La Sala «Ekain», en la calle Iñigo, 4, en Lo Viejo de Donostia, expone hasta el 27 de julio de 2010 una muestra no euclidea pero sí muy ilustrativa en homenaje póstumo a su fundador, Juan Cruz Unzurrunzaga. Allí Ruiz Balerdi, los Chillida, Txillida, Goenaga, Bixente Ameztoy, Zumeta dan testimonio visual de algo en lo […]
La Sala «Ekain», en la calle Iñigo, 4, en Lo Viejo de Donostia, expone hasta el 27 de julio de 2010 una muestra no euclidea pero sí muy ilustrativa en homenaje póstumo a su fundador, Juan Cruz Unzurrunzaga. Allí Ruiz Balerdi, los Chillida, Txillida, Goenaga, Bixente Ameztoy, Zumeta dan testimonio visual de algo en lo que nadie ha reparado salvo, no lo duden, el hoy difunto Juan Cruz. Este representante paradigmático de lo que fue la contracultura vasca a finales de los 1970 supo por perspicacia que Oteiza tenía muchos amigos, pero contados discípulos. No era el Mesías. Mucho menos el Anticristo.
Regresa Unzurrunzaga a Hegoalde con el mostacho de Iparralde que iba a sustituir a las barbas guevarianas. Lo hace tras el «extrañamiento» de militantes semiamnistiados. Halla un clima de libertad de prensa e imprenta, que pronto sería reconducida porque no permitía que el Sistema la abdujera. Comprueba Juan Cruz que hay vida creativa más allá de Oteiza. Debía preservar a sus especímenes a todo trance. Los introdujo en «Ekain», con el tiempo, y lo logró.
Puede que el titular constituya una tautología, pero no la enmiendo. Anula la política al intelecto libre, extermina la comunión creativa, zancadillea todo intento e invento experimentales, prohibe el ¡nada con gaseosa! Asfixia la política la síntesis innovadora, envía la teorética bastarda al ostracismo, incordia el más mínimo diálogo con las otredades, sabotea la autocrítica, censura la fértil promiscuidad social, rompe el vínculo y la conspiración de todo pensamiento alternativo y sus designios de fusión y confusión.
La política ha combatido históricamente a los grupos religiosos porque le arrebataban el territorio del dogma y la presa predilecta: la grata herejía. Como indicaba hace años en este ciberperiódico, siempre preferí el heterodoxo al ateo. El ateo que lo es por política recala en más catecismos que el sumo sacerdote o la sibila.
Son incontables los proyectos de ampliación del talento mediante encuentros mixtos enviados a la hoguera, al Fahrenheit, por fanáticos de ambas congregaciones. Como los patricios ‘pelutak’ de Arizkun cuando sorprendían a la hija del jaun de Ursua con un agote, la política escarnece y ahorca a ambos para prevenir todo librepensamiento incauto. Propicia la política la ausencia de una proximidad social no encarrilada por el sectarismo, el amén y el ejercicio cotidiano de convencerse a sí mismos, sus feligreses, de lo que ya están convencidos.
Oigo por ahí preguntarse a los intelectuales bien instalados que dónde están los intelectuales. Bien nítida es la respuesta. Medran bajo manchetas ideológicamente inflexibles, ejercen cansos bajo idéntico blasón la disconformidad retribuida (la pluralidad es sagrada) o participan en ingeniosas tertulias de las radios y las televisiones. O están, como no, en Facebook.
La cripta de «Kantil»
Añoro hasta el dolor físico las tertulias de los divergentes miembros de «Kantil» en el comedor del Hotel Orly, una vez concluida la labor de gabinete y contenidos de la meritísima revista, elaborada en un sótano-cheka de la calle Marina donde convivíamos con simpáticas ratas, de Disney nada, y olía a cloaca.
Contiguo, el local de las mujeres maltratadas. Allí al lado hallaban refugio, y lecho en un diván viejo; y su teléfono sonaba hasta la desesperación porque no siempre había alguien para descolgarlo. Éramos conscientes, desde los 1970-80, desde mucho antes, del abominable conflicto sin que un ministerio nos lo indujese. En aquella cripta, vuelvo a «Kurpil» y «Kantil», y en el Orly, se practicaba la política sin amarras. Todos disponíamos de nuestras propias ideas y fobias, en general encontradas; pero si salían a relucir se lanzaba alguna puya con donaire, se encajaba y la asamblea discurría, sic, por otros cauces no obligatoriamente culturales. No se trataba, faltaría más, de una tertulia docta ni iluminada. Se respetaba el silencio. Se ejercía el sarcasmo, se discrepaba sobre autores, se proporcionaban pistas editoriales, se impartían anécdotas, vivencias y supervivencias. Primaba el vínculo humano sobre el sobrehumano y se terminaba hablando, de sexo, de fútbol y de gramática. Sin guión. Empezaron a escasear los dineros para imprenta. Una institución bancaria, por lo que oí, se mostraba remisa en cuanto a insertar publicidad. Todo un precedente del boicot al disenso que subsiguió. Se seguían recibiendo y entregando originales de calidad. Falleció «Kantil» de dignidad periodística, de desprecio administrativo y por negarse a la prostitución política con grupos que intentaban absorberla y mantenerla como signo de realengo. Conocí así, ingenuo, que la sorda manipulación de los media ya emergía con disfraz de democracia. Una mala noche nos dejaron solos a Carlos Aurtenetxe y a mí. Y quienes entendían de la cosa fiduciaria y editorial se juntaron en fúnebre consejillo que decidió el cierre de la revista literaria y gráfica y la diáspora filial de quienes hasta entonces habíamos contribuido a que llegara, impuntual pero segura, a los muchos suscriptores y al kiosco de Justo, Avenida de la Libertad.
Adultescentes en ‘Cloc’
En «Kantil» surge, era lógico, una discrepancia contracultural interna, más bien íntima, adultescente, que no desea designarse a sí misma con ningún epíteto y tiende a la acción, al anonimato espectral, al puro fovismo erudito tirado en vietnamita con el nombre de «Cloc». En él militan unos jóvenes inmiscuidos en «Kantil», al que no obstante apostrofan de burgués, pancista y sedentario. Hoy maduros y puede que renuentes de su acné sociocultural de aquellos días, no es lo suyo (ni lo mío: fui coadyuvante de «Cloc» por libre) un reniego: la existencia los hizo crecer sin síndrome de Peter Pan.
La verdad es que en general no son los mismos. Pero estamos en los 1970, recuerden. Consideran los más jóvenes que «Cloc» no consiste en absoluto en nada. Le colocan, empero, definiciones elusivas y peligrosísimas. Y como las runas no perdonan, como no perdonaron a dadá, el tiempo pone cosas a los nombres y, al segundo «Cloc», y a la tercera cloquería pública, una pintada de «Nietzsche Bai» en un edificio de Alderdi Eder que fotografié en directo, «Cloc» ya era definitivamente «Cloc» en involuntario eco propagandístico. Durante un tiempo me encargué de reivindicar en ‘Alajainkoa’ mi columna de «Egin», todas sus fazañas. Llegué a entrevistarles y a publicar en sus páginas poemas onomatopéyicos: «Poj» es quizás el más logrado como épica gamberra.
No se pueden extraer de un contexto sociopolítico e incluso judicial muy concreto los intentos de «Kantil» y «Cloc» por un lado, de «Euskadi Sioux» por otro. En éste participaba Juan Cruz Unzurrunzaga como eminencia gris que huía de puntillas cuando para elaborar una portada pasábamos interminables horas, hasta la oscurecida, aportando exégesis del marxismo-leninismo, de Mao, del maltusianismo, de Marcuse, de Trotski, de Hobbes, de los amores libres de toda índole y de que si se vendía la grifa, el costo, el kifi en los estancos, el Estado haría con ello lo mismo que con el otro psicótropo: la televisión.
El trauma de Aguirre Alcalde
La eminencia purpurada, allí, aunque vestido de Papa durante todo el día en la redacción de la Plaza de Gipuzkoa, como hay Dios, incluso asomándose así ataviado a la balconada, correspondía a Josemaria Aguirre Alcalde. Seguía embutido en la sotana y la kipá blanca de Pontífice desde que okupamos la escalinata del Palacio de Ayete para presentar «Euskadi Sioux». Había sufrido Josemaria un trauma catastrófico en Marruecos. En la frontera. Guardaba las chinas en un plumier de colegial que todos envidiábamos. Hubo que rescatarle del Psiquiátrico -no por culpa del humo, que conste- para que no le aplicasen electroshocks que le destruyeran la herramienta: el cerebro. Lo soltaron con una receta de fortísimos fármacos. Tenía amarrada una novela, «Malabata Glès- Las cárceles de Hassan», y una mañana llama a Mujika Arregi «Ezkerra», su editor, desde una pensión de Santander y dice: «A imprenta». Pueden imaginarse el repelús, el presentimiento que aquello traslucía, y que nos impactó.
Se siguen epatando
Fue aquella la fase ‘beat’ o ‘Pranksters’ en Euskal Herria, que el hábil Leviatán, el Estado-de-las-Autonomías-de momento, absorbió poco a poco e introdujo en museos de retaguardia. En «Arco» y «Estampa» he visto hace poco stands de pintadas sobre una pared fingida y otras sandeces con licencia para epatar (que sí, que se siguen epatando) ante las que se brinda con un vino español; y los presentes contemplan los graffiti con expresión de estólido trance hipnótico. Y sonríen con sonrisa de botox y párpados batracios. Al fundar «Ekain» en la calle Iñigo, Unzurrunzaga sacaba las cosas del quicio fijo del museo-ferial. Se había percatado, quedó dicho, de que había vida más allá de Oteiza.
Había Chillidas de la fase leonardina, con las manos de Iribar en perfecto dibujo renacentista. Había los otros Chillidas, como Gonzalo; e incluso había Txillidas. Había un Bixente Ameztoy cuyas portadas de «Euskadi Sioux» hoy serían de inmediato confiscadas y empurado su autor. Había un Keixeta, con sus composiciones tectónicas, con su humus colórico y estructura histológica. Había un Zumeta de centelleos cromáticos. Y su hija Usoa Zumeta, estampadora que colaboró con él y con los orates por decreto-ley de Arrasate, o sea, de Santa Águeda, cuyos versos y adagios sonsacados de la revista del centro, «Globo Rojo», ilustraron ambos en viñetas desasosegantes. Había un Ruiz Balerdi permanecido en infancia creativa de pizarras libérrimas y pintarrajeos meditados («lo infantil no es lo pueril», me indicaría muy serio un día Zumeta, que había sido su compañero de fructíferas excursiones a Europa). Había matéricos como Goenaga. Todo lo cual desmentía que existiese lo bidimensional estricto tal y como lo soñara como dogma de fe Greenberg en su tesis, planteada hacia los 1960 en los cenáculos neoyorquinos, de que un cuadro es sólo una superficie con pintura encima. Lisa.(Cómo va a serlo si lleva un nanomilímetro de pigmento, aunque sea una acuarela).
«Op Art» y 3-D
Para exterminar el expresionismo abstracto se necesitaban dos mandamientos: la pintura es plana y jamás debe acarrear consigo ni el menor asomo discursivo o susceptible de interpretación por parte de un periodista. Ocurría que las artes que entonces eran contemporáneas ya rozaban la decoración de interiores, de salas de espera del ginecólogo o, peor aún, de los platós de cine que representaban el lívin de domicilios comilfó. ¡O de buhardillas bohemias! No pudo ser, aquella doctrina. Todo es Op-Art, ilusión óptica que permite incluso a los invidentes captar relieves merced a la imaginación. Facultad humana de la que nos quiere amputar el antidarwinismo de las 3-D con gafas gregarias que nadie necesita para ver lo que ya sabe ver sin ellas. Tampoco existe lo tridimensional excluyente, lo otéicico esencial, desde el momento en que la escultura permite ufana que la fotografíen y la córnea la percibe como cuadro encuadrado. O sea, que si la Escultura en volumen sigue siéndolo aunque la aplasten como aplasta el chatarrero las carrocerías, una estampa o grabado, incluso un papiro egipcio, conserva la ineludible tridimensionalidad que el ojo humano le aporta. (De momento). Adiós a las estelas funerarias vascas «made in Taiwan» de la Escuela de Deba, en palabras de Zabala, el hermano de Arrastalu, fotógrafo y músico que le hacía los punteos a Mikel Laboa. La ausencia de relieve constituye la utopía más irrealizable que se cree decretada, más acá del Op-Art, por el Pop-Art. Pero ni la tierra es plana ni el horizonte es horizontal, pese a los mapamundis.
Pudimos, o intentamos, durante aquella movida vasca, además de divulgar una rebeldía simultáneamente enfrentada al adversario político clandestino de turno, por un lado, y a un poder político administrativo central y draconiano, por otro, que del 1977 al 1981, Tejero funcionó, jugaba a la cobra dormida. Cuando entré en «Kantil» invitado por Félix Maraña durante la presentación de mi libro «Vascos Heréticos», L. Aramburu Editor, 1977. se me acababa de amnistiar por injurias a los Ejércitos (todos) en mi sección de «La Codorniz» titulada «Huevos de codorniz». Escribí que los cinco antifascistas caídos en 1975 estaban mal fusilados. Anatema. Siguen estándolo.
Asambleas de «Euskadi Sioux»
De «La Codorniz» procedía igualmente Montxo Goikoetxea, el cual un día me dejó una pringosa nota en el «Inaxio» de Deba citándome en Tutera, su sitio, donde me mostró una maqueta de lo que, pretendía, iba a ser la primera revista de humor vasca: «Euskadi Sioux». Prevaleció esta cabecera de Montxo frente a otras propuestas. Aglutinaba el futuro «Euskadi Sioux», el primer día en que todos nos encontramos, a una caterva de miembros de partidos políticos de reciente legalidad, otros de existencia tolerada; de anarquistas que fumaban celtas; de tebeístas sin sello con los alaveses de «Araba Saudita» (la mala hokstia te quita) en vanguardia.
Y teóricos como Flanagan Goikoetxea. Y el futuro director y suicida, Josemaria Agirre Alcalde -ya habrán adivinado lo que hizo en Santander tras ser dado de alta en aquel lóbrego manicomio medieval de Donostia- más otros de distinta opinión que regresaban del exilio, ya saben por qué. Exilio al que Suárez les envió con la figura ambigua de «extrañados». Extrañamiento que, puño en alto, no respetaron. Inimaginables, interminables, ajenas al fin concreto fueron las asambleas previas y consiguientes a la aparición de «Euskadi Sioux» en la calle y su inmediata etiqueta malévola que dio al traste, entre otras cosas, con el proyecto. «Euskadi Sioux» olía a polimili. Yúyu. Lo estigmatizaba, además, un colectivo abúlico que repartía consignas sin mojarse. Carecían de ganas, que no de potencial, para idear indisciplinas de su propia cosecha. Se inició la andadura de «Euskadi Sioux» con un millón de pelas otorgadas a fondo perdido por Editorial Hordago (donde publiqué «La Viuda» con una portada de Bixente Ameztoy que provocó el secuestro del libro en «Galerías Preciados», sólo allí). Fichó Euskadi Sioux a plásticos de casta como Eguillor, Simónides, Jon Zabaleta, Laura Esteve. «Euskadi Sioux» peleó por su idiosincrasia heteróclita y por que Euskal Herria se volviese a sonreír de su mala sombra. Sin payasadas, ni tópicos, ni leyendas urbanas como que en Euskadi, que es Bilbao, no se folla. Al menos, hicimos utopía hasta que la ortodoxia política intervino.
En una exposición coincidimos hace poco Unzurrunzaga y el que esto firma, y le avisé de que ETB estaba transmitiendo un sucedáneo estúpido y chocarrero al que tuvo el morro de titular «Euskadi Comanche», y él, que ya estaba tocado del ala, me dijo que aquello «era de querella en juzgado de guardia». A todo esto -regresemos a 1979, el contexto es imprescindible- se había montado un zipizape inenarrable en la redacción de «Egin», de cuya dirección fue relevado Mariano Ferrer por Mirentxu Purroy , hasta entonces responsable de «Punto y Hora». Purroy me contrató, artículos culturales firmados como «Aztia», columna diaria como R. Castellano. La política, ya saben, clausuró «Egin» en su día a través del juez Garzón y dejó en la calle a más de un centenar de presuntos insurrectos.
El Sistema sigue manteniendo un Ministerio de Cultura, con sus Consejerías y delegaciones del ramo. Mejor lo renombramos como Ministerio de Contracultura Asimilada. La contracultura genuina vasca de aquella movida de 1977-81, cuatro o cinco años escasos, fue desmantelada cuando comenzaba a suplantar seriamente a los hemiciclos. Lo que quedaba ya era algo inerme y subvencionado. Así que se desvaneció. Discretamente y sin lanzar cohetes. Como hizo Juan Cruz. Deja el testigo a Rita, que sabrá mantener la línea. Nunca la recta. Sí la correcta.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.