La ilegalización de la izquierda abertzale y la prohibición de las candidaturas, además de pretender castigar al independentismo, busca también alterar la composición del Parlamento. Quien haga cuentas comprobará que sólo sin la izquierda abertzale es posible una mayoría unionista en la Cámara, pero lo llamativo es la pasividad del PNV ante una trampa de […]
La ilegalización de la izquierda abertzale y la prohibición de las candidaturas, además de pretender castigar al independentismo, busca también alterar la composición del Parlamento. Quien haga cuentas comprobará que sólo sin la izquierda abertzale es posible una mayoría unionista en la Cámara, pero lo llamativo es la pasividad del PNV ante una trampa de la que podría ser el mayor perjudicado.
La Ley de Partidos es el reflejo en el terreno político e institucional del endurecimiento del Código Penal en la lucha contra el independentismo que se dio en 2000 y 2001, tras el alto el fuego del 98, el Acuerdo de Lizarra-Garazi y la ofensiva armada de ETA que siguió a la ruptura de la tregua. El PSOE, cuyos portavoces vascos tuvieron durante algún tiempo el sentimiento de haberse dejado arrastrar por el PP, están aprovechando los instrumentos que les proporcionó el Pacto PP-PSOE firmado por Javier Arenas y José Luis Rodríguez Zapatero con la bendición final del presidente, José María Aznar.
La ilegalización de cualquier expresión política de la izquierda abertzale tiene las excusas de la lucha contra ETA y de que no puede tener una representación institucional normalizada quien no condena el terrorismo. Pero los objetivos reales son otros.
Uno, paralizar a la izquierda abertzale para evitar un verdadero proceso soberanista en Euskal Herria. Para ello se utiliza la represión y el máximo castigo posible, en una combinación de estrategia política y claro ejercicio de venganza (más evidente tras el fracaso del último proceso negociador). El Estado busca neutralizar al independentismo, tenerlo más preocupado de sí mismo y su seguridad que de avanzar políticamente. La estación final sería tratar de forzarlo a una negociación a la baja, de pura subsistencia.
Pero apartar a la izquierda independentista de las instituciones también tiene el objetivo de alterar el juego de mayorías y minorías. Y en el caso del Parlamento de Gasteiz, éste es un movimiento especialmente tentador para Madrid, puesto que suele ser en esta institución donde con mayor asiduidad se producen pronunciamientos cuestionando el marco actual. Y hay un dato inapelable: hoy por hoy el unionismo español sólo puede ser mayoritario en Gasteiz desde la exclusión de la izquierda abertzale. En eso las matemáticas no engañan.
Tanto Xabier Arzalluz como Joseba Egibar, entre otros, suelen repetir que a Jaime Mayor Oreja y José María Aznar les entró el canguelo cuando vieron a Josu Urrutikoetxea votar por Juan José Ibarretxe. A estas alturas, y visto el final que han tenido los envites políticos de Ibarretxe, sería cuestionable pensar que en algo pudiera atemorizar a Madrid. Sin embargo, es evidente que el hecho de que el nacionalismo institucional tradicional del PNV y la izquierda independentista puedan llevar a cabo una actuación conjunta (concertada, casual o forzosa, según el momento) en un ámbito institucional como el Parla- mento de Gasteiz es una variable política que el Estado tiene que tratar de neutralizar.
Por otra parte, en el intento fallido de 2001, el tándem Mayor Oreja-Redondo Terreros, la entente PP-PSOE, comprobó los límites electorales del unionismo al quedar a seis escaños de la mayoría absoluta. El presidente del Gobierno, José María Aznar, dijo que la «alternativa de la libertad» no había vencido porque la situación «aún no estaba lo suficientemente madura» para recibir el mensaje del cambio, a lo que añadió que ganaría «en su momento, como ha estado a punto de serlo en estas elecciones».
Pese a las palabras de Aznar, PP y PSE no estuvieron a punto de ganar. Quedaron a apenas un escaño de la coalición PNV-EA, pero lejos de la victoria, puesto que EH obtuvo siete y EB tres.
Arzalluz y Egibar han mantenido que el perfeccionamiento de la alternativa que propugnaba Aznar para el futuro consistía en dejar fuera del juego electoral a la izquierda abertzale, única forma de que el objetivo de la victoria unionista sea factible. Puede ser.
Esto se observa con claridad en las elecciones de 2005. PNV, EA, EB y Aralar suman 33 escaños. Los mismos que ya alcanzan PSE y PP. El elemento de distorsión para el unionismo es el de Ezker Abertzalea con sus nueve escaños.
Uno de los objetivos de impedir la presencia de la izquierda abertzale en este momento es, precisamente, alterar la composición del Parlamento. Ya que sigue resistiendo políticamente y no se desmorona suplicando una negociación a la baja, al menos el Estado puede hacer que sus partidos sumen mayoría en la Cámara.
Siendo esto así, llama la atención de que una de las fuerzas que, en teoría, puede resultar más perjudicada, como es el PNV, apenas levante la voz ni adopte medidas eficaces para evitar lo que no es más que una evidente trampa electoral en el terreno de juego de las instituciones que gobierna. A lo más, se queja Iñigo Urkullu que ETA y el PSOE les hacen una pinza, quedando como el único defensor a estas alturas de la teoría de que la izquierda abertzale no quiere estar en el Parlamento.
Una de las razones de esta complacencia del PNV habría que buscarla en su estrategia para los próximos años. Sus cálculos pasan por ganar las elecciones a Patxi López y, probablemente, formar un gobierno en minoría que legisle llegando a acuerdos con el PSE (nada muy distinto de lo que ocurre ahora). Y para ello tendría que tener, al menos, un pacto de caballeros para que, en caso de que López quede segundo, no se apoye en el PP para desbancar a Ibarretxe. Y en ese escenario de vuelta a los tiempos de Ardanza -aunque seguramente sin pactos escritos- lo mejor es que el Parlamento sea muy similar a los de aquella época, sin la izquierda abertzale. Entonces, porque no iban casi nunca, ahora porque les prohíben ir.
Y la búsqueda de esa comodidad para seguir haciendo tratos con el PSOE bien le merece al PNV aceptar un Parlamento amañado donde nadie con masa crítica suficiente pueda condicionarle desde el abertzalismo o, al menos, sacarle los colores.