El confinamiento justificado por la crisis sanitaria ha impuesto una pausa en nuestras vidas. Sobre todo ha influido en nuestra forma de relacionarnos, ha dificultado nuestra manera habitual de interrelación, y esto se transmite a la actividad política en un sentido amplio, el de la política institucional y el de los movimientos sociales.
Aunque la declaración del estado de alarma concede al Gobierno una enorme capacidad de iniciativa política, la estructura territorial del país y el papel crucial de las Comunidades Autónomas han generado la aparición de un contrapoder que, de forma creciente, ha marcado una parte de un debate político del que la mayoría hemos sido espectadores. La política del Gobierno ha sido en términos generales correcta, empezando por reconocer que la pandemia lo pilló desprevenido, con escasez de recursos sanitarios (un efecto secundario de las anteriores políticas de ajustes y de la globalización, que han vaciado el país de muchas actividades productivas) y sin muchos precedentes en este campo. Al menos ha tratado de evitar lo peor, tanto en el plano sanitario como en el social. Aunque suene a ejercicio especulativo, podríamos preguntarnos qué habría ocurrido si en lugar del Gobierno actual, con todos sus defectos, hubiera estado al mando Aznar o Rajoy (tenemos algunas pistas; ellos gestionaron el tema del chapapote en Galicia y sabemos cómo lo hicieron). En lo que ha fallado ha sido en la cuestión informativa y en la insólita presencia pública de militares y policías (si bien hay que reconocer que quizás ello ha desmontado algunas de las estrategias de la derecha, que no habría dudado en pedir la salida del Ejército a la calle si el Gobierno no se hubiera adelantado). Son fallos informativos que en parte ponen de relieve una lucha de protagonismos en el seno del Gobierno y que resultan ridículos porque en estas circunstancias, por bien que se trabaje, lo más probable es que se salga malparado. En este fallo comunicativo incluyo la incapacidad para ofrecer buena información sobre los debates de los asesores técnicos, que ayudara a entender los dilemas que había en el tratamiento de la epidemia, y una información más clara sobre la relación con las autoridades autonómicas que cortocircuitara la sarta de mentiras y sandeces con que algunos nos han obsequiado. Lo de la transparencia de los debates técnicos es desde hace mucho tiempo una mala práctica a la que suelen contribuir tanto políticos como especialistas, por un desprecio elitista hacia la sociedad y porque en muchos casos los debates técnicos sirven para tapar decisiones políticas cuestionables.
La derecha se ha empleado a fondo, y se ha repetido la curiosa mezcolanza entre la derecha españolista y el ala dura del independentismo catalán. (El PNV ha jugado con más finura sus envites, en parte porque goza de una posición que le permite contar con buenas bazas cuando es preciso.) Hay en esta posición ultramontana una combinación de acoso al Gobierno y de afán de tapar las vergüenzas propias, pues ellos son, en particular el PP madrileño y Junts per Catalunya, heredero de CiU, los responsables no sólo de la suicida política de recortes y privatizaciones del sector sanitario, sino también de la criminal gestión política de las residencias de la tercera edad.
No conozco el día a día de Madrid, pero todo lo que llega es un calco, con variantes de estilo, de lo ocurrido en Catalunya. Aquí la gestión de la crisis ha sido meridiana en cuanto al modelo: lo prioritario para el Govern ha sido el control de los medios públicos. Siempre fue una obsesión de la derecha catalana, pero en los últimos tiempos la televisión pública catalana, técnicamente muy profesional, se ha convertido en un burdo aparato de propaganda bajo las órdenes del goebbelsiano Vicent Sanchis. Casi todos los espacios se han convertido en una posibilidad propagandística, incluida la persistente aparición de tres consellers y del president Torra para aleccionar a las masas explicando que toda la culpa es de Madrid. Para ello han tenido que modificar el argumento a medida que pasaba el tiempo. Primero ignoraron la amenaza de la pandemia hasta que ésta se declaró. Después, cuando todo el país ya estaba confinado, propusieron cerrar Catalunya (un cierre real hubiera generado una epidemia de hambre). Luego, cuando se empezaba a plantear el reinicio de la actividad económica, su apuesta fue por el confinamiento real, para en la semana siguiente cargar contra el Gobierno por el confinamiento de los menores… El argumento cambia porque lo importante es decir lo contrario de lo que dice Moncloa y presentarse como víctimas. En esto no hay originalidad; siguen la misma dinámica emprendida por el primer Govern de Mas: dedicar todo el tiempo y todo el énfasis a criticar al Gobierno central y esconder lo que se está realizando. También en otro aspecto hay continuidad: en colgarse de un “gurú” con pretensiones de autoridad científica mundial. Toda la historia del pujolismo y el pospujolismo está trufada de la intervención de algún científico con algún mérito que sirva para encumbrarle como guía intelectual. Los recortes de 2010 los protagonizó el economista Andreu Mas-Colell (su gente ha seguido teniendo mucha influencia en la política local, Clara Ponsatí es una de ellas), y ahora el gurú ha sido Oriol Mitjà, un especialista en medicina tropical que ha actuado como referente básico, provocando fuertes tensiones en el seno de la comunidad sanitaria local. Y mientras, en las residencias, que han sido la peor cara de la crisis, ha habido un descontrol total (en gran medida porque la Generalitat había subcontratado la atención sanitaria dispensada en éstas a una mutua de amiguetes, Mutuam). El episodio ha sido tan escandaloso que hasta en un pueblo de fidelidad independentista, Tona, el Ayuntamiento tuvo que intervenir la residencia local ante la inacción de la Generalitat.
El Gobierno está acorralado entre sus propias limitaciones y la ofensiva de trileros de la derecha. Es una situación complicada, puesto que el coste social de la pandemia dejará corto el coste sanitario, con muchos sectores tocados que buscarán un chivo expiatorio. Se abre una oportunidad para demagogos dispuestos a prometer cosas imposibles pero que suenen bien a los oídos de la políticamente inculta clase media local. Para ello ayudarán las campañas de tuits y desinformación, en las que la derecha y la extrema derecha cuentan con buenos asesores. No es casualidad que insistan en el tema de los impuestos: es una absoluta insensatez pensar que se puede rescatar a la población bajándolos, pero resulta un atractivo banderín de enganche para sectores casi analfabetos en materia fiscal. Lo ejemplifico con una anécdota. Un profesor de mi departamento, que se considera a sí mismo moderado, contó el año pasado que en su docencia en Políticas, la facultad donde hay la mayor concentración de radicales, había generado un gran revuelo en su contra cuando defendió un impuesto de sucesiones expropiatorio, en línea con lo que siempre han defendido liberales y keynesianos. De golpe se había convertido en un izquierdista radical, algo que le dejó entre sorprendido y divertido. Cualquiera que haya planteado esta cuestión en clase ha experimentado lo mismo; lo bueno de la anécdota es que en este caso el público era especialmente izquierdoso (o al menos es lo que pensaban de sí mismos estos alumnos). Con semejante cultura fiscal, con tanta rabia acumulada, harán falta una respuesta potente y una poderosa movilización social para que el desastre sanitario y económico no acabe traduciéndose también en un desastre político que nos haga súbditos de un gobierno de extrema derecha.
Sin una fuerte movilización social, una buena pedagogía política y un trabajo social profundo va a ser difícil parar esta oleada. Y, dado que la izquierda política está en el Gobierno, una buena parte del trabajo depende de la respuesta de movimientos y sectores sociales diversos, de lo que podríamos llamar la “sociedad civil de izquierdas”, un variado abanico de movimientos, entidades y personas que incluye tanto a la gente tradicionalmente “radical” como a relevantes sectores cristianos (sin desdeñar a sectores de musulmanes que en toda Europa se orientan a la izquierda, porque tienen una buena percepción de lo que significa la derecha), a socialdemócratas y a personas sin cultura política pero con una buena cultura moral. Es, al menos, la amalgama del medio en el que vivo y a la que he visto cosechar buenos frutos en términos de convivencia y reivindicación social.
Lógicamente, muchas de estos sectores han tenido que mantenerse en un segundo plano, pero no han estado de brazos cruzados. Una parte no desdeñable se ha dedicado a organizar redes solidarias en barrios y pueblos. Posiblemente no han sido tan efectivas como podrían haberlo sido porque se montaron a contracorriente, cuando la gente ya estaba en casa. Su quehacer ha sido un buen complemento allí donde la administración local se ha esforzado en aportar soluciones (es el caso de Barcelona) y ha habido una cooperación fluida entre redes vecinales y administración. Tampoco han sido tan necesarias porque en muchos barrios ha funcionado la solidaridad directa, informal, de proximidad, que no sólo ha permitido una ayuda personalizada a mucha gente sino que también constituye un entramado social básico para cualquier sociedad deseable. Además de esto, los movimientos se han ido activando para aportar propuestas de salida de la crisis en sus ámbitos específicos. Estos días, cualquiera que esté vinculado a diferentes movimientos sociales ha tenido la oportunidad de firmar un manifiesto diario para alguna causa justa. En Barcelona, donde el Ayuntamiento ha planteado la oportunidad de elaborar un pacto local de salida de la crisis, puede detectarse una amplia convergencia de ideas en torno a la priorización de las necesidades sociales, la no repetición de la experiencia de 2008-2010 y la necesidad de resituar la ciudad entre un amplio abanico de entidades que, con sus acentos diversos, oponen una propuesta alternativa a la de los representantes empresariales preocupados por sacar tajada de las ayudas que vendrán y volver al business as usual. O sea, meter mano en la gestión pública, reabrirlo todo cuanto antes, bajarles impuestos y no regular las cosas que les afectan.
Ahora, con el deshielo, viene una época de trabajo intenso, de conseguir que todas estas voces alternativas confluyan en propuestas que impidan la repetición de la crisis anterior y que orienten la economía y la sociedad hacia un modelo social más justo, en lo social y lo ambiental. El mayor peligro en caso de que ello ocurra es la tendencia de cada movimiento a ir por libre, a considerar innegociables sus demandas máximas, a no entender los problemas y las lógicas de lo que tendrían que ser sus aliados. La mayor dificultad es cómo transformar este vasto magma de anhelos, críticas y demandas sociales en una dinámica real que ponga freno a la regresión social y democrática y favorezca esta necesaria reconstrucción social.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-190/notas/politica-en-tiempos-de-confinamiento