La civilización capitalista está destruyendo las bases de la vida animal y vegetal en el planeta. La labor de la política, de los estados y de los organismos internacionales (la ONU en primer lugar) se revela impotente para frenar esta acción destructora. Toda la inmensa cantidad de normas producidas desde 1972 (Conferencia de Estocolmo) hasta […]
La civilización capitalista está destruyendo las bases de la vida animal y vegetal en el planeta. La labor de la política, de los estados y de los organismos internacionales (la ONU en primer lugar) se revela impotente para frenar esta acción destructora. Toda la inmensa cantidad de normas producidas desde 1972 (Conferencia de Estocolmo) hasta aquí, las innumerables conferencias, encuentros y cumbres, las miles de campañas, días del Medio Ambiente y acciones de concienciación ciudadana han servido para incluir el problema en la agenda mediática y política, ampliar el campo del espectáculo y desarrollar un poderoso complejo mediático-burocrático-ambiental que ejerce su capacidad de presión como cualquier otro lobby.
Entiéndase bien, no se denuncia pasividad alguna, como hacía el ecologismo en los sesenta y setenta del pasado siglo. Al contrario, las instituciones públicas y privadas relacionadas con la «problemática ambiental» han tenido y tienen un activismo febril. Los ministerios, consejerías, concejalías, departamentos y áreas de medio ambiente desbordan profusamente el conjunto de las administraciones públicas, pero también de las grandes empresas y aún de los bancos y cajas de ahorro. Tenemos policía (¡una mas!) ecológica, y las calles de nuestras ciudades y pueblos están llenas de contenedores diferenciados para separar los distintos tipos de desechos. Se ha puesto en marcha, en fin, en cumplimiento de las obligaciones de Kyoto, el mercado de emisiones de CO2.
La febril actividad de este complejo ambiental convive y se legitima con el agravamiento de las crisis ecológicas. El cambio climático, discutido como hipótesis, todavía hace una década, se manifiesta, ya, en toda su crudeza con las sucesivas catástrofes que están asolando el planeta. La pérdida de la diversidad biológica y la expropiación del patrimonio genético común por algunas grandes corporaciones es algo de lo que cada vez menos se habla, resignados como estamos a su inevitabilidad. La destrucción del litoral, prolongada durante décadas en nuestro país por la presión de las urbanizaciones y de un turismo esquilmador, continua, a pesar de que los ingresos decrecen año tras año, reduciendo así su contribución al equilibrio comercial y, con él, su legitimación principal (y, aún así, el Gobierno destinará la mayor parte del Plan Operativo para el 2005 a promocionar el turismo de sol y playa.
Ningún político, al parecer, se atreve a confesar a la ciudadanía que la destrucción ambiental es contemplada desde hace tiempo como fuente y oportunidad de inversiones y de negocio. ¿Se ha reparado, por ejemplo, en la expansión de los sectores económicos relacionados con el fenómeno recurrente de los incendios forestales?.
En su etapa actual, la dialéctica destrucción-reconstrucción parece haberse convertido en el único motor que funciona de la renqueante nave capitalista. La continuación de esta actividad presenta límites que no pueden ser rebasados. Superados determinados umbrales de contaminación de los suelos o de las aguas, sobreviene la muerte orgánica, la desaparición de la vida; y, sin ella, no hay actividad de restauración alguna. Hay montes en nuestro país cuya regeneración, tras el azote del incendio y la erosión, es casi imposible naturalmente, y muy difícil y costosa por la acción del hombre.
A estos límites se suman los que derivan de la propia lógica del sistema. De continuar con sus actuales tasas de crecimiento, la economía china colapsara en tres décadas la producción mundial de materias primas como el petróleo, el carbón, el papel o el acero, además de la producción de alimentos, el consumo de coches y la producción de gases efecto invernadero, que seria superior al del resto del mundo.
Nadie parece atreverse, sin embargo, a sacar las conclusiones pertinentes que han sido evidenciadas tras más de tres décadas de políticas ambientales. Las evidencias están relacionadas con la insostenibilidad, no de las políticas sino del sistema mismo.
En el pasado esta afirmación solía ser desacreditada por generalista, incapaz de ofrecer alternativas, y hasta «milenarista». Hoy, ha sido experimentado buena parte del repertorio de las políticas ambientales sistémicas, desde las regulaciones y el establecimiento de estándares de calidad ambiental, complementados con ayudas y subvenciones, hasta la aplicación de mecanismos puros de mercado.
Es indudable que se han percibido efectos; el encarecimiento de los combustibles con más contenido en azufre ha reducido los niveles de emisión por vehículo, pero esta reducción ha sido con creces compensada por el aumento del parque automovilístico. Es también indudable que se recicla una gran cantidad de papel, cartón, vidrio y envases en general, pero se ha dado lugar a un crecimiento exponencial del volumen de desechos por habitante al tiempo que a una expansión notable de la industria del reciclado, que ya produce su propia demanda, alimentando así una espiral sin fin.
La cuestión verdaderamente nuclear en este proceso, al parecer imparable, es que lo que aquí estamos contemplando como problema resulta ser indicador primero, señal inequívoca de prosperidad y bienestar social. ¿O es que no seguimos utilizando él numero de matriculaciones de coches como un indicador de crecimiento económico?. Púdicamente, el consumo de energía está desapareciendo de entre los indicadores de riqueza pero el conjunto del sistema económico es energívoro como ningún otro en la historia.
Este sistema depredador de energía y recursos naturales es, asimismo, un agresor nato de los ecosistemas psíquico y social. Ya se ha convertido en un lugar común hablar de biopolítica y de bioproducción. No se alude con ello sólo a la importante rama de la producción industrial, a la biotecnología. Nos estamos refiriendo, más bien, a la producción de subjetividad y de sociabilidad.
El sistema del capital y del Estado está superando la época disciplinaria y está entrando en la época del control. Control que no se ejerce desde fuera; desde ahora el control es cosa de todos, se «democratiza». En tendencia, podríamos hablar de la «autogestión del control social». Se trata de un control ejercido por todos y cada uno, comprometidos en garantizar el funcionamiento del «mundo de vida» según la lógica del capital y del espectáculo, conscientes de que esa lógica y la dinámica que inspira está destruyendo los ecosistemas natural, social y psíquico que habitamos.
Todos y cada uno de nosotros conducimos un coche, consumiendo un combustible que se está agotando y contribuyendo al calentamiento global, por una carretera que sólo conduce a un atasco, en la que podemos perder la vida o, como poco, alimentando nuestra frustración y nuestro aislamiento un poco más.
Las catástrofes climáticas que se suceden con frecuencia creciente y nos son puntualmente servidas en los informativos descartan la hipótesis de la ignorancia para una gran mayoría de la población. Todos, o casi todos, sabemos lo que pasa y conocemos las causas. Siendo así, ¿qué extraña parálisis atenaza nuestra voluntad y nos impide oponernos a esta locura?.
Etienne de la Boètien se preguntaba hace siglos por las razones de la «servidumbre voluntaria». Desde entonces, todo el desarrollo de la civilización que hemos conocido como occidental (o euro americana, por no decir capitalista) se ha producido en detrimento de la autonomía social e individual, con el despliegue de un entramado institucional estatal y mercantil que ha convertido a la mayoría de la población en demandante de bienes y servicios indispensables para su vida cotidiana.
El actuar de esa inmensa «ortopedia social» ha operado una autentica mutación antropológica, un autentico salto cualitativo en la evolución de nuestra especie. La cual, en el momento histórico en el que parecería haber afirmado su dominio indiscutido sobre la naturaleza y el resto de las especies aparece dominada en una parte por el hambre y las enfermedades; por las guerras del fanatismo y el oscurantismo en otra buena parte; y por el miedo, la angustia, la soledad, en el resto.
De todos los rasgos descritos, es el miedo el que nos parece más característico de nuestra época. El miedo es la reacción de los seres humanos a la destrucción de sus ecosistemas (natural, social, psíquico). Una terrible sensación de soledad y pérdida de referencias que coloca en un primer plano un conjunto de necesidades incluidas de las que destacamos dos, la identidad y la seguridad.
En la sociedad de mercado al fin realmente instaurada, se estarían dando las condiciones del estado de naturaleza que descubrió Hobbes y que habrían llevado al pacto originario fundador del Estado.
No sabemos si las terribles guerras religiosas que asolaron Europa entre los siglos XVI y XVII despertaron, efectivamente, el deseo de los individuos de confiar a un ente por encima de ellos la protección de la vida y la propiedad. La sensación de miedo e indefensión de nuestros días parece confirmarse como el fundamento ontológico de un acto de sumisión voluntaria.
Es, pues, la destrucción y degradación eco-sistémica que nos está arrojando al vacío y a la soledad desde la que invocamos cualquier asidero, desde el resurgir de una religiosidad fanatizada a la protección de un Estado fuerte bajo cuyo amparo cambiamos gustosos por el resto de unas libertades que nunca fueron.
Es tiempo de volver a la pregunta sobre las razones que nos impiden oponernos de forma efectiva a la cotidiana catástrofe ecológica. La respuesta es que esta catástrofe nos incapacita para enfrentarla.
Durante los primeros momentos de la percepción y el debate ecológico era seguramente mayoritaria la convicción de que alcanzado un nivel de conciencia social suficiente sobre la crisis ecológica, este alertaría a la opinión pública y a la voluntad colectiva para que los políticos se orientaran en la dirección necesaria. Tal parece que no se prestó la suficiente atención a las dimensiones social y psíquica de la crisis ecológica, como si nuestra especie pudiera convivir con la misma indemne a sus efectos, capaz de acabar con ello en cuanto ese nivel de conciencia y voluntad colectiva lo hiciera posible.
No se consideró, salvo contadas excepciones, que la crisis ecológica que se analizaba y denunciaban tenía que empezar a manifestar efectos también sobre la especie humana. A resultas de los cuales no deberían descartarse cambios adaptativos de la especie.
No es hacer ciencia-ficción considerar la hipótesis de que ya hayan comenzado algunos de estos cambios. Hace décadas que los científicos nos vienen anunciando de la incorporación acumulativa de ciertos elementos y compuestos químicos antes inexistentes en nuestra cadena alimentaria, y transmisible a través de los procesos de reproducción biológica.
En forma similar, deberíamos considerar los efectos producidos en lo que podríamos llamar «fenotipos psíquico culturales» que se derivan de las brutales transformaciones sufridas por los entornos sociales en que se desenvuelven nuestras vidas y el efecto acumulativo de las mismas.
Dicho sea de forma más clara. No podría descartarse la hipótesis de que la especie como tal hubiera iniciado un proceso de adaptación a los cambios ecológicos acaecidos en la segunda mitad del Siglo XX en virtud del cual la oposición a tales cambios resultara más problemática que cuando comenzaron a detectarse.
El acostumbramiento a los efectos nocivos es ya una realidad empíricamente certificada. Los niveles de contaminación de nuestro medio ambiente matarían en poco tiempo a un hombre del Siglo XV trasplantado a nuestra época. Lo verdaderamente terrible de nuestra época es que puede llegar el momento en que resulta más barato adaptar genéticamente al hombre a un medio ambiente contaminado -que entonces ya no podría ser calificado de nocivo- que reducir la contaminación.
En estas condiciones de degradación ecológica se potencian especialmente las posibilidades de controles totalitarios de eficacia máxima que conviertan en casi impensable movimientos sociales de contestación a la dinámica sistémica. Contra lo que una opinión de izquierdas supondría, no sólo no hay menos sino más Estado. El Estado es ahora permanentemente invocado por cuantos experimentan esas sensaciones de miedo y soledad provocados por la degradación de nuestros ecosistemas natural, social y psíquico.
Esa invocación realizada desde lo más profundo de cada individuo se convierte en la condición de permanencia del Estado, en él fundamente de su perennidad. Desde ahora todos producimos Estado, todos y cada uno somos Estado. El grito desesperado de nuestra soledad reclama al Estado y, al tiempo, clausura las posibilidades de sociedad. La distinción entre el Estado y la sociedad civil pierde su sentido. En lo sucesivo la única forma de sociabilidad es el Estado. Una forma de sociabilidad producida desde afuera, hetero- instituida. Una sociabilidad que no es, que se niega al entregar a un tercero, el «gran tercero», la responsabilidad de crear los lazos de asociación con el otro.
Una modalidad extrema de esa resignación de la sociabilidad en el Estado lo constituyen las políticas de defensa de los servicios públicos contra los procesos de liberalización y mercantilización. El servicio público -y el derecho que lo sustenta- no se opone a la mercancía, pertenecen al mismo género de sociabilidad hetero-determinada, frente a la expropiación de la potencia social de cooperación.
La historia de los cercamientos y en general de la creación de los dominios y los patrimonios públicos pone de manifiesto este fenómeno. Primero se produce la expropiación de los común en función de los intereses públicos o el interés general. Ese interés general, constitucionalizado o no, se articula en derechos ciudadanos que habilitan el acceso a los servicios públicos.
En la experiencia histórica esos derechos a los servicios públicos han operado como los precedentes, la base de creación de demandas de bienes y servicios de mercado.
Es irrelevante que la secuencia histórica se produzca en el orden descrito ó en el inverso. Lo importante es el proceso de expropiación y separación que, en el caso de los ecosistemas naturales, ha conducido a la situación crítica en lo que nos encontramos. Es este proceso el que está en el origen de la destrucción de los ecosistemas no sólo la visión economicista e instrumentalista de la naturaleza como productora de materias primas y vertedero de desechos.
Con la separación de las comunidades de los ecosistemas en que habitan comienza la destrucción de éstos. Con la «planificación» y la «gestión» de los ecosistemas y los recursos naturales, comienza su empobrecimiento: su simplificación. La gestión ecosistémica de acuerdo a parámetros económicos introduce un criterio de valor antagónico y liquidador de los procesos ecológicos y los ciclos vitales.
Las políticas ambientales no han sido ni, probablemente, puedan ser la solución: son parte del problema. Las políticas de lucha contra incendios con sus ingentes presupuestos públicos aumentan el número de incendios, crean su propia demanda. Las políticas de reciclaje no reducen sino aumentan los desechos. El establecimiento de un mercado de emisiones de CO2 no las reduce en forma significativa, convierte en una oportunidad de negocio el drama del calentamiento global. Las políticas de la UE de conservación del medio natural llegan probablemente tarde después de que durante años de PAC haya empobrecido su diversidad biológica además de hundir buena parte de la agricultura campesina en el mundo a causa de sus precios subvencionados.
Son los políticos y la política, el problema. Es la concepción nefasta de que todo problema tiene una solución habilitada dentro del sistema de instituciones vigente.
Los políticos -y los políticos ambientales menos que ninguno- nunca admitirán que hay problemas para los que existen soluciones con las instituciones vigentes, con los mecanismos e instrumentos políticos al uso.
¿No hay nada que hacer entonces? Sí, hay mucho que hacer y hay que hacerlo con urgencia. Lo más urgente con todo es saber lo que no hay que hacer. Y, después, hay que identificar con precisión los problemas y no desanimarse ante la magnitud o la dificultad de las soluciones.
Las políticas posibilistas son impulsadas y postuladas por políticos que son en buena medida conscientes de su inutilidad pero que ante el carácter rupturista o antisistémico de las verdaderos soluciones optan por las políticas convencionales, tranquilizados por su presunta inocuidad.
La educación ambiental es un buen ejemplo. Es difícil a estas alturas que alguien crea en los efectos positivos de la misma para la reducción de la contaminación de la atmósfera o de las aguas. Y sin embargo cada año se dan más cursos, seminarios y conferencias, se hacen más campañas de concienciación ciudadana y salen más titulados y expertos en educación ambiental. No sirve para mucho por no decir para nada pero «tampoco hace daño». O al menos eso es lo que piensan los políticos que permanentemente la citan como la solución a los problemas ambientales.
Pero se equivocan o se engañan (y nos pretenden engañar). La educación ambiental en realidad tiene como objetivo educarnos y/o formarnos en la inevitabilidad de la destrucción del medio ambiente. Presentándose como orientada a cambiar las pautas de conducta en un sentido más ecológico, pretenden hacer creer en que tales cambios son posibles y producto de la voluntad individual. Como la convicción íntima de la mayoría es que los acontecimientos importantes de la vida social discurren al margen de la voluntad de la mayoría, el resultado no puede ser otro que asentar una modalidad de resignación cívica que tiene como efecto (este sí verdaderamente efectivo) inhibir la disposición potencial a contestar algunas de estos hechos o acontecimientos centrales que son los verdaderos causantes de las nocividades ambientales.
No terminaremos estos comentarios formulando ningún tipo de propuesta. Quien haya tenido la paciencia de llegar hasta aquí, es seguro que comparte nuestra convicción de que sólo la voluntad individual y colectiva de reapropiación puede ser eficaz en esta pelea. No es un bonito programa de políticas ambientales lo que necesitamos. Es el coraje y la pasión de enfrentarnos a la locura de la normalidad cotidiana, el unico ejercicio de realismo auténtico.
Que sigan los políticos con sus programas, las Ong’s con sus campañas y las grandes corporaciones con sus «productos ecológicos». No es en este terreno en donde podemos albergar esperanza alguna.Solo de la (re)construcción de sociabilidades autónomas es donde podremos esperar la aparición de formas de relación no predatoria con los ecosistemas. La recuperación del común es la única vía eficaz de detener la crisis ecológica.