Nada más reconfortante que hacer honra de las propias limitaciones, especialmente cuando sólo la fuerza de un desquite puede devolvernos la autoestima robada. «Si estoy desesperado ¡a mí qué me importa!» dijo el premio Nobel polaco de los campos de exterminio, concentrando toda su atención en no perder de vista la nueva ruta que se […]
Nada más reconfortante que hacer honra de las propias limitaciones, especialmente cuando sólo la fuerza de un desquite puede devolvernos la autoestima robada. «Si estoy desesperado ¡a mí qué me importa!» dijo el premio Nobel polaco de los campos de exterminio, concentrando toda su atención en no perder de vista la nueva ruta que se abre tras la aparente falta de concordancia. Pero el arrojo de Günther Anders no es la norma a la que nos tiene acostumbrados la historia. Y sobre todo no es un duelo que estemos nosotros dispuestos a protagonizar. Devenir griegos nos sigue pareciendo una empresa todavía demasiado inconmensurable. Hasta cierto punto incomprensible.
Más de siete han sido, hasta la fecha, las décadas perdidas de España. No los amplios campos de Castilla; no la rica trayectoria histórica que nuestros propios haitianos cultivaron y cultivan en la mitad sur de la Península a través de la denostada cultura romaní; no el Hollywood de la literatura representada en el mayoritariamente desconocido Siglo de Oro español. España se viene articulando casi en los últimos cien años a través de las fracturas sociales y de significado simbólico que han supuesto la precarización de las condiciones familiares y laborales de las clases trabajadoras (¿a qué clase social pertenecen porcentualmente las familias desestructuradas?); la predominancia del capital financiero sobre el capital productivo desde que el banquero Juan March diera el respaldo económico necesario al golpe antidemocrático del general Francisco Franco, que arrastra hasta hoy el abandono del estado Español a la pequeña y mediana empresa y el abrazo de privilegio hacia la grandes corporaciones financieras; la marca España de Ladrillo y Playa, paradigma del enfangamiento generacional, elaborado y bendecido por los padres de la patria, esas quinientas familias que designan el camino de la nación, lo mismo antes que después de la democracia.
España se ha construido económica y significativamente en base al saqueo de la riqueza nacional a través de las privatizaciones de las empresas públicas mejor posicionadas estratégicamente en sectores clave de la economía, siempre productoras de amplias ganancias que repercutían positivamente en la generalidad social: las telecomunicaciones a través de Telefónica; la banca por medio de la privatización del Banco público Argentaria; la energía a través de la venta escalonada de Endesa; la privatización de la administración de la red nacional de ferrocarriles con Adif; la puesta en venta de la gestión de los aeropuertos españoles mediante el reparto torticero de AENA; el intento fallido de hacer lo propio con el sistema nacional de loterías del Estado, etc. Sorprendentemente, procesos todos llevados a cabo por los gobiernos más «progresistas» de la democracia sufridos por el país, ya fuera de la mano de Felipe González, ya de José Luís Rodríguez Zapatero, ambos pertenecientes al partido de centro-izquierda, el PSOE. Comienza el refrán que teniendo amigos así…
Cercano o no a las insuflas grandilocuentes, consecuencia o no de un seguimiento mediático sin precedentes en los últimos años, la realidad es que Podemos es la primera fuerza política con posibilidad de dignificar las condiciones de vida de las clases trabajadoras y asalariadas en España desde el golpe de Estado derechista de 1936. La oportunidad Podemos es inédita en el país en los últimos 80 años. No es raro por tanto que su irrupción produzca incomodidades incluso en las fuerzas políticas y sociales que tradicionalmente se autoproclamaron como las promotoras del cambio social.
El rechazo hacia Podemos se presenta la mayor parte de las veces como un fenómeno visceral. Nace en las profundidades de las emociones. No parte como se insinúa del miedo a políticas económicas que se desvíen del fruto deseado, como si aún pudiéramos defender de las actuales algún beneficio oculto, ni del temor a la pérdida de democracia en lo interno de los partidos políticos o en los centros de decisión del poder gubernamental, como si por arte de magia pudiésemos empezar a sentir nostalgia de un sabor al que nunca fuimos llamados a saborear.
Pero el rechazo hacia Podemos es más oscuro, más sincero. La irrupción de Podemos obliga a cuestionar la arquitectura institucional sobre la que se ha construido el sistema democrático en los últimos 40 años. Además pone en entredicho la supuesta solvencia de un esquema de certezas basado en los paradigmas convencionales de adhesión a la izquierda y la derecha ideológica europea. Pero más importante todavía, por una vez la propuesta programática de un partido político con opciones de gobernar no lleva el sello del paternalismo. Más bien la nueva formación trae consigo el reconocimiento de la sacudida como método estratégico, al que tanto miedo tenemos no por la crueldad de su agitar sino por la fuerza de sus consecuencias.
El huracán Podemos va más allá de sí mismo. Su secreto le trasciende. Su presencia nos interpela. A cierta sección de la izquierda tradicional, que podamos poder nos asusta. El pataleo de tantos años por la mayoría de edad despreciada nos imposibilitó abandonar el estigma identitario de la dependencia. La Dictadura y la Transición españolas nos hicieron cantores de salmos pero no profetas. Sin darnos cuenta aplaudimos durante años la tonada que nos ataba a idéntico perpetuo estribillo. Se mira por encima del hombro. Se sospecha. ¿Quiénes se creen estos de Podemos, que se piensan que pueden? No nosotros, claro está. Los luchadores por la igualdad, la justicia y la libertad no podemos, nunca hemos podido, es definición nuestra no poder: es imposible que este nuevo partido pertenezca a nuestra estirpe, pues pueden. Peor aún, quieren poder.
Por una vez no se trata de elucubrar sobre el Gobierno de Unidad Popular liderado por Salvador Allende, ni siquiera de la rectísima o degeneradísima línea del PIR en su oposición al presidente. Ya no es el movimiento argelino del Frente de Liberación Nacional, ni las certeras flechas de Fanon y Sartre. No es la guerra de las Malvinas ni la mano de Dios en el Mundial del 86. No se trata de ensalzar el sindicalismo de mono azul del norte de Europa ni del menosprecio hacia el asociacionismo francés en el sector agrícola. No es Thomas Sankara tocando la guitarra; no es lo rústico del movimiento Chipko en la India ni la incisiva mirada feminista de las combatientes de las FARC; no es Stonewall, no es Martí.
Es algo más concreto si cabe, más desconcertantemente nuestro: por una vez es España. Esa insignificancia sobre la que durante años se nos olvidó pensar. Nuestro país es el fantasma que llevamos arrastrando décadas, pesado y castrante. Histórico respingo cuando poco a poco empecemos a comprender que las manos que hace tanto tiempo aprietan nuestro cuello son al tacto nuestras propias manos. No despertar demasiado tarde es lo único que nos permitirá escapar de la erótica de la victimización, ebrios de la misma letrilla lastimera, con la música robada al menor de los Machado, sobre aquel perverso ideal que un día nos rondó: soñado país sin derrotas ni temores, oh maravilla, España sin españoles.
Fuente: http://www.7dias.com.do/opiniones/2014/12/30/i179458_espana-podemos-miedo-poder.html#.VKuGvvnhntR
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.