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¿Por qué una asamblea constituyente? (II)

Fuentes: El Clarin de Chile

Un segundo elemento clave en la necesidad de una Asamblea Constituyente para Chile lo constituye la imposibilidad de modificar la Constitución de 1980 sin contar con la aprobación de quiénes en definitiva la impusieron, esto es, de la derecha. En efecto, el Artículo 127 estipula que para su modificación -dependiendo de sus capítulos- se requiere […]

Un segundo elemento clave en la necesidad de una Asamblea Constituyente para Chile lo constituye la imposibilidad de modificar la Constitución de 1980 sin contar con la aprobación de quiénes en definitiva la impusieron, esto es, de la derecha.

En efecto, el Artículo 127 estipula que para su modificación -dependiendo de sus capítulos- se requiere de los tres quintos o los dos tercios de los senadores y diputados en ejercicio; un quórum que virtualmente lo hace imposible sin su apoyo. Así, todas las reformas constitucionales efectuadas a partir de 1989 lo han sido con su aquiescencia.

Naturalmente que lo anterior se ha traducido en que se han conservado los rasgos autoritarios y neoliberales de ella a través de las diversas reformas concordadas entre la Concertación y la derecha. Pero lo notable ha sido que el liderazgo concertacionista, por medio de sus reformas más trascendentes, ¡le ha entregado mucho más poder a la propia derecha (1989) y ha terminado aceptando plenamente dicha Constitución (2005)!

De este modo, por medio del acuerdo de reforma que estableció con Pinochet y que fue plebiscitado en junio de 1989, aquel liderazgo -a cambio de algunos cambios positivos pero que no alteraron ninguno de los dispositivos más autoritarios de la Carta Fundamental- le regaló a la futura oposición de derecha la mayoría parlamentaria simple que le aguardaba al inminente presidente Aylwin, de haberse mantenido sin cambiarse una coma la Constitución del 80. Esto porque su texto original -obviamente pensando en que Pinochet sería ratificado por el plebiscito del 88 y que la derecha mantendría su histórica minoría electoral- estipulaba que la mayoría simple en el Congreso se obtendría teniendo mayoría absoluta en una cámara y solo un tercio en la otra. Así, Pinochet hubiese tenido ilegítima pero efectivamente mayoría en el Senado (con los senadores designados y el sistema binominal) y un tercio en la Cámara de Diputados. Pero, luego de la derrota de Pinochet, el mismo prospecto (¡aunque legítimamente!) le aguardaba a Aylwin: La Concertación habría obtenido mayoría absoluta en diputados y un tercio del Senado. Recordemos que la Cámara alta se componía originalmente de 26 miembros electos (2 por cada región) y de 9 designados. Por lo que la Concertación obtendría con toda seguridad al menos 13 senadores (uno por región), siendo el tercio 12, ya que el número total alcanzaba a 35.

Sin embargo, en el curso de las negociaciones para reformar la Constitución que se iniciaron luego del 5 de octubre del 88, el liderazgo de la Concertación ¡aceptó la propuesta de la UDI, de enero de 1989, de elevar el requisito para aprobar o modificar las leyes simples a mayoría absoluta en las dos cámaras! (Ver Carlos Andrade Geywitz.- Reforma de la Constitución Política de la República de Chile de 1980; Edit. Jurídica de Chile, 1991; pp. 32-4). Como el total de las reformas fue de 54 y ellas se votaron en «paquete» en el plebiscito del 89, la sociedad chilena -y particularmente los partidarios de la Concertación- no se enteraron (¡ni lo han hecho hasta el día de hoy!) de que con su voto positivo estaban ratificando dicha cesión de la mayoría parlamentaria. ..

La trascendencia de este regalo (seguramente inédito en la historia de la humanidad) fue enorme dado que la dictadura había cometido el «error» de dejar con status de ley orgánica constitucional (que originalmente requería de un quórum de 3/5 en ambas cámaras; y que con las propias reformas de 1989 quedó en 4/7) el conjunto de las leyes políticas, pero solo dos del ámbito económico, social y cultural: la tristemente célebre LOCE y la Ley de Concesiones Mineras. Es decir, que si aquel liderazgo hubiese aceptado dejar sin ningún cambio la Constitución del 80, el gobierno de Aylwin y los posteriores habrían podido eliminar las imposiciones de la dictadura en cuanto a la legislación laboral, sindical, previsional, de salud, financiera, tributaria, universitaria, antiterrorista, de amnistía, etc. Esto es, lo que en buena medida se prometía en el Programa presidencial de 1989, aunque ya sabiéndose que con aquel regalo no podría realizarse. Aquí toman pleno sentido las revelaciones hechas por Edgardo Boeninger en 1997, de que el liderazgo de la Concertación había llegado a fines de los 80 a una «convergencia» con el pensamiento económico de la derecha, «convergencia que políticamente el conglomerado opositor (la Concertación) no estaba en condiciones de reconocer» (Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad; Edit. Andrés Bello, 1997; p. 369). ¡Qué mejor, entonces, que estar en condiciones de señalar plausiblemente que ya no se podía cumplir con lo prometido, sin tener que reconocer que ya no se quería!

Además, la idea del liderazgo concertacionista de engañar «paternalmente» a sus bases y al país se vio corroborada cuando los gobiernos de Lagos y Bachelet obtuvieron mayoría absoluta en ambas cámaras y no hicieron nada para cumplir con los compromisos programáticos de 1989. Lagos la obtuvo desde agosto de 2000 hasta marzo de 2002, por los desafueros de los senadores Pinochet y Errázuriz; y Bachelet desde el comienzo de su gobierno hasta que a fines de 2007 el PDC expulsó de sus filas al senador Adolfo Zaldívar.

Pero en 2005 el liderazgo de la Concertación llegó al extremo de hacer suya la propia Constitución del 80 -¡aceptándola plenamente en sus aspectos económicos!- a cambio del fin de la tutela militar expresada en la inamovilidad de los comandantes en jefe de las FF. AA. y del Consejo de Seguridad Nacional paritario, resolutivo y autoconvocable por aquellos; y de hacer más democrática la designación de los miembros del Tribunal Constitucional. Sin embargo, consolidó elegantemente el sistema electoral binominal, al dejarlo como materia de ley orgánica constitucional (en cuanto al Senado, porque en relación a la Cámara ya lo era); mantuvo los quórums de 3/5 y 2/3 para su reforma, es decir, el poder de veto de la derecha al respecto; y mantuvo también la inexistencia del recurso a plebiscito en materias constitucionales (salvo en una contingencia prácticamente imposible de darse) y legales, es decir, ¡la negación del carácter soberano del pueblo chileno! Además, la eliminación que dispuso de los senadores designados y vitalicios, que en teoría podía concebirse como un cambio democrático; en la práctica, por la forma de nominación de ellos, iba a favorecer también a la derecha…

De este modo, la Constitución del 80 ya no está suscrita por Pinochet y sus ministros, sino que por Ricardo Lagos y los ministros de entonces: Los DC Ignacio Walker, Jaime Ravinet, Eduardo Dockendorff, Jorge Rodríguez, Yasna Provoste, Yerko Ljubetic y Pedro García; los PS Osvaldo Puccio, Jaime Estévez y Sonia Tschorne; los PPD Francisco Vidal, Nicolás Eyzaguirre y Sergio Bitar; el PR Jaime Campos; y los independientes Luis Bates y Alfonso Dulanto.

En definitiva, el liderazgo real de la Concertación ha consolidado y hecha suya la Constitución que constituye el armazón central de la obra heredada de Pinochet, particularmente en sus aspectos económico-sociales intocados por las diversas reformas concordadas desde 1989. Recordemos, entre ellos, las disposiciones que impiden a los gobiernos desarrollar una política monetaria (autonomía del Banco Central); que, en la práctica, les impiden también realizar políticas más equitativas respecto del sistema de propiedad (vuelve al sistema impuesto por la Constitución del 25 -modificado en 1967- que obliga al Estado a cancelar previamente y al contado toda expropiación de bienes); que le dificultan realizar cualquier tipo de actividad empresarial (lo que solo puede hacer en virtud de leyes de quórum calificado); que no establecen el deber del Estado de garantizar el derecho efectivo a la salud (se establece «el derecho a elegir el sistema de salud al que desee acogerse, sea este estatal o privado») y a la educación (en el caso de la parvularia y superior); que, en lugar del «derecho al trabajo», establecen la «libertad de trabajo»; y que impiden la sindicalización obligatoria, quedando entregado dicho derecho a la tolerancia fáctica de los patrones.

En este contexto, y aunque el liderazgo de la Concertación revirtiese el giro copernicano experimentado a fines de la década de los 80 -tan bien descrito por Boeninger-, estaría imposibilitado de cambiar la Constitución (en rigor, hoy, su Constitución) sin la aquiescencia de la derecha. Solo puede establecerse una Constitución democrática en Chile como lo hacen la generalidad de los países: a través de una Asamblea Constituyente libremente electa por el conjunto de la ciudadanía y su posterior ratificación plebiscitaria. Y la sugerencia efectuada por Ricardo Lagos e Ignacio Walker (¿para acercarse a los nuevos movimientos sociales?) de que se convocare a una Asamblea Constituyente fue rápidamente «explicada» como no rupturista ni con el modelo político ni económico, dado el furor creado en la derecha y la frontal oposición expresada por el resto de los líderes fácticos de la Concertación. Además que para el senador Walker podría generar su cesación en el cargo, dado que el Artículo 60 de la Constitución -¡suscrita por él mismo!- establece que «cesará, asimismo en sus funciones el diputado o senador que de palabra o por escrito (…) propicie el cambio del orden jurídico institucional por medios distintos de los que establece esta Constitución».

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