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Por un nuevo anticapitalismo

Fuentes: Viento Sur

El texto que presentamos a continuación es parte de un trabajo mas extenso, reflexivo y crítico sobre «El trotskysmo en la historia» publicado por la revista Viento Sur (Estado español). La versión original (en francés) fue publicada en la revista Critique Communiste Nº 172, París, primavera 2004. Jean Marie Vincent, murió el 6 de abril […]

El texto que presentamos a continuación es parte de un trabajo mas extenso, reflexivo y crítico sobre «El trotskysmo en la historia» publicado por la revista Viento Sur (Estado español). La versión original (en francés) fue publicada en la revista Critique Communiste Nº 172, París, primavera 2004. Jean Marie Vincent, murió el 6 de abril 2004, a los 70 años de edad, fue fundador de la revista Futur junto a Toni Negri, y animó durante los últimos años Variations. Intelectual y militante comprometido (apoyó a la Liga Comunista Revolucionaria francesa) se situó en la línea de un marxismo revolucionario. Entre sus obras se destacan «Critique du travail. Le Faire et l´agir». PUF, 1987, y «Un autre Marx. Après les marxismes». Editions Page Deux, 2001. Junto a Pierre Zarka y Michel Vakaloulis, publicó «Vers un nouvel anticapitalisme. Pour une politique d`emancipation». Le Felin, 2003. Vincent insistió sobre la «movilización militante» como arma para «reiventar la política», poniendo el acento en la necesaria «autotransformación individual y colectiva» a través de las luchas sociales. (Redacción)

 
El rechazo del capitalismo está hoy muy extendido, pero este rechazo está lejos de participar en formas eficaces de anticapitalismo. La negación del capitalismo permanece muy a menudo abstracta, moral, mezclada a menudo con rabia, impotencia. A muchos les gustaría creer que la barbarie del capital acabará por suscitar reacciones cada vez más fuertes, pero deben constatar que numerosas reacciones se vuelven hacia fundamentalismos o integrismos religiosos, incluso hacia comunitarismos exacerbados. Las maquinarias y dispositivos del capital que fragmentan, dividen a los individuos y los conjuntos sociales. Hacen opacas toda una serie de realidades y ciegan las prácticas. Para salir de este callejón sin salida, hay pues que superar la vieja problemática de la toma de conciencia, de la progresión de la conciencia empírica de clase hacia la conciencia revolucionaria a través de las luchas. Por sí mismas las luchas, por muy duras que sean, no indican las vías y los medios a utilizar para desmontar las construcciones sociales autonomizadas del capital que pasan por encima de la cabeza de los hombres. Es sólo cuando las luchas quebrantan ciertos elementos habituales de la reproducción de los símbolos del capital, las representaciones y las visiones comúnmente admitidas, cuando las masas pueden entrever otras formas de vivir juntos. Ocurrió en Mayo 1968, y en una menor medida en noviembre-diciembre 1995: la sumisión a las reglas del capital, a la competencia y a una restricción del horizonte vital a la mercantilización no parecía ya admisible y perdía mucho de su carácter «natural».
 
Esos momentos en que la «normalidad» capitalista es pisoteada y aparentemente lanzada a las ortigas no han sido sin embargo duraderos, y la «vieja miseria humana» ha recuperado sus derechos con rapidez. Si no se quiere permanecer en las consideraciones más indigentes sobre la naturaleza humana, hay que decirse que tales momentos, por exaltantes que sean, no son aún la construcción de nuevas prácticas y nuevas lecturas colectivas de la sociedad y del mundo. Las intuiciones que portan y las aspiraciones que manifiestan no son transformadas ipso facto en armas críticas contra las relaciones sociales de conocimientos sometidos a las maquinarias del capital. En efecto, las interrupciones de la «normalidad» capitalista que no están precedidas por una acumulación primitiva de instrumentos teóricos, de instrumentos de acción colectiva no pueden oponerse eficazmente a la valorización.
 
En otros términos, las acciones colectivas deben ser de forma permanente transformadoras de las relaciones en las que están insertos los grupos sociales y los individuos explotados. Las acciones colectivas, incluso cuando son defensivas, no deben limitarse a lo inmediato, sino poner en movimiento procesos que apunten a cambiar en profundidad los posicionamientos de unos y otros. A la producción semántica del capital y de sus agentes, hay que oponer una producción semántica diferente que, en lugar de alabar las virtudes de la empresa capitalista, de la competencia y del resultado, exprese explícitamente la barbarie en las relaciones de trabajo, los sufrimientos soportados.
 
Esto implica no sólo una crítica de los estereotipos, de los clichés y de las falsas nociones vehiculizadas por los aparatos de comunicación, sino también un desmontaje crítico de las añagazas y de las ilusiones que se manifiestan en cada cambio de coyuntura socioeconómico y político ideológico. Hay añagazas tecnologicistas, ligadas por ejemplo a los desarrollos de la informática que tienden a hacer creer que los problemas de la sociedad pueden ser resueltos por el progreso técnico, la e-economía, los entusiasmos por pseudo soluciones a problemas graves, por ejemplo el refuerzo del autoritarismo para hacer frente a la miseria educativa, etc.
 
Una tal actividad crítica supone, evidentemente, una lucha contra la fragmentación de los puntos de vista mostrando los lazos entre ellos, una lucha por la totalización de experiencias dispersas, contra las separaciones fetichistas entre política y economía, vida privada y vida pública. Esto debe ser muy claramente dirigido contra la vida que no vive, contra la vida que no se vive más que olvidándola, retomando el tema de cambiar la vida mediante el cambio de las prácticas y mediante la transformación de los individuos y de sus relaciones. El punto de apoyo esencial para ir en este sentido es lo que Marx en El Capital llama la resistencia obrera que es, por supuesto, resistencia a la explotación económica, pero también, y no es secundario, resistencia de los trabajadores a su reducción al estado de fuerza de trabajo sometida y desechable. Esta resistencia dice Marx que es inevitable, puede ser reprimida y adormecerse, pero es inextinguible y lleva siempre aspiraciones a vivir de otra manera, de otra forma que como apéndice de las maquinarias del capital.
 
La acción colectiva debe pues ser multidimensional, desbordar y desestabilizar el unilateralismo de los movimientos de la valorización capitalista, sacudir la hibernación del pensamiento de la mayoría, zarandear el desasosiego o el pánico a su afectividad para empujar a la autotransformación individual y colectiva. Cuando se habla hoy de movimiento social, no hay que alegrarse de su vitalidad recurrente, se trata de saber cómo puede superarse a sí mismo ampliando cada vez más su horizonte. Aunque no hay respuesta simple a esta pregunta, se puede adelantar que el movimiento social debe sacar fuerzas creando lazos sociales nuevos entre oprimidos y explotados, suscitando comunicaciones que no estén ya dictadas por el mercado y la lógica de la valorización. Al hacerlo, puede conseguir los medios para resistir a las presiones ininterrumpidas del conjunto de los dispositivos y disposiciones del capital, despojándolas de su «naturalidad» aparente, de su «evidencia» aplastante. Desnudar los mecanismos del capitalismo puede y debe ser simultáneo a ponerlo en crisis por su condición insoportable. El movimiento social no puede detenerse en lo que el capitalismo está dispuesto a concederle, cualquiera que sea su punto de partida. Debe seguir apuntando a un más allá del capitalismo y no dejarse absorber por el campo institucional, principalmente el campo político profundamente marcado por el economicismo.

Cambiar la política
Nada de todo esto puede hacerse espontáneamente, puesto que es cuestión de practicar de otra forma las luchas y la política. Para ir más allá de lo inmediato el movimiento social debe de hecho disponer de organizaciones y más particularmente de organizaciones políticas dispuestas a actuar en su seno, sin intentar imponerle orientaciones que serían elaboradas fuera. El o los partidos revolucionarios no deben constituirse como estados mayores que conducen tropas al combate, sino como organizaciones que contribuyen a aumentar las capacidades de reflexión autónoma de las masas reexaminando con ellas las incidencias y las repercusiones. Para esto hay que renunciar al viejo esquema kautskysta, retomado por Lenín, de un partido intelectual colectivo que aporta la perspectiva justa al proletariado o a los explotados, y orientarse hacia una concepción más compleja de la cuestión. La teoría y la práctica revolucionarias son relaciones de tensión permanente que hay que intentar volver fecundas. A menudo, la teoría termina creyendo que ha encontrado su forma definitiva y que las prácticas deben someterse a ella para que consigan éxitos. Ha olvidado que arrogándose tal autoridad entra en una lógica de dominación que tiende a perpetuar en el seno del movimiento de emancipación la división del trabajo intelectual (el pensamiento superior que invalida los modos de pensar inferiores). A la inversa, la práctica que desprecia la teoría, o le rinde homenaje para no tener que preocuparse de ella, no puede más que caer en un pragmatismo incapaz de liberar las prácticas individuales y colectivas, sino que por el contrario las hunde en la subordinación al mundo dominante. La unidad dinámica de la teoría y de la práctica no puede ser más que conflictiva, pues deben continuamente corregirse para detectar sus rutinas y para que se abran nuevos campos a la contestación y a la crítica. Deben compenetrarse de tal forma que la teoría sea también práctica y que la práctica sea también teórica (por la producción de nuevos conocimientos en los explotados y oprimidos).
 
Es evidente que el partido que emprende este cambio, no gestiona un capital y una cultura políticas. Debe hacerse descubridor de nuevas pistas hacia la emancipación, de nuevos cuestionamientos de la barbarie del capital. Es explorador colectivo y, por ello, avanza en terreno poco conocido, incluso desconocido, para abrir el abanico de posibilidades. En este sentido, el partido tiene un papel de vanguardia, no hay que tener miedo de decirlo. Pero tampoco hay que engañarse, no tiene que ser una vanguardia en el sentido militar del término preparándose para el arte del la insurrección. Guardando todas las proporciones, lo que se acerca más a la noción de vanguardia aquí planteada, son las vanguardias como el dadaísmo, el surrealismo y los situacionistas en su lucha contra la cultura burguesa. No es quizá inútil recordar lo que Trotsky y André Breton escribían en «Por un arte revolucionario independiente»: «Se deduce de lo anterior que el arte no puede consentir sin degradación en plegarse a ninguna directiva extraña y venir dócilmente a cumplir los marcos que algunos creen poder asignarle con fines pragmáticos, extremadamente cortos… En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a toda obligación, no se deje bajo ningún pretexto imponer reglas. Toda libertad en arte». (2)
Nada debe poner trabas a la libertad de exploración del partido, y principalmente la libertad de su imaginación política para buscar los puntos de ruptura, los defectos de la coraza del capital (de sus maquinarias) y de su simbólico. El partido no es una lenta acumulación de fuerzas, es un llamamiento a la ampliación de la experiencia de quienes se vuelven hacia él, más precisamente invita a sus miembros a criticar las experiencias estrechas, truncadas, frustrantes que se hacen en el marco de la valorización capitalista para abrir nuevas esferas de experiencia (en las relaciones con los demás y con los fetiches producidos por el capital). Lo que caracteriza al partido, es la búsqueda de discusiones audaces sobre lo que hay que emprender para cambiar las condiciones de lucha, para localizar a los adversarios y despojarles de su aparente omnipotencia. La progresión del partido en esta vía debe permitirle dialogar con las masas de forma que éstas últimas modifiquen sus formas de comportamiento y de comprensión de las relaciones sociales y simultáneamente den a éste nuevos impulsos. Debe haber ahí una dialéctica permanente, una condicionamiento recíproco entre partido y movimiento social. Esto vale particularmente para los problemas de estrategia. El objetivo estratégico, poner en crisis los dispositivos del poder del capital y de la burguesía para poner en marcha la transformación de las relaciones sociales a gran escala, es inseparable de su concretización en las luchas. No se puede alcanzar el objetivo estratégico sin desgastar la hegemonía cultural y política del capital, sin desvelar su carácter destructivo y mortífero, sin desacreditar las relaciones de competencia, la lógica de la valorización y su simbología. La crisis revolucionaria no debe sencillamente ser interpretada como una crisis de los métodos de gobierno, sino como una crisis mucho más global en la que la sociedad capitalista es puesta al desnudo en sus diferentes mecanismos. Desde ese punto de vista, la concepción militarista de la toma del poder debe ser descartada porque conduce a callejones sin salida. La violencia revolucionaria no es cualquier tipo de violencia, es una contraviolencia que se fija por objetivo combatir la violencia de las relaciones. No es desenfreno sin medida contra un enemigo de clase, sino dominio razonado y político de los medios de coerción y de represión.
 
El trotskysmo ha sido desde sus orígenes un internacionalismo consecuente (basta con recordar la condena intransigente del socialismo en un solo país). Este internacionalismo que se ha extraviado en gran medida en el apoyo incondicional a la URSS y se ha traducido a menudo en una sobreestimación de la dinámica y del alcance de ciertos procesos revolucionarios (Yugoslavia, China, Cuba, etc), exige sin embargo ser reexaminado a la luz de los últimos decenios. En particular, la ruptura de 1989-1991 (caída del muro de Berlín) debe ser comprendida con todas sus implicaciones. No es sólo el hundimiento del sistema postestalinista y de los partidos a él ligados en el resto del mundo. Es también una incitación, para el capitalismo occidental, a la intensificación de sus ofensivas contra los trabajadores, emprendidas desde finales de los años setenta.
 
Los ideólogos del capital proclaman el fin de la historia, es decir la libertad para el capital de explotar sin vergüenza a escala planetaria comportándose como un predador que no obedece a ninguna ley y no tiene ya que temer contestación importante. El pistoletazo de salida de la nueva crisis fue dado por la primera guerra del Golfo contra Irak, supuestamente una operación de policía internacional ejemplar y una advertencia para quienes querrían oponerse a las grandes potencias occidentales.

El internacionalismo de hoy
Sin embargo, este éxito considerado como definitivo por muchos ha tenido consecuencias negativas. La violencia de las ofensivas del capital contra los países llamados emergentes y contra los países más pobres bajo diferentes formas (planes de ajuste estructural del FMI, crisis financieras y monetarias, servicio de la deuda, etc.) ha sembrado el desorden, la miseria en una gran parte del mundo. Países enteros viven en la dislocación social, en la indigencia y la desesperación, en un contexto de polarización creciente entre el Norte y el Sur y en el seno de cada país (incluso en el Norte). Hoy hay claramente una sociedad mundial, pero no es en ningún caso una sociedad unificada, es al contrario una sociedad troceada, fragmentada, dividida contra sí misma, marcada por movimientos erráticos y por guerras regionales que se repiten. Los problemas superan de muy lejos lo que algunos llaman las desigualdades de desarrollo y los excesos de la financiarización que sería, dicen, posible regular mediante una reforma del comercio internacional y de los flujos financieros. Estamos en realidad ante desigualdades estructurales que, si pueden ser parcialmente modificadas, se reproducen en lo esencial de forma muy caótica y sin fin. Los halcones y los neoconservadores de Washington han decidido y dicen querer llevar a cabo hasta su término una cuarta guerra mundial contra el terrorismo, los «estados canallas» y las fuerzas del desorden (siendo la tercera guerra mundial la guerra fría). No se plantean la necesidad de mirar mucho a la hora de elegir los medios: no hay que temer ni las guerras preventivas, ni el empleo de armas muy destructivas, ni las leyes de excepción, ni la negación de todos los derechos a poblaciones importantes.
 
En todo esto, está la aceptación de un desorden internacional permanente que se trata sólo de hacer soportable para las potencias dominantes (impedir por ejemplo la proliferación nuclear). Las justificaciones que se dan para las intervenciones en Afganistán y en Irak -favorecer la economía de mercado, la democracia, los derechos humanos…- no pueden evidentemente ser tomadas en serio, si consideramos las declaraciones de varios dirigentes occidentales hablando de un combate contra el mal con acentos religiosos. Por supuesto, todos estos dirigentes no son creyentes como Bush (el converso) y Tony Blair, pero son sectarios celosos del capital, completamente persuadidos de que hay que rendirle un culto y poner en la picota y mandar a los infiernos a quienes de una forma u otra son obstáculos para su marcha. La religiosidad del capital y de la valorización impregna sus actos como impregna a los que gravitan alrededor de ellos. Como señala Marx en el libro I de El Capital, la magia del dinero que engendra dinero es una especie de trascendencia que no contradice otras formas de trascendencia, en particular las de las religiones reveladas. Pueden así desarrollarse relaciones de complementariedad a menudo, de oposición también a menudo, sin que la «naturalidad» del capitalismo sea puesta en cuestión.
 
El fundamentalismo y los integrismos no son avaros en imprecaciones contra el afán de ganancias, el espíritu de lucro de los capitalistas, en llamamientos a la solidaridad social con los más pobres. Eso no les conduce a un verdadero anticapitalismo sino, al contrario a disputar a las potencias dominantes su hegemonía sobre ciertas partes del globo. Bajo diferentes formas, el islamismo radical quiere sustraer a las masas oprimidas y explotadas de los modelos culturales provenientes de Occidente, no para liberarlas, sino para instaurar un control social rigorista, incluso terrorista. De forma significativa, son las mujeres las más directamente apuntadas, con el objetivo de negarles la libre disposición de su espíritu y de su cuerpo en nombre de la lucha contra los excesos sexuales en los países occidentales (relaciones sexuales múltiples, prostitución, pornografía). La reafirmación de su encierro en las cadenas del patriarcado más retrógrado es, de hecho, una forma de rechazar toda transformación social auténtica. Por ello no es exagerado decir que el enfrentamiento político-ideológico entre las potencias occidentales (una lucha sin límites contra el terrorismo) y una gran parte del mundo árabe-musulmán (la denuncia de los cruzados y los judíos, de los grandes y los pequeños Satanes) como enfrentamiento dominante a escala internacional no puede llevar más que a una espiral regresiva.
 
El internacionalismo de hoy no puede pues ignorar cuestiones tan importantes. Le es preciso, en particular, proseguir y retomar la crítica de la religión, es cierto que a partir de premisas algo transformadas en relación a la crítica de la religión planteada por el movimiento obrero. El acento principal hay que ponerlo menos en el conservadurismo innegable de las religiones reveladas (las religiones del Libro) que sobre sus modos de intervención en las dinámicas y sus formas de organizar las creencias. Hay que encontrar la forma de hacerse oír por el máximo de creyentes haciendo eco a sus inquietudes y a los enfrentamientos que pueden tener. Para ello, hay que guardarse de defender que la crítica de la religión se identifica al ateismo, pues no hay más pruebas de la no existencia de Dios de las que hay de su existencia (la noción de ateismo científico es absurda). Por lo que no hay que temer interesarse en las querellas teológicas y los debates que atraviesan a las religiones, pues estas últimas no pueden abstraerse de los debates de la sociedad. Cuando Karl Bartti, teólogo protestante, escribe que «la religión es increencia», apunta con toda evidencia a la religión como organización temporal y como organización monopolística de las interpretaciones de lo divino. Otros teólogos, tanto protestantes como católicos, se opondrán más tarde a las concepciones antropomorfistas del Dios de las religiones monoteistas. Según ellos las imágenes de Dios deben ser proscritas, se le represente como un Dios de los ejércitos, un padre de familia patriarcal o una especie de espíritu del mundo.
 
Las consecuencias de estas orientaciones teológicas son capitales: la relación con Dios se convierte en una interrogación sobre los fines últimos del hombre y sobre la forma de comportarse en sociedad sin sujetarse a las concepciones tradicionales de las iglesias. Desde hace varios años, teólogos católicos vienen siendo sancionados por Juan Pablo II porque rechazan los puntos de vista habituales de la jerarquía sobre la sexualidad y el lugar de las mujeres en las relaciones sociales. El Vaticano intenta reducir estos rebeldes al silencio o aislarles, pero no logra impedir una crisis creciente en una parte del mundo de los creyentes y no parece en absoluto imposible que pueda haber puntos de encuentro y de convergencia entre quienes se inspiran en Marx, sin hacer de su dialéctica una llave universal, y quienes no quieren que la fe en Dios sea utilizada contra la mayor parte de la humanidad. Un encuentro fructífero ha tenido ya lugar entre los teólogos de la liberación y fuerzas militantes comprometidas desde hace mucho en la lucha contra las oligarquías de América Latina. Encuentros de este tipo son ciertamente posibles a propósito de la opresión de las mujeres, incluso a propósito de las perspectivas de transformación social.
 
En el mundo árabe-musulmán, no hay aparentemente desarrollos tan significativos. Como ha señalado el gran intelectual Mohammed Arkoun, el Islam no ha conocido la reforma como el cristianismo. Pero quedarse ahí, no ir más allá de esta constatación, sería pura y simplemente dimitir. Los bloqueos del mundo árabemusulmán no significan que es inmóvil e incapaz de evolucionar. No significan, en particular, que los explotados y los oprimidos de ese mundo estén condenados para siempre a seguir a las organizaciones de integristas y fundamentalistas. Eso no quiere decir tampoco que los intelectuales están condenados a apoyar mayoritariamente los delirios antisemitas de un Roger Garaudy o las concepciones paranoicas de algunos sobre los «complots de la judería internacional». Existen ya voces minoritarias que dicen que todo esto lleva a callejones sin salida y que hay que encontrar otros medios de afirmarse frente al Occidente capitalista. Es evidente que hay que ayudarles a salir del círculo vicioso del choque de las barbaries (la barbarie del neoimperialismo y la de los islamistas radicales) y reforzarse frente a los fanatismos religiosos. Para eso, es necesario que los internacionalistas de los países occidentales cesen de considerar los problemas del mundo árabe-musulmán como exóticos, es decir como problemas que no les conciernen directamente. Basta con pensar en la importancia de la inmigración magrebí en un país como Francia para convencerse de ello. La solidaridad con las oleadas de inmigración que no desaparecerán tan pronto forma parte del internacionalismo más que nunca.

Otra sociedad mundial
La amplitud internacional del movimiento contra la guerra en Irak ha creado puentes hacia el mundo árabe musulmán. Pero hay que guardarse de gritar victoria; una parte importante del mundo árabe no ve en ello una oposición seria y duradera al imperialismo y a las repercusiones trágicas de sus intervenciones y presiones.
 
Muchos tampoco están convencidos por las acciones altermundialistas contra la OMC, el G7 y por las denuncias del FMI y el BM. Sienten más o menos intuitivamente que la mundialización no es sólo la globalización de los mercados apoyada por organizaciones internacionales. Y efectivamente la mundialización no es bien comprendida o analizada si no se hace referencia al papel de los estados de la tríada (Estados Unidos, Unión Europea, Japón, a los que se unirá en un futuro cercano China). Estos estados juegan un papel motor en la desreglamentación, en la gestión de la deuda de los países del Sur, pero también en el establecimiento de estrategias económicas internacionales (por ejemplo en el terreno de las materias primas y de la agricultura). El hecho de que tengan entre sí relaciones de competencia en materia económica y fiscal no debe ocultar que ejercen una verdadera tutela sobre una gran parte de los estados del planeta e intentan sin cesar reforzarla, incluso por medio de ayudas financieras dirigidas y coordinadas. Frente a esta estructuración transnacional desequilibrada y desequilibrante, es naturalmente vano querer volver a las soberanías nacionales. Sin embargo, esto no quiere decir que haya que abandonar los terrenos nacionales y no luchar contra los estados tal como son en sus interdependencias múltiples. En los estados del centro, la lucha contra las privatizaciones y las políticas de desmantelamiento social debe ser acompañada por una lucha contra las políticas de inmigración y las políticas comerciales así como contra las operaciones de policía internacional. En los estados llamados de la periferia, la lucha contra las oligarquías satelitizadas debe buscar conscientemente apoyarse en lo que ocurre en los países imperialistas.
 
Este internacionalismo sería inferior a su tarea si no dibujara desde ahora los contornos de una sociedad mundial diferente, no a partir de un esquema abstracto, sino a partir de lo que Hegel llama la negación determinada. La transformación social (la marcha hacia el comunismo) no remite a planes elaborados en un gabinete, a organigramas, sino a procesos que en los diferentes terrenos se oponen a la lógica de la valorización capitalista. Remite a una lógica de la separación y del enfrentamiento en la sumisión a maquinarias sociales, que son como potencias extranjeras por encima de la cabeza de los seres humanos. Al contrario, la lógica de la negación determinada es una lógica del reagrupamiento, del hacerse cargo colectivamente y de la desmercantilización. No se trata de reformar la economía para hacerla funcionar mejor. Se trata de reorientar la producción social de forma que deje de ser producción de capital, de valores y de plusvalías para convertirse en producción de relaciones sociales. La producción para la satisfacción de las necesidades no se opera ya en el marco de una economía autonomizada, se presenta como una producción de bienes y de servicios, de valores de uso sin valores mercantiles. Es el soporte de intercambios liberados de las imposiciones de la valorización, no supone planificación central enorme y aplastante, sino múltiples procesos de concertación, formas flexibles y móviles de apropiación social. Esto no quiere ciertamente decir que las cosas se harán sin dificultades y que la humanidad no conocerá problemas graves, pero estos últimos podrán ser afrontados directamente sin interferencias de maquinarias sociales incontroladas, sin sumisión a simbologías asesinas (de la empresa, del poder, del crecimiento a cualquier precio, etc.).
 
Si se aceptan estas perspectivas, está claro que los trotskystas, para enfrentarse a los desafíos del siglo XXI, no pueden contentarse con adaptarse empíricamente a los acontecimientos y a los contextos. Si quieren que su trotskysmo sirva para la renovación de las orientaciones revolucionarias, deben hacerle sufrir profundas mutaciones. No habrá en efecto política internacional capaz de oponerse a las políticas de la mundialización capitalista sin que se coordinen las fuerzas anticapitalistas y revolucionarias armadas con nuevas concepciones políticas y estratégicas y capaces de preparar el futuro. Por retomar un término de Walter Benjamin, lo que hay que poner al orden del día es la salida de la continuidad catastrófica de la historia y de las espirales regresivas.

Nota
2) «Pour un art révolutibonnaire indépendent» en André Breton, Oeuvres complètes, tomo 2. pp 686-687.
 
Traducción de Alberto Nadal