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¿Por qué hay que estar orgulloso de ser español?

Fuentes: Rebelión

«Ser español, un orgullo; ser madrileño, un título». Así reza una pegatina que todos hemos podido leer alguna vez en la trasera de ciertos vehículos (sobre todo taxis, ignoro el porqué de esta peculiaridad). Imagino que hay pegatinas similares con nombres distintos en casi todas las ciudades y en casi todos los países del mundo. […]

«Ser español, un orgullo; ser madrileño, un título». Así reza una pegatina que todos hemos podido leer alguna vez en la trasera de ciertos vehículos (sobre todo taxis, ignoro el porqué de esta peculiaridad). Imagino que hay pegatinas similares con nombres distintos en casi todas las ciudades y en casi todos los países del mundo. Los nombres variarán, pero la motivación es idéntica en todos los casos: el nacionalismo, esa enfermedad que es a la vez una demostración tajante de que en los enfrentamientos humanos no pesan tanto las ideas (porque el nacionalismo es siempre la misma idea) como las emociones primarias: lo que importa, lo que puede provocar una bronca de hooligans o una guerra mundial, es el detalle. Madrid o Barcelona, España o Burundi.

El madrileño o el londinense de pro estarán convencidos de que ser español o inglés, respectivamente, es motivo de orgullo, e incluso de que el hecho de haber nacido en tal o cual ciudad (suceso casual que no requiere esfuerzo ni decisión ni responsabilidad) representa nada menos que un título.

¿Hay alguna razón que justifique tal orgullo? Ya imaginarás que la respuesta a esta pregunta es «no». Pero, a diferencia del nacionalista, que en realidad no necesita justificar nada porque las emociones no tienen justificación, yo sí diré por qué no ha lugar a ese orgullo que a lo largo de la historia, sobre todo en los últimos doscientos años, no ha traído a nuestra especie más que estupidez, dolor, sangre, destrucción y enormes decepciones deportivas.

El primer motivo del orgullo nacionalista es el nacimiento: uno nace en un lugar determinado y esto, al parecer, impregna al individuo con una deuda impagable, eterna, de gratitud y respeto hacia esa tierra donde empezaron sus días. Este «argumento» es insostenible por su propia naturaleza casual. Sin embargo, es el factor esencial del nacionalismo, porque en él reside casi toda su potencia emotiva. Lo vemos en el emigrante que se gana la vida en una tierra de adopción, digamos… el frutero de tu barrio, que viene de otra provincia o de otro país. Entre kilo de naranjas y kilo de manzanas no te ahorra declaraciones de amor a su patria chica, ésa de la que tuvo que marcharse huyendo del hambre, de la miseria, de la opresión o de todo a la vez.

Por si la casualidad de nacer no fuera suficiente, el nacionalismo suele recurrir a otros motivos. El principal, la Historia con mayúsculas, que trasciende el hecho biográfico del individuo y hace un llamamiento, también más emotivo que racional, a la conciencia colectiva del grupo, con todos sus mitos y su épica. Mitos y épica, por cierto, que suelen ser poco o nada conocidos por los más entusiastas a la hora de agitar las banderas.

La historia de las naciones, cuando no es casi inexistente (el caso de la mayor parte de los países actuales, surgidos del imperialismo europeo, cuya trayectoria se limita a la invasión inicial y la parcial descolonización posterior), suele consistir en un reguero de crímenes que difícilmente pueden enorgullecer a quien reflexione con atención sobre el asunto. Esto es válido para cualquier país, y más en el caso de España. Si observamos su historia con detalle, se llega a la conclusión de que la única aportación notable de España a la historia del mundo es la destrucción de las civilizaciones y pueblos de América, hecho poco digno de alabanza. El resto de la asignatura son derrotas militares, guerras civiles y gobiernos incompetentes que, como todo legado, dejan un país fallido al cabo de cinco siglos de una historia accidentada y más bien poco gloriosa.

(Nota: cinco siglos, sí, nada más. Aunque al historiador español de turno le gusta prolongar la historia de España hasta el Big-Bang, no hay «España» antes de los Reyes Católicos. Y esta es otra falacia clásica del argumentario nacionalista: falsear, inventar, alargar e idealizar la historia.)

Si el nacionalista decide informarse y comprende que la historia de su país es vergonzosa (y todas lo son), le queda otro recurso: los grandes hombres. El solar patrio habrá producido inexorablemente algunas lumbreras de las artes y de las ciencias, y esto, qué duda cabe, es causa objetiva de orgullo. ¿O no es así? Pues no. Sin entrar en detalles sobre la calidad humana de esos personajes o incluso sobre el auténtico valor de sus logros, lo que sea que hayan conseguido es motivo de orgullo, sí, pero tan sólo para ellos mismos, que son los artífices. Gloria personal. Los demás, no orgullosos, pero sí agradecidos por la belleza o utilidad de sus ocurrencias, no deberíamos ni plantearnos bajo qué bandera se alumbraron. Menos aún siendo españoles, nativos de un país nulo en ciencias, pobre en filosofía, mediocre en el teatro, ocasional en la literatura y bastante parco en las artes, con la ligera excepción de la pintura al óleo.

(Otra nota: pues sí, esta es otra conclusión a la que se llega con facilidad cuando se escarba en la paupérrima historia de la creatividad española. Pero no desesperemos, no es mucho mejor en los demás países.)

Podríamos hablar ahora, qué menos, del folclore, pero en la sociedad globalizada, es decir, aculturada, de la que España es vanguardia, las tradiciones (dudosas la mayor parte de ellas), apenas tienen vigencia fuera del cartel turístico. En el caso de España, el súbdito promedio viste como un americano, come como un americano y le gustaría hablar como un americano. En realidad le gustaría ser americano, es decir, estadounidense, de Alabama o Wisconsin, lo cual, por cierto, parece chocar bastante con la exaltación nacional-futbolera típica de los últimos tiempos. Pero no choca, porque el nacionalismo carece de la virtud de la coherencia.

¿Qué queda, en fin, que justifique la pasión nacionalista? Pues apenas nada, o quizá mucho: la víscera, la furia territorial del lagarto que vive bajo el córtex cerebral. Sólo así, por el gen, por el complejo desequilibrio orgánico que mezcla bajo nuestros cráneos al reptil predador, al mamífero acomplejado y al humano racional, se puede explicar la locura que con frecuencia invade los ánimos cuando alguien sacude una bandera. Pero para esto está, precisamente, el raciocinio, que lucha en inferioridad de condiciones con los instintos.

El nacionalismo, como la religión, remite a los más primarios de esos instintos y apela al miedo esencial. Estos son factores muy poderosos. Como la religión, el nacionalismo ofrece también consuelo. Para millones de personas troqueladas por la educación estandarizada, convertidas en piezas de una máquina infernal llamada «sociedad», privados de expectativas, de estímulos y de creatividad, el nacionalismo proporciona la falsa tranquilidad de la fe, la creencia de que uno forma parte de algo superior, trascendente. Pero en esto el nacionalismo, como la religión, miente, y por eso ambas manías son tan dañinas y destructivas.

Las banderas no deberían tener más uso que servir de mortaja a sus idólatras. Y si aún sobraran, no se me ocurre para las enseñas un uso mejor que el de felpudos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.