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Entrevista a Santiago López Petit sobre "Hijos de la noche" (y III)

«Politizar la existencia es autoorganizar la fuerza de dolor, que esta fuerza se encuentre con la fuerza del anonimato»

Fuentes: El viejo topo

Valga como presentación del autor. «Cobarde no es aquel que está indeciso, no es aquel que duda si seguir hacia delante o no en la desocupación del orden… Cobarde es quien ya, de entrada, prepara un camino de retorno». S. López Petit: «Horror vacui. La travesía de la noche del siglo». Editorial Siglo XXI, Madrid, […]

Valga como presentación del autor. «Cobarde no es aquel que está indeciso, no es aquel que duda si seguir hacia delante o no en la desocupación del orden… Cobarde es quien ya, de entrada, prepara un camino de retorno». S. López Petit: «Horror vacui. La travesía de la noche del siglo». Editorial Siglo XXI, Madrid, 1996, pag. 102.

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Prosigamos si te parece. Del tercer capítulo del libro: «La enfermedad y la filosofía». «En la actualidad, la enfermedad sigue siendo «una peligrosa alteridad», ciertamente, aunque ya no por las razones anteriormente señaladas. Hoy la anormalidad se ha transformado en anomalía. Solo una politización de la enfermedad que recupere su dimensión más existencial podrá estar a la altura de ese desplazamiento.»

Del malestar social se puede hablar empleando datos estadísticos. Por ejemplo, se puede afirmar que en España hay diez suicidios diarios. También se puede añadir, cosa que hasta hace bien poco se negaba, la influencia de la crisis en estas muertes. Creo, sin embargo, que si queremos verdaderamente politizar el malestar social tenemos que aprehender el propio malestar. Entonces el malestar social es un estar-mal. En última instancia, un estar mal con uno mismo. En el libro Hijos de la noche he intentado llevar lo más lejos posible este presupuesto y convertirlo en una condición de veracidad. Introducir el concepto de anomalía en este planteamiento era muy conveniente puesto que me permitía ir directamente a lo esencial. Asumirse como anomalía es atravesar la prueba de la fatiga, o sea, constatar la imposibilidad de vivir por el hecho de no encajar, más exactamente, de no querer encajar en esta realidad. La anomalía, que dice la enfermedad del querer vivir, no consiste en una mera disfuncionalidad que puede ser reconducida sino en otra dimensión de la vida que desafía la Vida. De ahí que la anomalía se presente, simultáneamente, como sombra y emergencia, como crítica de la metafísica y de la movilización global. Ahora bien, toda anomalía justamente porque se trata de una unidad de movilización que se rompe y escapa, es una fuerza de dolor. Asumirse como anomalía significa, entonces, desocupar el lugar de víctima y hacerse con esta fuerza de dolor. Creo que con lo dicho se entiende porque el concepto de anomalía se separa del concepto foucaultiano de anormalidad. Para Foucault, a pesar de algunas vacilaciones, la tríada enfermo-loco-genio sigue siempre funcionando como una especie de hilo subterráneo. Por lo demás, y no hace falta recordarlo, esta aproximación a la «alteridad peligrosa» (son palabras suyas) debe completarse con la referencia a las instituciones disciplinarias que serían las encargadas de someterla. A la anomalía, en cambio, no puede aplicársele ni la tríada anterior ni el horizonte del secuestro. ¿Por qué? Porque el destino de la anomalía no es la exclusión sino sencillamente la desaparición. La anomalía desaparece al ser introducida en un limbo jurídico y sanitario donde es sometida a un juicio que no termina nunca. La sospecha, permanente proyectada sobre ella, debe arrancarle una justificación. La verdad que lleva consigo subvierte no ya la razón sino la propia realidad, y por eso hay que acallarla. En la vida cotidiana, este juicio permanente que busca la culpabilización de la anomalía se traduce a menudo en una frase no dicha que, sin embargo, el enfermo de normalidad oye: «Vive o muere, pero deja de molestar».

Del cuarto capítulo, «La enfermedad como malestar social». «Reivindicar la fatiga como mi propia enfermedad y, a la vez, como el agujero negro que vincula todas estas enfermedades indefinidas y cada vez más extendidas se convierte en una decisión política. La fatiga nombre lo que nos pasa, y también lo que somos. La fatiga está clavada en el corazón mismo del malestar social. Ante ella, la medicina no sabe qué decir. Su mirada simplista se asusta frente a una complejidad que no entiende.»

La movilización global, es decir, la autoreproducción de esta realidad hecha una con el capitalismo, tritura nuestras vidas porque vivir ya no consiste en vivir sino en «tener una vida» que debe gestionarse con éxito. Que el capitalismo hace enfermar ha sido denunciado hace tiempo, «la novedad» reside en que ahora, para adaptarnos a la normalidad, debemos enfermar. De ahí el nombre de enfermedades de la normalidad, y el uso del término fatiga sacado de la física para englobarlas a todas ellas. Fatiga significa «pérdida de la resistencia mecánica de un material, al ser sometido largamente a esfuerzos repetidos». La normalidad es esta vida en movimiento plegada al movimiento de un capital desbocado. Síndrome de fatiga crónica, depresión, sensibilidad química múltiple… «No hay modo de etiquetarlas. Nosotros, en tanto que médicos, no observamos nada. Y ellos, en tanto que enfermos, nunca se mueren» afirmaba un médico que trabajaba en un CAP. La fatiga no describe un síntoma que cabría en el rótulo obvio «cansancio» sino un modo de resistencia que se paga con la vida. Frente a la dualidad «vivir o sobrevivir» opongo, pues, la dualidad «unidad de movilización o anomalía». Tomo una frase de Artaud que es muy útil para clarificar lo que quiero decir. «¿Para qué me sirve a mí una revolución, por estupenda que sea, si yo sigo permaneciendo eternamente sufriente y miserable en mi esqueleto… La única buena revolución es aquella de la que me puedo beneficiar yo, y gente como yo.» (Oeuvres Complètes, Paris, 1976, Tomo. I** pag. 60). La gente como «yo» a la que se refiere Artaud ya es cualquiera. Todo aquel que no quiera engañarse y que se mantenga en pie sin someterse, tendrá problemas con la vida, y esos problemas serán políticos. Todos somos (potencialmente) anomalías. Anomalías eran los que saliéndose de sus roles previsibles (ciudadano, trabajador, etc.) fueron el 15M a las plazas para decir «Basta ya». Lo que ocurrió es que el vacío que abrimos nos dio miedo, y los viejos discursos (retorno de la política nueva que es vieja, el nacionalismo…) regresaron para llenarlo.

Del quinto. «La anomalía y la verdad». «El resultado alcanzado se puede resumir en una breve fórmula: idea = verdad + sentido. Falta un último paso. La idea debe hacerse fuerza material para ser verdaderamente idea. Solo entonces la verdad-desplazamiento desemboca en una idea (verdadera) capaz de actuar sobre el mundo. Con lo que se puede afirmar que, en última instancia, no hay producción personal de ideas. Otra cosa serían los conceptos.»

La frase del libro «Yo sé que estoy enfermo de una enfermedad que me dice la verdad del mundo y de mí mismo» (pág. 23) ciertamente no lo resume, aunque su presencia difusa e insistente en el texto juega un papel fundamental puesto que recuerda la necesidad de construir una posición propia. Frente a la realidad se alza mi querer vivir, frente a la verdad del capital que organiza el mundo opongo la verdad del cuerpo enfermo que se resiste. O lo que es igual, la vida de la anomalía se despliega en lo verdadero porque su hablar es veraz. Asentar esta afirmación requería una cierta teoría de la verdad. Evidentemente, el concepto tradicional de verdad en tanto que correspondencia no me servía, ni la crítica de Heidegger que le lleva a la definición de verdad como desocultamiento (alétheia), como el «mostrarse de las cosas mismas». Y precisamente, porque quería inscribir la verdad en lo que en Espai en blanc habíamos llamado el combate del pensamiento, tampoco podía defender una noción de verdad trágica tal como había hecho Nietzsche especialmente. La verdad trágica postula que el problema de la vida solo tiene una solución estética ya que, en el fondo, el arte es lo único que puede darnos un consuelo metafísico. Retomé, por tanto, el concepto de verdad-desplazamiento que ya había empezado a desarrollar. La verdad es un desplazamiento – un proceso y no resultado – aunque, evidentemente, no todo desplazamiento es en sí mismo una verdad. Para ello el desplazamiento tiene que cumplir unas condiciones que dan a la verdad una dimensión pragmática. La verdad-desplazamiento tiene que dar lugar a una nueva constelación de cuerpos-cosas-palabras en las que el verbo «querer vivir» efectivamente se conjugue. Una constelación en la que el querer vivir deje de estar secuestrado y recupere su ambivalencia. No se trata de un simple aparecer fenomenológico neutro políticamente. La definición de la verdad es desplazamiento o interrupción que libera del sentido común y de la realidad obvia. Por otro lado, el criterio de la verdad, que no puede ser exterior a la definición, es la unilateralización. La unilateralización del espaciotiempo que hace aflorar las relaciones de poder. Digo que la verdad-desplazamiento tiene que liberar, pero esa liberación no hay que verla como un añadir dimensiones a la multirealidad lo que sería absurdo, sino como un sustraer dimensiones. La verdad es vaciamiento de la realidad. Pongo algunos ejemplos de esta verdad-desplazamiento. Si en lugar de autoestima hablamos de dignidad abandonamos el ámbito de los libros de autoayuda que, en el fondo siempre plantean un pacto cobarde con la vida, hacia una posición desafiante; si en lugar de participación hablamos de implicación nos alejamos de una problemática interna al mismo poder, hacia una posición crítica respecto al poder… La verdad es el desplazamiento, más exactamente, la verdad se produce en el momento del desplazamiento. Eso quiere decir que lo verdadero no está eternamente establecido, y que la dignidad o la implicación que aparecían en los ejemplos anteriores, son lo verdadero mientras son lo verdadero. En definitiva, la verdad es la efectuación del desplazamiento, el gesto siempre inacabado de desplazamiento. Pues bien, en Hijos de la noche intento explicar en qué consiste este desplazamiento cuando es el cuerpo, el propio cuerpo enfermo, el que lo efectúa. Esquilo aseguraba que «estamos obligados a padecer la verdad». Yo diría que sí, que la verdad se padece, pero a la vez se conquista. Como una posición en el campo de batalla que es la vida. Por eso la verdad-desplazamiento remite a una solución política y no estética. Y de ahí también que la tríada verdad-sentido-idea tuviera que ser completamente reformulada. Sintéticamente podríamos describir el proceso del siguiente modo: con la verdad-desplazamiento se produce el sentido, o mejor, los sentidos. Y el sentido engloba enseguida la verdad en la medida que ésta se hace fuerza, es decir, idea. La verdad se carga de sentido(s), y sólo entonces, es idea. La verdad es, pues, antes que el sentido. Sin embargo, la verdad se impone gracias al sentido. Así la verdad cargada de sentido se convierte en fuerza. La verdad se hace fuerza en la idea. Una idea no es, en absoluto, un construcción mental, una idea es una toma de palabra que siempre es colectiva… Con lo que, finalmente, desplegar la tríada anterior supone explicar por qué la fuerza de dolor y la fuerza del anonimato se encuentran.

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Al terminar de escribir este libro me quedé vacío, sin palabras. Con unas ganas enormes de desaparecer de una esfera pública en la que no me siento cómodo. Tengo la impresión de que el ruido mediático incesante alimentado por el Sistema de partidos, nos hurta los verdaderos problemas. Después de muchas dudas decidí, por el contrario, luchar para situar lo inactual en un primer plano, para reivindicar la anomalía que es lo intempestivo en su irreductibilidad. Dos hechos, especialmente, me han empujado a intentar esta intervención. Por un lado, comprobar que Hijos de la noche si bien permitía muchas lecturas, texto poético, manifiesto político, canto espiritual a la vida, libro de filosofía… en todos los casos ayudaba a resistirse, a no claudicar frente a la realidad. Por otro lado, me he dado cuenta, después de mi visita a México este verano pasado, y después de dar un curso a maestros de comunidades indígenas, algunos de ellos amenazados de muerte, que hacer del querer vivir un desafío no es la idea delirante de alguien que vive apresado por una soledad impuesta. No, en la sierra cercana a la ciudad de Puebla, en unas viviendas autoconstruidas, aprendí otro sentido de lo que yo decía, mejor dicho, entendí mucho mejor lo que quería decir. «Tú hablas de la noche… Nuestra noche dura ya 500 años. Somos anomalías que se resisten…». Y como me dijo una maestra de Guerrero el último día: «Nos hablas de una desesperación que conocemos bien. ¿Qué es sino nuestra rabia digna?». Tenía razón, porque politizar la existencia es autoorganizar la fuerza de dolor, que la fuerza de dolor se encuentre con la fuerza del anonimato. Y eso sucede cuando los cuerpos de los estudiantes mexicanos diseminados por los suelos dibujan las palabras «Fue el Estado» o cuando nosotros nos negamos a hablar con palabras obvias y cansadas, y nos atrevemos a decir que no nos representan.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes