‘Primavera tardía’ (1949), del director japonés Yasujiro Ozu, es una de esas películas que se insertan en la vida de quien la ve.
Cada vez que vuelvo a ver alguna película de la época de madurez de Yasujiro Ozu (Tokio 1903-Kamakura 1963) me pasa lo mismo: me sumerjo tanto en la aparente levedad de sus argumentos que acabo viendo fragmentos de mi vida en la pantalla, fragmentos de cosas que ya he vivido o que, muy posiblemente, viviré. Son tan cotidianos y tan íntimos sus escenarios que, poco después de su inicio, me da la sensación de estar dentro de una casa muy acogedora sentada junto a los protagonistas. Son tan grandes sus actores que, en todomomento, parecen personas de carne y hueso compartiendo con nosotros su día a día y las cosas que más les preocupan.
Para que sus historias todavía te lleguen más adentro, lo hace con ese ritmo lento, pausado, tan característico de su estilo, casi ascético, que permite reflexionar al espectador, demorarse en sus recuerdos, implicarse en lo que te está contando hasta el punto de llegar a sustituir, sin apenas darte cuenta, a los actores por personas que te son muy cercanas y verlas como si fueran las verdaderas protagonistas de la película.
Con Ozu sabes que, al igual que sucede con los buenos amigos, no te miente, que te está diciendo siempre la verdad. Aunque quieras creerte que está hablando de la vida de los otros, sabes que al hablar de las cosas esenciales de la vida, lo está haciendo de la tuya. Que todo lo que cuenta en la pantalla te concierne como ser humano. De ahí su universalidad y, a la vez, lo necesario de sus películas. Unas películas que, sobre todo, giran en torno a las relaciones entre los miembros de las distintas generaciones de una familia, al paso del tiempo, a la soledad, a la paulatina occidentalización de Japón. Ozu también deshilvana esa nostalgia que deja, del mismo modo que le sucedía a John Ford en muchas de sus obras, el ser testigo de cómo un mundo antiguo, pero ordenado y transparente, se desvanece para dejar paso a otro que trae lamodernidad y la sociedad urbana, regido por unos nuevos valores que no llega a compartir o que, en ciertomodo, le son ajenos.
Al igual que en la mayor parte de sus películas de los años ’50, contada desde su característico punto de vista de una persona sentada en un tatami y con el eje del plano des- plazado del centro, siempre asimétrico, la idea original de Primavera tardía es una excusa narrativa mínima: en este caso la estrecha relación entre un hombre viudo, ya mayor, y su hija soltera. La película trata sobre la cercanía del final de aquél y sus deseos de que su descendiente decida buscarse una pareja para que no esté sola el día de mañana; del miedo de esa hija a enfrentarse a las leyes de la vida, al orden natural de las cosas, a aceptar que un día sus mayores no estarán y ella tendrá que construir un nuevo mundo por sí sola o con la ayuda de las personas que, en ese momento, estén a su lado.
Una idea tan básica, tan humana y tan atemporal, le es suficiente a Ozu para llenar la pantalla de poesía zen y de esa sabiduría que da la experiencia, la meditación y la observación de la vida. Una sabiduría condensada en esas breves conversaciones, con algo de haikus, que mantienen los protagonistas y, sobre todo, en esos silencios que tanto dicen sin necesidad de la palabra. Son silencios y una quietud que te permiten reflexionar sobre lo que te está contando y, sobre todo, que te invitan a observar tus pensamientos, a recrearte en ellos, a dejar que se vayan, como una nube empujada por un suave viento, a ver cómo vienen otros. Una sabiduría, en fin, materializada a veces en frases sencillas y en ciertos consejos, como ése que, avanzado ya el metraje, le dice a su hija deseándole una vida lo más agradable posible: «No hay que esperar la felicidad, hay que trabajar por ella, esforzarse por merecerla» que, antes que otra cosa, nos da una de las claves de la serenidad que ese anciano nos transmite en cada escena de esta obra maestra que Ozu nos regaló hace ya más de medio siglo.