tal afirmación, en caso de que ese margen de decepción -poblado por «banqueros codiciosos, políticos corruptos y periodistas vendidos», mencionado por J.L. Pardo en «Padres e hijos: la Transición interminable» («La cuarta página» de El país, 2 de octubre de 2014)- no amenazase literalmente con engullir -si es que no lo ha hecho ya- un patrimonio político que, por descontado, no podemos permitirnos el lujo de dilapidar -«la democracia que ya está en pie»-, pero que bien podría encontrarse actualmente al albur de múltiples perversiones que nos impidan seguir considerándolo deseable sin proceder antes a su reforma sustancial. La demolición actual de derechos básicos como la vivienda, la sanidad y la educación, cruciales para poder llevar una vida digna, animan a dar ese paso. Ese parece el contenido de la agenda de Podemos, no una conmoción subversiva del orden constitucional. Pero las distorsiones son siempre muy elocuentes y entender sencillamente al revés lo que se dice y escucha revela que algo grave ha ocurrido con el sentido común del interlocutor. Pocas patologías obturan tanto el diálogo como esta cerrazón por principio ante cualquier aire de cambio, novedad y reforma, identificado con un fatídico Sturm und Drang, portadora de un miedo atroz a la acción y la conciencia políticas.
A mi entender, con independencia de las actuales controversias con respecto a la estrategia organizativa de la formación, lo que ha atraído hacia Podemos a una sección transversal y amplia del espectro social no ha sido la búsqueda de una «democracia auténtica», de un principio de toma de decisiones itinerante y asambleario, que como sostiene Santiago Alba Rico en «El lío de Podemos y los tres elitismos» (Cuartopoder, 4 de octubre de 2014) incurriría en un «elitismo democrático», cuya extrema univocidad impediría ejercer la propia soberanía y delegar su representación al mismo tiempo. Por el contrario, la definición clásica que nos convierte en animales políticos advierte acerca de cuánto dependemos de metáforas orgánicas, expresivas de la distribución del poder, al enfrentarnos a la administración de lo que nos es común y compartido. No me parece que Podemos esté comprometido con un régimen constituyente deseoso de catarsis tan mediáticas y espectaculares como masivas, sino que sencillamente ha puesto sobre la mesa lo mucho que nos jugamos al olvidar la distinción entre lo normal y lo patológico. Un sector importante de la población de nuestro país reconoce en Podemos un discurso que, por un lado, ha diagnosticado con lucidez las principales patologías de nuestro sistema político y, por otro, muestra como su mejor aval una firme intención de atajarlas, sin el lastre de la escasa maniobra característica de otras plataformas de representación política. Se trata de una deficiencia que afecta a todos los grandes partidos, ejemplo de una auténtica «casa tomada», convertidos en sistemas clientelares necesitados de la complicidad de sectores económicos que, a su vez, se benefician considerablemente de tales vínculos en forma de pingües ingresos, crecimiento desprovisto de competencia y desregularización. La gente, esa entidad ambivalente, temida y despreciada a partes iguales por los columnistas mencionados, aunque la integremos todos, que enferma con las malas formas políticas tanto como se revitaliza con la regeneración de sus instituciones, se ha interesado ya por este espíritu de reforma del llamado sistema. No para superarlo al aportar soluciones mejores -quiméricas-, sino para aplicarlo y experimentarlo en todas sus consecuencias, sin excepciones inadmisibles ni asunciones dóciles de la corrupción y la negligencia como mancha pútrida de la especie humana. ¿Se trata con ello de recrear por entero el panorama institucional con que contamos desde una suerte de zona cero simbólica y jurídica? Lejos de ello, el discurso de Podemos no aspira a exacerbar aún más los efectos del caos, ese ente terrible que según algunos catedráticos de Universidad, buenos conocedores del fraude piramidal intelectual que son las prácticas clientelares universitarias, tan afines a las reinantes en los partidos de la casta, aguarda antes de la Constitución y por debajo de la estructura legal. Pero justamente ese caos ha ingresado -para quedarse- como motor de realidad en la vida cotidiana de tantas personas normales, sin que nuestro sistema legal haya sido capaz de reaccionar con la necesaria contundencia. El discurso del que hablamos pretende más bien aguantar la mirada al caos real generado por la omnipotencia de los poderes fácticos y recuperar la autonomía del orden civil, devolviéndolo a una normalidad reclamada por Carlos Fernández Liria en su artículo «La normalidad Podemos» (El diario, 8 de octubre de 2014).
Si la dejación de una política de oferta ha producido un desplazamiento hacia la política de la demanda, como sostiene José Luis Villacañas en el artículo citado, ésta última no parece consistir en una mera exigencia de reconocimiento, sino de mediaciones sin impostura y funciones no condicionadas, en el que las determinaciones acerca de lo justo y legítimo y sus contrarios, lejos de encontrarse decididas de antemano, estén permanentemente abiertas a los interrogantes planteados por quienes poseen la soberanía. El poder que resuena en el mismo término Podemos no remite a una normalidad de alcance subjetivo o espiritual, cuya búsqueda recaiga en la responsabilidad de cada cual, esto es, en su capacidad para contarse a uno mismo historias que le vuelvan más soportable la existencia, sino a un estado de normalidad bastante más objetivo, que sencillamente emerge cuando las leyes se respetan y cumplen -sin prebendas- por y para la totalidad de la ciudadanía. ¿Desde cuándo reclamar y tutelar por el cumplimiento de la legalidad vigente debe asociarse con la conmoción del orden político o el desprecio de la representación parlamentaria? ¿No será más bien que nuestra eutanasia política ha narcotizado ya a muchos, incluso a algunas nuestras mejores cabezas, hasta el punto de preconizar la total ausencia de cambio y demonizar cualquier intervención efectiva sobre la realidad que nos rodea? ¿Hasta el punto de denominar salud política al cómodo silencio de todo órgano social, con independencia de la enfermedad que éste padezca o de la presión a que esté sometido? ¿Debemos tener miedo de retomar una normalidad que nos ha sido arrebatada y sin la que nuestra vida carece de dignidad? La apuesta de Podemos ha consistido en señalar -en recordar más bien, como ocurre con todas las buenas ideas- que el eclipse de la ley por el orden, por muy imponente, atractivo e incluso natural que este parezca, desemboca -para nosotros es ya un hecho- en un contexto simplemente insostenible e intolerable para la dignidad del individuo. Es menester resistir a la seguridad con que se argumenta a base de un prontuario repleto de expresiones como «cuando la flecha está en el arco, tiene que partir». Recordemos la denuncia dirigida por Rafael Sánchez Ferlosio a la falacia contenida en el soberbio dicho, versión china de nuestro castizo «es lo que hay», ya formulada por el rabí Dom Sem Tob como «si no es lo que yo quiero, quiera yo lo que es».
Por cierto, en la carta, tan recordada estos días, dirigida a Ludwig Kugelmann, en que Karl Marx sostiene que los revolucionarios de la Comuna parisina se encontraban prestos al asalto de los cielos -der Sturm des Himmels-, como los Titanes enardecidos por el espíritu a los que cantara Friedrich Hölderlin, se distingue a los primeros precisamente de los dóciles «siervos del cielo del Sacro Imperio romano germánico-prusiano», cuyas «mascaradas antediluvianas» huelen sobre todo a filisteísmo. Un dique contra el pensamiento que siempre está al acecho. Es fácil caer en sus trampas, a las que se ajusta bien la definición que Nabokov diera del término en su Curso de literatura rusa: » Filisteo es la persona adulta de intereses materiales y vulgares, y de mentalidad formada en ideas corrientes y los ideales convencionales de su grupo y su época» . Filisteo es quien vende su capacidad de juzgar a cambio de la mezquina protección de ideologías que lo justifican todo por medio de una normatividad anclada en la recurrencia, que está preparado para todo menos la novedad, lo imprevisible, la sorpresa de lo espontáneo, como si tales instancias abrieran una falla en el mundo por la que nunca comparece la salvación, sino implacablemente la perdición. Todas las épocas de crisis las abren los filisteos, siempre hombres de su tiempo. Frente a ellos, cuando escucho a los responsables de Podemos, percibo la reivindicación de un modo de pensar y actuar displicente con los chantajes y cadenas del presente. Deberíamos sentirnos muy orgullosos de que esa sea la voz que queramos escuchar o, lo que es lo mismo, de la disposición y sensibilidad que late en esa misma inclinación, que se ha revelado indiferente a la procedencia social e incluso a la misma tendencia de voto desde la lógica bipartidista, y que algunos querrían acallar tildándola de populista. De la emergencia de reacciones semejantes depende que el relato colectivo que configura la historia no se resuelva en una secuencia de catástrofes que sólo quepa padecer, sino que empiece a parecerse más a un contexto de sucesos de los que se puedan pedir cuentas, en los que sea factible visibilizar a los agentes responsables. Abandonar la política de lo peor y apoderarse del propio destino, hipotecado por cambalaches en los que se encuentran entrampadas las élites administrativas y económicas. Y en ese punto, organizar el debate y encauzar el disenso se muestra como una tarea mucho más urgente que la espectacularización de los acuerdos con su riesgo de «elitismo mediático» -vd. artículo citado de S. Alba Rico-, en lo que, por otro lado, son especialistas los partidos de la denominada casta. Asaltar el cielo no remite en el fondo sino al más básico de los derechos, el que tenemos a articular colectivamente nuestra propia libertad.
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