En el escenario político y en los medios de comunicación, y detonado por los innumerables casos de corrupción política que han quedado al descubierto en los últimos meses, ha ganado cierta centralidad el debate sobre lo que se ha dado en llamar «relación entre el dinero y la política». Sin embargo, planteado de esa manera […]
En el escenario político y en los medios de comunicación, y detonado por los innumerables casos de corrupción política que han quedado al descubierto en los últimos meses, ha ganado cierta centralidad el debate sobre lo que se ha dado en llamar «relación entre el dinero y la política». Sin embargo, planteado de esa manera deliberadamente abstracta, en este debate se escamotea claramente el problema de fondo. Y, mientras ello suceda, cualquier propuesta de solución que se formule no será, en el mejor de los casos, más que un bien intencionado pero estéril intento de cuadrar el círculo, y en el peor, solo una cínica maniobra, dirigida a mantener alejada de la atención ciudadana la verdadera anomalía que se encuentra a la base de este problema.
Esa anomalía, y que constituye el verdadero problema, no es otra que el inmenso poder real que detentan, en el tipo de sociedad que hoy tenemos, los pocos individuos que, en su calidad de propietarios de las grandes empresas y recursos financieros, controlan la mayor parte de la economía del país y, por esa vía, la vida de los chilenos. Ellos, los mismos que prosperaron en virtud de las regalías y privilegios que obtuvieron bajo la dictadura, son actualmente los verdaderos dueños de Chile. Los gobiernos y los políticos pasan, pero el poder real sigue estando firmemente en sus manos. Y este es un rasgo que, en ls condiciones del capitalismo actual, ha pasado a ser un rasgo estructural del sistema.
En este contexto lo que tenemos es un total vaciamiento de la política, ya que tal grado de desigualdad es completamente incompatible con una real gobernabilidad democrática. De hecho, las decisiones más importantes para el futuro de un país, que son las referidas a las principales decisiones de inversión -en qué, donde y cuando hacerlo- se encuentran entera y permanentemente en sus manos, lo que les permite mantener una capacidad de presión sobre el conjunto de la sociedad que se asemeja demasiado a una simple y vulgar extorsión. Lo que el sistema político puede poner en escena, entonces, como supuesta expresión de poder soberano de la ciudadanía, es solo una mascarada, útil para la clase dominante en la medida en que le permita cazar incautos y con ello mantener razonables niveles de paz social.
Y en el caso de que el sistema llegase a colapsar, a consecuencia de su irrelevancia y del general descrédito de sus actores, su opción favorita será entonces la de un «gobierno fuerte», «autoritario», que permita «imponer y mantener el orden», cerrándole así el paso al tan temido fantasma del «populismo». Es ello lo que explica las distintas valoraciones que dan a la crisis del sistema político las corrientes políticas que participan en él, ya que para algunas de ellas la posibilidad de continuar profitando del mismo supone que éste siga existiendo. En cambio los poderes fácticos empresariales, que a diferencia de la mayor parte de los explotados posee una muy clara y aguda conciencia de sus intereses de clase, no tienen el menor interés por preservar y fortalecer algo que huela a democracia, tal como la definiera Lincoln en su famoso discurso de Gettysburg: «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».
Por el contrario, el gran capital ve claramente en ella un peligro mortal para sus intereses, en la medida en que, al revés de cómo se los suele presentar, tales intereses se hallan en un antagonismo irreconciliable con los derechos, intereses y anhelos de la inmensa mayoría. Es por eso que a través de los poderosos medios de comunicación que controla despliega un constante esfuerzo por distraer la atención de los explotados con variadas formas de entretención dirigidas a infantilizar a sus destinatarios y por mantenerlos a la vez suficientemente desinformados de lo que ocurre o de las causas de los problemas y conflictos que existen. El propósito que finalmente se busca es ofuscar las mentes, generar incertidumbre y, sobre todo, temor al cambio, evitando que la mayoría se interese seriamente en la política y pueda descubrir en ella el medio de acción capaz de hacer realidad sus más hondos anhelos de bienestar y justicia.
Parecemos estarnos moviendo entonces en un círculo vicioso. El sistema político se halla completamente capturado por el gran capital y sus obsecuentes servidores y concita, a raíz de ello y de las obscenas prácticas que promueve, el más profundo rechazo en la inmensa mayoría. ¿Cómo podemos romper este círculo que parece cerrarnos todos los caminos? Las crecientes muestras de desinterés por la política, como si la corrupción fuese algo inherente a ella, no lo permiten, ni tampoco lo permiten las meras manifestaciones de furiosa indignación que se traducen en las fugaces acciones destructivas que, de cuando en cuando, protagonizan pequeños grupos. No hay más camino posible para ello, junto con contribuir a desenmascarar perseverante e implacablemente la farsa y poner de relieve la inmensa disociación que ella pone a cada paso en escena entre las palabras y los hechos, que reivindicar derechamente a la política como una ética de la responsabilidad colectiva, es decir como una práctica virtuosa, muy distinta a lo que cotidianamente nos muestra el triste espectáculo que brinda la actual casta de politicastros.
La política como el interés y esfuerzo colectivo que se lleva a cabo exclusivamente en función del bien común y de los principios y valores que permiten alcanzarlo. Y que lejos de brindar seguridad y beneficios personales a quienes la practican exige más bien de ellos una alta cuota de sacrificios. Ya es hora de que la mayor parte del pueblo trabajador comience a sacudirse la ignorancia, el temor y la sumisión a que la clase dominante y sus secuaces se empeñan por mantenerlo atado y se esfuerce por adquirir una clara conciencia de sus intereses históricos, asumiendo que otro tipo de sociedad no solo es posible sino también imperativamente necesario. Y que, en consecuencia, comience a hacer valer frente a los empresarios la gran verdad que encierra aquella justa consigna levantada por la izquierda revolucionaria europea en el marco de la actual crisis del capitalismo, ¡nuestras vidas valen más que vuestras ganancias!
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