Este año hemos conmemorado el 21 de marzo, Día Internacional contra el Racismo y la Xenofobia, sin mucho que celebrar respecto a la igualdad de derechos. Inmersos en una coyuntura de crisis, 2009 y lo que llevamos de 2010 han estado marcados por la criminalización a las personas inmigradas. Desde diferentes instancias se sugiere que […]
Este año hemos conmemorado el 21 de marzo, Día Internacional contra el Racismo y la Xenofobia, sin mucho que celebrar respecto a la igualdad de derechos. Inmersos en una coyuntura de crisis, 2009 y lo que llevamos de 2010 han estado marcados por la criminalización a las personas inmigradas. Desde diferentes instancias se sugiere que la población inmigrada sobra, que es una amenaza para el estado del bienestar, para la seguridad colectiva, para la democracia y los valores occidentales.
En este contexto de recesión económica, que está afectando con mayor virulencia a los sectores más desfavorecidos de la población, los respectivos gobiernos y administraciones reaccionan en cambio promoviendo políticas encaminadas al recorte de los derechos y el gasto social. A quienes causaron la actual crisis no sólo no se les exigen responsabilidades, sino que son subvencionados con dinero público. Mientras tanto, a la población inmigrante -presentada como necesaria en tiempos de bonanza económica- se la desecha, persigue y criminaliza. Las propias instituciones potencian en sus discursos que afloren los prejuicios xenófobos, dado que la opinión cada vez más popular -y desmentida por los datos- de que las y los inmigrantes acaparan ayudas sociales es una buena cortina de humo para que la ciudadanía no se centre en el problema real: la escasez de recursos que se destinan a los derechos sociales.
Las personas inmigradas, además de sufrir más que nunca el racismo social e institucional, se encuentran más indefensas, expuestas a una doble precariedad: a la común a la clase trabajadora se le suma la derivada de las restricciones que impone la Ley de Extranjería, la cual impide la posibilidad de regularización. Una triple discriminación en el caso de las mujeres, empleadas buena parte en uno de los sectores menos visibles y regulados: el trabajo doméstico. Todo ello conforma un marco inmejorable para la explotación laboral. Esta indefensión, en cambio, no hace sino acentuar una actitud hostil entre el resto de la población que la ve como competencia y caldo de cultivo perfecto para que explote el racismo social.
Los discursos políticos son determinantes en esa situación: pueden actuar con responsabilidad y sensibilizar contra el racismo o aprovechar el descontento social ante la crisis para utilizar a la población inmigrada como chivo expiatorio. Lamentablemente, el Gobierno español ha optado por lo segundo. A finales de 2009 se aprobó la reforma de la Ley de Extranjería, la cual no sólo endurece la anterior normativa, sino que se basa en una filosofía -la de adaptar el fenómeno migratorio a la situación económica española- que deshumaniza a las personas inmigrantes, tratándolas como mera mano de obra. Desde la Ley, y más aún con la circular secreta lanzada por el Ministerio de Interior, se intensifican las detenciones y las expulsiones de quienes sólo han cometido una falta administrativa: estar sin papeles. Por si fuera poco, no sólo se trata a estas personas como delincuentes, sino que se persigue también la solidaridad para con ellas.
Las identificaciones y detenciones indiscriminadas en función del origen son el pan nuestro de cada día, como se puede ver a diario en las calles de Bilbo. En los últimos meses han sido varios los consistorios vizcainos (Basauri, Bilbo, Barakaldo, etc.) en los que se ha utilizado la Ley de Extranjería y la petición de actuación a la Policía Nacional para la resolución de problemas sociales. En pocas palabras, han tratado de quitar de en medio a personas que vivían en exclusión social, colaborando en la apertura de órdenes de expulsión que perpetúan su estancia irregular e intensifican la amenaza constante de expulsión o ingreso en un Centro de Internamiento.
Esta criminalización afecta especialmente a colectivos como los jóvenes migrantes no acompañados -estigmatizados a más no poder y cuya tutela es cesada abruptamente por las instituciones, dejándolos desamparados y a menudo sin papeles- o los vendedores de top-manta. Recordemos que son cerca de un centenar las personas encarceladas por vender CD, por lo cual nos sumamos al movimiento de despenalización «Ningún mantero en prisión».
En definitiva, nos encontramos con que las instituciones alientan y otorgan un marco jurídico al racismo social, dividiendo a la clase trabajadora y desviando la atención de las verdaderas razones de la actual crisis económica. Ya hemos empezado a ver las consecuencias a nivel local, como por ejemplo en los diversos municipios -siendo Vic el caso más sonado- que han intentado negar a las personas sin papeles su derecho a ser empadronadas.
Las políticas del llamado Primer Mundo niegan a las personas el derecho a migrar normalizadamente, las cuales seguirán migrando digan lo que digan las leyes. La pretensión de regular los flujos migratorios blindando las fronteras europeas y externalizando los controles policiales sólo logra convertir a las personas en clandestinas y aumentar su sufrimiento a base de políticas represivas, antihumanas y racistas.
El 21 de marzo ha sido una fecha para denunciar el racismo, pero también queremos que sea una oportunidad para hacer un llamado a la solidaridad y celebrar que, pese a todo, no somos pocas las personas que seguimos luchando a favor de la igualdad efectiva de derechos. Lo haremos saliendo a las calles de Bilbo, el día 27 de marzo, bajo el lema «Kriminalizaziorik ez! Por la igualdad de derechos y de trato». Animamos a que se sume toda persona que comparta nuestro afán por construir una sociedad más abierta, diversa, solidaria y libre.
Ainhoa Madariaga es integrante de SOS Racismo-Bizkaia y de la plataforma Herria Abian
Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20100322/189571/es/Por-igualdad-derechos-trato