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Política y desfiles militares

Fuentes: Estrella Digital

El espectacular desfile militar que el pasado viernes atravesó la Plaza Roja moscovita, en la habitual celebración anual con la que en Rusia se conmemora el Día de la Victoria (sobre Alemania, en 1945), ha llamado la atención de los medios de comunicación en todo el mundo. Se ha insistido, sobre todo, en la novedad […]

El espectacular desfile militar que el pasado viernes atravesó la Plaza Roja moscovita, en la habitual celebración anual con la que en Rusia se conmemora el Día de la Victoria (sobre Alemania, en 1945), ha llamado la atención de los medios de comunicación en todo el mundo. Se ha insistido, sobre todo, en la novedad que ha supuesto la exhibición de material militar pesado, desde los carros de combate T-90 hasta los misiles balísticos intercontinentales de tipo Topol-M. Esto no ocurría desde 1990, el año anterior al colapso de la Unión Soviética. De ahí que algunos comentaristas lo hayan calificado de «soviético», como una primera impresión. Esta recuperación de la vieja costumbre había sido ya anunciada por el Kremlin con anticipación, lo que suscitó cierto sarcasmo en EEUU. Un portavoz del Pentágono, al comentar los planes que el Gobierno ruso había dispuesto para la celebración, declaró con no disimulada fanfarronería: «Si les apetece sacar su anticuado material para lucirlo y ver si aún funciona, pues que no se priven del gusto de hacerlo».

Pero el caso es que más de 8000 soldados desfilaron por la legendaria plaza de la capital rusa -cuyo pavimento hubo de ser reforzado para soportar el peso del material exhibido- al paso marcado por varias bandas militares, y fueron contemplados por una entusiasmada multitud, donde destacaban los viejos veteranos de guerra, con sus trajes civiles o uniformes militares henchidos de medallas y condecoraciones. Por el cielo de Moscú volaron aviones de combate, entre los que se observó el bombardero estratégico Tu-95, un mito aéreo del arsenal soviético.

Aunque se desarrolló un elaborado y solemne ceremonial inicialmente concebido por Stalin, un enorme mural con la bandera rusa ocultaba el principal símbolo superviviente del régimen soviético: el mausoleo de Lenin. Otros detalles del festejo, como la disposición de las tribunas, insinuaban, si no una ruptura icónica total con el pasado, cierta mezcla de continuidad e innovación, que corrobora la idea de que los dirigentes rusos no desean romper totalmente con el pasado soviético de su país, y prefieren navegar ideológicamente entre varias aguas.

Sin embargo, lo más importante del asunto, es decir, la lectura política del desfile, quedó bastante clara, a juicio de sus organizadores y de la mayor parte de los observadores. Rusia quiere mostrar que es todavía una gran potencia, también militar, con la que es necesario contar; que se ha recuperado de la crisis sufrida en los años noventa y que ha atravesado sin peligrosas vacilaciones un reciente traspaso de poder en su más alta cúpula gobernante.

Y es de lo que se trataba, porque, al fin y al cabo, los desfiles militares suelen ser una manifestación política mediante la cual el poder utiliza a los ejércitos, su armamento y su simbología como instrumentos para expresar una determinada orientación, reforzar ciertos sentimientos populares o modelar a su gusto algunos aspectos de la opinión pública.

En mis primeras visitas a EEUU, mediados los años cincuenta del pasado siglo, me chocaban aquellos desfiles patrióticos en los que se entremezclaban soldados, armas y cañones con majorettes minifalderas, limusinas que transportaban a los «famosillos» de la localidad y niños de colegios montados en carrozas carnavaleras y agitando sus banderas. Todo ello rociado por confetis y serpentinas que caían sobre los que componían tan extraño cortejo. Se intentaba mostrar, de ese modo, que pueblo y ejército formaban un todo único y bien avenido, ideal democrático a más no poder, venerado por la tradicional «América profunda» que tuve ocasión de visitar. En Vietnam quedó después bien patente el hecho de que una cosa era la deseable imagen teórica de un patriotismo intachable y universal, y otra, la cruda realidad de un país diverso y contradictorio.

También en los mismos años cincuenta, los anuales desfiles de la Victoria que tenían lugar en toda España -y en Madrid bajo la mirada del Generalísimo de los Ejércitos- transmitían otra imagen. Con un ejercito mal equipado, donde conseguir botas para todos los soldados participantes en la ceremonia era a veces un problema de difícil solución, el significado político del acto militar también estaba claro: los ejércitos, triunfadores en la Guerra Civil, eran el principal sostén del régimen político, aunque no inspiraran el menor temor militar fuera de las propias fronteras. Como recuerda el historiador Gabriel Cardona («El gigante descalzo»), en la instrucción del recluta «lo fundamental era aprender a desfilar», porque apenas había munición para enseñar a disparar.

Así pues, estimado lector, cuando contemple en los informativos televisados los desfiles militares por las grandes avenidas de las capitales del mundo, no se esfuerza por identificar las armas exhibidas, comentar su poder destructor o el alcance de los misiles exhibidos: interprete, mejor, el significado político de toda la ceremonia, y acertará.

* Alberto Piris es General de Artillería en la Reserva