1.- Las elecciones como rituales Los períodos electorales, las llamadas «campañas», son los momentos más señalados para la reproducción de la legitimidad de los regímenes democráticos. Esto pasa, por supuesto, por la elección de nuevos gobiernos o revalidación de los que han venido gobernando. Pero es más que esto, y más importante quizá, sobre todo […]
1.- Las elecciones como rituales
Los períodos electorales, las llamadas «campañas», son los momentos más señalados para la reproducción de la legitimidad de los regímenes democráticos. Esto pasa, por supuesto, por la elección de nuevos gobiernos o revalidación de los que han venido gobernando. Pero es más que esto, y más importante quizá, sobre todo cuando el turno de los sucesivos gobiernos salidos de las elecciones no supone una ruptura brusca de las filosofías y estrategias políticas. Las elecciones son, ante todo, la fórmula establecida por estos regímenes para obtener el consenso de la ciudadanía, de la nación o pueblo nacional, el ente del que emana la soberanía, según se proclama en mayúsculas en sus cartas fundacionales, las constituciones. Esta última dimensión hace que sean siempre importantes, aunque las diferencias entre el gobierno saliente y el entrante resulten difíciles de encontrar. Porque aún en estos casos las elecciones mantienen su calidad de actos simbólicos de aclamación del régimen (democrático).
Pues bien, en todas las instituciones conocidas de las diversas sociedades, las cosas importantes que ocurren en su seno en orden a su mantenimiento, renovación, transformación, etc., ocurren por medio de rituales, con la sola excepción de invasiones y guerras. Los estados llamados democráticos no son distintos en esto: ciertamente, las elecciones son un ritual, el ritual más importante de estos estados, pues es por medio de ellas que la dirección política y la élite que la constituye obtienen la aceptación de la ciudadanía, el sello de legitimidad que les permitirá presentar sus decisiones como decisiones democráticas, queridas o, incluso, buenas para el pueblo.
Es lo propio de todo ritual provocar efectos bien concretos sobre el estatus y la posición de las personas y los colectivos concernidos en base a la activación e interacción de símbolos. Es decir, en los rituales, los escenarios, los tiempos y el modo de aparición de personas, objetos, indumentarias, etc. expresan más de lo aparente, cifran contenidos con cierto grado de ambigüedad y polisemia (símbolos) que conviene saber leer. Vamos a hacer justamente esto con algunos de los símbolos que entran en acción en ese gran ritual de los regímenes democráticos que son las elecciones. Ello con vistas a ofrecer una explicación de la oportunidad y eficacia política alcanzada por el movimiento 15-M.
Ciertamente, su irrupción en el espacio público durante 2011 es un hecho de enorme relevancia simbólica (y, por tanto, política), pues ha venido de algún modo a «trastornar» el ritual electoral, lo que no tiene precedentes en el régimen democrático español. Otras acciones simbólicas en el curso de los rituales electorales han sido de un tipo muy diferente: acciones violentas protagonizadas por grupos armados, más o menos aislados, campañas pidiendo la abstención activa auspiciada por colectivos libertarios, autónomos o de la izquierda radical o llamamientos al boicot al proceso electoral como medida de protesta de determinados colectivos sociales que sufren una problemática concreta. Pero toda la estrategia de aparición pública de las personas y entidades aglutinadas en torno al 15-M expresa simbólicamente una inequívoca posición de resistencia y denuncia no-violenta.
En los rituales no hay actores, en el sentido que este término tiene en el teatro, cine o deporte, sino participantes o ejecutantes. Así también en el ritual electoral: todos intervienen, tanto los que permanecen en sus casas en todo momento y no votan, como los que asisten a todos los mítines, leen todos los programas, defienden públicamente un voto y votan, como, por supuesto, los que se postulan a «representar» a la ciudadanía. Cada ciudadano es un ejecutante en el ritual electoral. Incluso los observadores exteriores lo son: no son gente que pasa por allí, son los invitados especiales del estado que celebra el ritual, mediadores relevantes de cara a revalidar o reforzar su reconocimiento como actor democrático en la geopolítica internacional. Por tanto, en un sentido fuerte al menos, no hay espectadores, gente que asiste pasiva a una actuación y desde fuera, que puede detenerse a mirar o seguir adelante y desentenderse de aquello. El viandante que sigue de largo y deja atrás la actuación de los cómicos desaparece enteramente desde la perspectiva de estos. Ningún ciudadano puede desentenderse del ritual electoral, pues le concierne e interpela, quiéralo o no, porque es ciudadano en acto, haga lo que haga; y de alguna manera lo sabe: sabe que permanecer en casa es una manera de participar. Lo mismo que sabe respecto del teatro que su condición de espectador es sólo en potencia, que se realiza a condición de asistir al acto teatral. En definitiva, el ciudadano que se queda en su casa está participando en el ritual igual, con la misma relevancia de quien da los mítines, los escucha y vota.
Se dirá que no es lo mismo permanecer en casa que interesarse, informarse, participar, apoyar a estos o aquellos, votar. Ciertamente, todas esas son posibilidades alternativas que tienen consecuencias políticas diferentes: dilucidan si gobernarán estos o aquéllos, en mayoría, en minoría, etc. Pero esto ocurre en uno de los planos de significación que son activados en el ritual electoral, el plano que ha venido siendo más visible en las contiendas electorales españolas hasta 2011. El plano que discrimina después a todos los que antes han expresado ritualmente su aceptación del régimen democrático establecido y de la norma electoral instituida para discriminar gobierno y oposición en el régimen. Es decir, el plano en el que juegan todos los que, al hacerlo, legitiman el régimen, todos los que, como habría dicho Maurice Duverger (Sociología de la política), luchan dentro del régimen.
Pero el ritual electoral activa diferentes planos, pone en interacción otros símbolos, o los mismos, pero significando en su diferente interacción contextual cosas diferentes. Señaladamente, como decíamos, hay un antes, un plano previo en el que quedan conjuntados todos los que después se distinguirán por asistir, no asistir, no votar, votar a éstos o aquéllos, etc. En este plano previo, todos al unísono, aceptan, o mejor, aclaman al régimen y sus procedimientos rituales. Es éste el plano, fundamental, en que las elecciones son el gran ceremonial de legitimación de los regímenes democráticos: si no hay razones para sospechar que se ha falsificado el escrutinio, permite presentarse a los gobernantes como el gobierno del pueblo, y sus decisiones como las decisiones (de los representantes) del pueblo. La sanción ritual, con su correlato legal [1], marca todo el tiempo político posterior hasta un nuevo ritual, de manera que si, en el intervalo, estos o aquellos ciudadanos, individual o colectivamente, cuestionan o rechazan las decisiones del gobierno o al propio gobierno, se entenderá por todos los que aceptan el ritual y aclaman al gobierno de él salido que no son demócratas, que cuestionan el gobierno del pueblo, o incluso que están contra el (gobierno del) pueblo.
Porque los rituales, todos, también éstos electorales, comprometen a quienes los ejecutan, quiéranlo o no, sépanlo o no. Como el ritual electoral convoca a toda la ciudadanía, toda ella queda comprometida con su resultado en todo el intervalo hasta la siguiente celebración. Si no de modo explícito, como en el ritual de la boda católica, cuando, en el curso de la liturgia, el oficiante enuncia las palabras «si alguien tiene algo que oponer a esta celebración que lo manifieste ahora o calle para siempre», de modo implícito, todo ritual ofrece esa posibilidad, también estos electorales. En el lenguaje simbólico del ritual, el silencio es con frecuencia igual de anuente que la aprobación explícita que se expresa en gestos, palabras, vítores, etc.; no puede ser otra cosa que un silencio cómplice, pues callar es conceder.
Y como plantea Roy Rappaport (Ritual y religión), lo relevante simbólicamente -por tanto, políticamente- es la anuencia o aceptación, no tanto la creencia, porque ésta es privada y relativamente irrelevante como base de los entramados institucionales, mientras que la aceptación -aclamación- es un acto público, que clasifica, que «retrata» a los convocados y concernidos, asignándoles roles y estatus en los entramados institucionales, en este caso, la comunidad política del estado. Todo ello, por supuesto, aun en silencio y sin salir de casa.
Sabemos también que la denuncia de un ritual puede ser ella misma absorbida ritualmente, que es lo que han encontrado los antropólogos tantas veces en lo que llaman «rituales de rebelión» (Max Gluckmann). Con todo, las perturbaciones en las ceremonias, cuando son acontecimientos nuevos, son hechos disruptivos y pueden provocar crisis institucionales, especialmente si el ritual queda frustrado. No es de extrañar que las perturbaciones causen en oficiantes y partícipes en general inseguridad y estados de inquietud, zozobra, miedo, etc. Como si un antiguo novio denunciase el casamiento ante el altar. Algo así, aunque salvando las distancias, han hecho las personas indignadas del movimiento 15-M durante los rituales electorales acaecidos en 2011.
2.- Simbolismo político del movimiento 15-M
El movimiento 15-M, también llamado el «movimiento de los indignados», irrumpe por primera vez en las calles y plazas el 15 de mayo de 2011, en plena campaña de las elecciones municipales, y cobra protagonismo de nuevo en la campaña a las elecciones generales de noviembre del mismo año. Su irrupción en medio de los rituales electorales no ha sido casual, o lo fue sólo en los primeros momentos, porque sus integrantes pronto percibieron el enorme potencial de significación política de sus movilizaciones, por producirse en medio del ceremonial electoral.
La gente indignada «se cuela» en el curso previsible del ritual y lo perturba profundamente, a pesar de que los medios de formación de masas (impropiamente llamados «de comunicación») intentaran, primero obviarlos, después minimizar su significación -o directamente proceder a su demonización- y, sobre todo, procurar que las audiencias no desviaran su atención de las consignas y eslóganes de los jefes de los partidos, cuando en las conversaciones de la calle, en todos los sectores y lugares, de lo que se hablaba, bien o mal, era de la irrupción del movimiento y su toma de las plazas. El efecto sorpresa ha sido importante, ciertamente, pero por el intenso simbolismo logrado. Tanto que su influjo ha trascendido las fronteras españolas, sumándose al efecto logrado por las movilizaciones de la llamada «Primavera árabe».
Y es que el movimiento 15-M ha roto la aceptación generalizada, vale decir unánime, que hasta el momento existía, respecto de la validez de los procedimientos electorales para que los señalados por las urnas fueran, automática y efectivamente, los representantes del pueblo. El grito «no nos representan», coreado en las plazas y las avenidas esos días, era la denuncia, masiva, jovial, pero inequívoca, de ese automatismo no cuestionado antes de que los salidos de las urnas, especialmente las grandes formaciones que se disputan la posibilidad real de gobierno -léase PP, PSOE, CiU y PNV- sean por ello los representantes del pueblo.
Y las asambleas habidas en las plazas son, antes que un procedimiento de organización de las acampadas y de toma de decisiones, un gesto cargado de simbolismo, y en ello ha estado probablemente su mayor eficacia, con no ser poca la demostrada en lo organizativo y resolutivo: surgen casi espontáneamente en todas las plazas, con una espacialidad carente de centro y radialidad, sin coro de palmeros y vitoreadores, más deliberativas que resolutivas, alérgicas a las parrafadas, con procedimientos rotativos y horizontales de asignación de cometidos. Es decir, lo inverso de los mítines, con su escenografía centrada, las parrafadas y monólogos del oficiante, cerradas en palmas y vítores de todos los demás que ocupan los extremos del haz radial con centro en él.
Ciertamente que la gente que ha salido a la calle para sumarse al movimiento 15-M lo ha hecho por muchas razones, difíciles de conjuntar, pero entre los motivos aglutinantes de las diversas tendencias y sensibilidades, es destacable el cuestionamiento, incluso el rechazo de las reglas de juego de lo que Manuel García Pelayo llamó la partitocracia. La ocasión mejor para expresarlo eran los rituales electorales, que, si alguna vez fueron otra cosa, hace mucho que vinieron a ser ocasiones simbólicas de mostración y legitimación del monopolio de la palabra por los (grandes) partidos. El 15-M es un nuevo actor colectivo que irrumpe ahí, no necesariamente contra los partidos, pero sí al margen de ellos, a perturbar el protagonismo de esos grandes oficiantes y a disputar su soliloquio mediático. Y no cabe duda que han forzado una ruptura simbólica de gran calado político.
Prosigamos con la lectura del simbolismo electoral: el orden ritual establecido y hasta 2011 no contestado en el Estado español prescribe que, en campaña electoral, cada ciudadano ha de retirarse a su casa para dejar expeditas todas las plazas y todos los foros a los jerarcas partitocráticos, para que sea su palabra la única que se escuche en la arena política, simplificada hasta el extremo del eslogan y la consigna, pero amplificada fabulosamente por los medios de formación de masas, entregados casi sin disimulo a la labor servicial de amplificadores de aquéllos. Este ceremonial, que el discurso canónico u oficial llama «de participación», sólo admite que la ciudadanía se haga presente en las plazas durante las campañas si lo hace, disminuida ya hasta la infantilidad, en condición de figurantes mudos y palmeros de bocadillo por cuenta del partido.
Y hete que cuando ya todo estaba preparado para el comienzo del ritual llamado «campaña electoral», irrumpen en las plazas y las calles, sorpresiva y festivamente, gentes de muy diversas procedencias, colectivamente, hablando, debatiendo, sin voceros, sin palmas ni bocadillos de catering, sin autobuses fletados por la organización. Y se convierten en protagonistas y desplazan a los partidos y a sus líderes a una sombra angosta que los focos de los medios no lograban disimular. Las movilizaciones y las acampadas son un éxito de participación y en ellas crecen al calor del gentío y bullen jocosos mil descontentos largamente silenciados y casi ahogados de tan aislados.
El éxito de las movilizaciones, su oportunidad y su incrustación estratégica en medio del simbolismo de las elecciones, ha favorecido que el episodio alcance un estadio nuevo, el de un movimiento social que ha comenzado desde primera hora a articularse y se proyecta con voluntad de continuar y crecer. Sea que continúe o se atenúe y desaparezca, es un precedente y constituye ya un episodio histórico.
Como movimiento social que es, su contenido es plural y su articulación débil y flexible. Pero estos atributos hacen al 15-M sólido y, sobre todo, ancho, como los ríos caudalosos, que eso parecían las manifestaciones vistas desde los helicópteros de la policía; ancho también como nuestras plazas, rescatadas estos días del ruido, la publicidad y el tráfico. Y, por ello mismo, capaz de acoger múltiples descontentos, disímiles, heteróclitos incluso, pero que han encontrado hasta ahora cómoda ubicación en el vocerío plural.
3.- 15-M: movimiento constituyente
Un aspecto destacable del movimiento 15-M, novedoso también, ha sido la ausencia en su seno de todo tipo de organizaciones políticas y sindicales. Cuando afiliados y militantes de éstas han querido estar ahí, lo han hecho como ciudadanos indiferenciados. Y ha sido tan manifiesta la oposición a las grandes organizaciones políticas (las sindicales también lo son), que se ha hecho extensiva a todas, también a las minoritarias que quisieran llegar a ser grandes. Es tanta la oposición que los líderes y rostros más conocidos han optado prudentemente por quedarse en casa en las convocatorias y acampadas; ellos que tan acostumbrados están y tan cómodos se sienten disfrutando del monopolio de la voz en un espacio público acallado para ellos.
También en esto apreciamos el juego de inversión simbólica logrado por el 15-M: las pacíficas avalanchas de ciudadanos y ciudadanas camino de las plazas, indiferenciados, portando pancartas y consignas de elaboración propia y coreando agravios individual o grupalmente, parecían querer-nos expresar-nos que allí iba una ciudadanía huérfana en demanda de fórmulas o instituciones realmente representativas («Democracia real ya») que reemplazaran a las existentes, prostituidas. Pero demanda a la propia ciudadanía, no a cualquier instancia de poder institucional. Porque no se han visto en las movilizaciones y acampadas pancartas que interpelaran o exigiesen nada de cualquier poder constituido, como es lo propio de las marchas que terminan -o de las concentraciones- ante la sede de las instituciones de gobierno. Las pancartas y los coros, conceptistas y plenos de ingenio, estaban allí para llamar a la conciencia de los que allí estaban, de los que allí se constituían en ciudadanía indignada que no reconoce a quienes dicen representarles. En este sentido, destaca el hecho de que las concentraciones se hayan producido en los centros neurálgicos, en las plazas que condensan una fuerte carga simbólica en el imaginario ciudadano, y aunque en algunas de ellas se encuentran sedes de gobierno importantes, ésta no ha sido la causa de la elección del lugar de concentración. En fin, porque el 15-M ha expresado una voluntad constituyente; ha logrado articular por primera vez el grito indignado de toda esa ciudadanía, no apolítica (oxímoron imposible) sino irrevocablemente política, pero desafecta de esta política realmente existente. El 15-M es un movimiento por la repolitización de la ciudadanía.
Por eso mismo que el 15-M no es un movimiento sectorial, que se centra en esta o aquélla problemática. El gentío de las plazas ha dado la espalda a las instancias públicas y ha ido a reunirse a las plazas más populares y concurridas, donde no están las autoridades, pero no lo ha hecho para tratar ésta o aquella cuestión, sino reclamando revitalizar derechos ciudadanos y participar efectivamente en el devenir de la cosa pública. Eso conlleva, necesariamente, denunciar la usurpación de ésta perpetrada por las élites partitocráticas, financieras y mediáticas. Eso significa «no nos representan».
Si ha tratado este o aquel problema en las asambleas, incluso si ha elaborado libelos de exigencias, que pudieron verse esos días en los espacios de las improvisadas asambleas y circulando por la red, fue, más que para iniciar un plan de acciones, para señalar, en el lenguaje de los símbolos, que allí estaba la voluntad popular. Porque la pluralidad y fuerza del 15-M está en qué no dice qué hay que hacer, sino que, lo que haya de hacerse, tendrá, tendría que ser con la participación efectiva del común de la ciudanía.
4.- En adelante
Toda esa gente plural que ha salido a las calles durante las campañas electorales y ha hecho de las plazas aquello para lo que fueron concebidas, espacios para hablar y debatir, no lo ha hecho por cualquier razón contingente, sino por una posición crítica con el régimen partitocrático y su ya indisimulada prosternación ante los jerarcas de los mercados. Su desafección del régimen viene de lejos en no pocos casos y está acrisolada. En otros muchos es reciente, como lo es todo en la juventud, pero por eso más entusiasta e impulsiva. No es probable que entre los viejos ni entre los jóvenes, que tan cómodamente han marchado juntos en estas movilizaciones, revierta el descontento y posición crítica ante el régimen. Pero eso sí: unos y otros han convergido por primera vez en las plazas, como en riada, en la ocasión señalada en que el ritual electoral prescribía que debían permanecer en sus casas reflexionando en silencio, aislados. ¡Que no se pierdan las fuerzas y los cauces que han hecho posible esa riada!; si es verdad que a tanta gente importa nuestro mundo y nuestro destino común como para dejarlo en manos de los políticos de profesión, esas riadas deben continuar, con su irrupción heterodoxa, disruptiva, y con especial énfasis durante los períodos electorales. Todas las sensibilidades y entidades que, desde una posición pacífica y plural, quieren modificar, transicionar, revolucionar, derribar el régimen establecido, realmente no democrático, deben mantener unidas sus fuerzas para repetir esa eclosión ciudadana que rompa el monopolio de la palabra por los jefes de los partidos, como se ha logrado en las últimas elecciones.
Pero los movimientos sociales deben evolucionar, disponerse a hacer efectivas sus propuestas, lo que constituirá una prueba de fuego, ya que, inevitablemente, comportará el distanciamiento de unos y otros según su diferente diagnóstico de los problemas de la res pública. La alternativa es el estancamiento, que supone la muerte del movimiento. No sería mala -proponemos humildemente- la estrategia de que el movimiento evolucionara procurando compaginar dos flancos:
Perseverar por un lado en su irrupción pacífica, bulliciosa, festiva incluso, en los rituales electorales, porque ahí impugna y desacredita el soliloquio de las élites y los anunciantes, reivindica el derecho a la palabra pública y común y permite experimentar la «communitas«, la fuerza de la comunión de la gente plural, lo común que las une por debajo de sus diferencias. Para eso, todas las entidades y sensibilidades alternativas tendrían que seguir apostando por sumarse al río caudaloso que suponen las movilizaciones, incluso diluyendo su identidad particular en el magma común indignado con la partitocracia y la caterva de rentistas y especuladores.
Y, por otro, junto a ello, complementariamente, tendría que caminarse en la dirección de que cada indignado, cada indignada fuera acercándose y sumándose en alguna de las entidades y organizaciones que, fuera del bloque de poder, intentan minarlo, subvertirlo. Arrimar el hombro, contribuir con su concurso a fortalecerlas, que es, por ello, debilitar al bloque de poder. Porque de lo que se trata es de fortalecer la sociedad civil, en pro de lo público, de la res-pública, más aun, de lo común y compartido. Y la sociedad civil no se politiza efectivamente con sólo aparecer en las acciones simbólicas masivas, sino, tanto como eso, en el trabajo callado, pero permanente, de todas las entidades que, de muchas formas, pueden impedir que nuestra sociedad sucumba ante estos nuevos dictadores, que no visten con cincho y sable, sino como cobradores de frac de una deuda que no reconocemos.
Sevilla, 1 de Febrero de 2012
Nota:
[1] Es propio de nuestra cultura letrada que las sanciones rituales queden grabadas en papel, como último paso y cierre del ceremonial.
Félix Talego Vázquez, Ángel del Río Sánchez y Agustín Coca Pérez son antropólogos. Universidad de Sevilla y Universidad Pablo de Olavide. Sus direcciones de correo-e son [email protected], [email protected] y [email protected] respectivamente.
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